Todo empeora cuando llega Semana Santa, comienzan a tocar a muerto las campanas, a sonar las carracas, a tapar las imágenes de la iglesia con tela morada, a hablar de la muerte de Jesucristo, a hacer velas al Santísimo por el día y por la noche.
Estos días a nadie le importa lo que me pase a mí. Ni siquiera a mi padre que está muy atareado en el trabajo y en el bar. Además, han venido al pueblo los misioneros y tanto hombres como mujeres se pasan más tiempo en la iglesia que en casa. Incluso mi padre acude a los discursos, para hombres, que son por la mañana bien temprano. Luego, en el bar, todos hablan de lo duros que son esos sermones, de lo bien que hablan los misioneros, de las insinuaciones a la bebida y el trabajo. Mi padre no dice nada.
Un día, en uno de ellos, dedicado a las mujeres, una hermana de mi padre salió de la iglesia llorando. Lloraba porque el misionero ha arremetido contra las viudas que se vuelven a casar y contra los matrimonios que se hicieron en otra época, que tienen hijos y su matrimonio es ilegal, viven juntos de manera pecaminosa. Tienen que casarse de nuevo porque esas personas viven en pecado mortal. ¡Madre mía! Esto no hay quién lo comprenda.
Mi padre dice que es una barbaridad. Quiere ir a hablar con el misionero que lo ha dicho para cantarle las cuarenta (eso es lo que dijo), pero mi madre no quiere que vaya.
—Te meterás en problemas y empeorarás las cosas —dice mi madre—. Tú, menos que nadie, puedes hacer algo así.
Mi padre se pone triste, entra en el bar y se toma una copa. A mí eso me parece muy raro, porque aunque tenemos bar y mi padre puede beber todo lo que quiera, no bebe nunca. Hubiese querido hablar con él, preguntarle el porqué de todo esto, contarle lo que me pasa a mí. Pero este no es el mejor momento para hablar con mi padre. Tengo que esperar.
Cuando termina Semana Santa, dos meses después de morir doña Basilia, se muere don Andrés, el frutero. Mari Loli y yo nos quedamos en casa, jugando a las muñecas. Con ellas hacemos un entierro muy particular, uniendo en el mismo hoyo a doña Basilia y a don Andrés.
Mi primo Ángel ha muerto de la muerte blanca, doña Basilia de la muerte verde, algunos tienen enfermedades raras y seguro que mueren de la muerte roja. ¿De qué muerte habrá muerto don Andrés?
Está claro, la muerte es de todos los colores, por lo menos en mi pueblo. Por eso, Mari Loli y yo decidimos que don Andrés ha muerto de la muerte azul: la de los príncipes. Como dijo mi madre, murió de pena. Yo creo que murió de amor. Ha muerto de pena amorosa. Quería tanto, tanto a su esposa, que no podía vivir sin ella. Los dos eran jóvenes, no tenían hijos y, según mi madre, murieron en la flor de la vida. Yo creo que murieron en la fruta de la vida. Eran fruteros, no floristeros.
POR - LA SEÑAL - DE LA SANTA - CRUZ
Las horas pasan, los días pasan, pasan las semanas, pasan los meses. Lo que no pasa es el aburrimiento. Aburrirse es como estar enferma sin fiebre, sin pijama, sin cuentos, sin tener que meterse en la cama. Justo eso es lo que me pasa a mí, tengo la enfermedad del aburrimiento. Aquí todo es muy fácil, tan fácil que me aburro soberanamente.
Pero hoy es un día diferente: la señorita nos ha dicho que viene la inspectora, es decir, una maestra que supervisa a otras maestras y a sus alumnas. La inspectora vendrá de Ávila para ver lo que hace nuestra maestra, lo que hacemos en la escuela, lo que sabemos las niñas y cómo nos portamos. Preguntará, observará, decidirá. Tendremos que ser buenas, tendremos que ser silenciosas, tendremos que ser obedientes, tendremos que ser otras niñas, porque si somos las que somos nos suspenderá y a la maestra también. Esto solo lo pienso, no se lo digo a nadie. No quiero escribir cien veces: eso no se dice. Porque la maestra no me manda al rincón por lo de mi brazo derecho, pero me duele el izquierdo de repetir frases tontas cientos de veces. Si este es el método intuitivo y analítico sintético del nuevo Catón, no me gusta nada.
La inspectora que ha venido no es una mujer, es un señor con bigote. Si hubiese venido disfrazado de militar, habría pensado que era el de la fotografía: es clavadito. Trae una cartera muy grande y un traje tan pequeño que parece que va de pesca. En la manga de la chaqueta lleva una cinta negra y su corbata también es negra. Seguro que se le ha muerto algún familiar.
En mi pueblo, cuando se muere alguien, los hombres llevan el luto en la manga y en la corbata. Las mujeres en todo: vestido negro, chaqueta negra, combinación negra, zapatos negros, medias negras, calcetines negros, velo negro, pena negra. Todo es negro menos las bragas y el sujetador, que no se ven. Bueno, el moquero puede ser de florecitas en blanco y negro.
Si en el pueblo del inspector hacen lo mismo que en el mío, seguro que al inspector se le ha muerto alguien. Además, está serio, muy serio.
Es alto y da un poco de miedo porque mira desde arriba, como amenazando. Lleva una regla en la mano, que agita cuando habla, como mi abuelo hace con el bastón y la badila, cuando quiere y le da la gana.
La maestra nos ha dicho que aunque esté el inspector tenemos que hacer lo de todos los días, menos meter bulla, claro. Lo primero es santiguarnos.
—Por la señal...
—¡Esa niña! —grita el inspector—, ¿qué hace esa niña?
Los gritos del inspector nos asustan pero nadie se atreve a hablar, a moverse. El rezo se ha detenido en Por la señal, ni siquiera hemos dicho de la Santa Cruz.
No sabemos qué pasa, a qué niña se refiere. Él sí, él sabe que la niña soy yo. Yo también lo sé porque me está mirando fijamente. No puedo moverme, mis pies no quieren despegarse del suelo. Estoy petrificada. ¿Por qué me mira así el inspector? ¿Qué hice mal para que me grite así?
Las otras niñas tampoco se mueven, pero no dejan de mirarme. La maestra y el inspector se acercan a mí. Él me pide que extienda la mano izquierda y, ¡zas!, me da un reglazo que sabe a rosquillas. ¿Por qué me pega este señor con bigote? No lloro, aguanto las lágrimas y sigo de pie, firme, con los brazos caídos.
—¿Cómo se llama esta niña?
—Alicia —dice la maestra—, señor inspector. Es más pequeña que sus compañeras. Está aquí con un permiso especial del Ayuntamiento. ¿Quiere que se lo muestre?
—Deje, deje, no hace falta. ¿Por qué no sabe persignarse?
—Sí que sabe, pero...
—No hay peros que valgan, ¿sabe o no sabe?
La maestra no contesta y yo estoy temblando.
—Vamos a ver, Alicia, te llamas Alicia ¿no?
Asiento con la cabeza. Estoy muy asustada. Me rilan las piernas pero sigo con la cabeza bien alta.
—Veamos si sabes persignarte.
¿Qué será eso de persignarte? Nunca había oído decir esa palabra.
—Vamos, Alicia —dice la maestra— te tienes que santiguar. Haz lo que dice el señor inspector.
Eso sí: sé lo que es santiguarse. Entonces, ¿persignarse debe de ser lo mismo que santiguarse y lo mismo que hacer la señal de la Cruz? ¡Cuántos nombres para algo tan sencillo! Comienzo a persignarme y nada más comenzar, el inspector me da un manotazo y dice:
—Con el brazo derecho, la señal de la Cruz se hace con el brazo derecho bien extendido.
—Pero es que esta niña...
—No la justifique, maestra, esta niña tiene que hacer la señal de la Cruz lo mismo que las demás. Vamos a ver, Alicia, levanta tu mano derecha.
Yo quiero levantarla, pero ella no quiere. Solo sube hasta la mitad del recorrido. Por eso, para conseguir hacer la señal de la Cruz tengo que bajar la cabeza.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —grita el inspector mientras agita su furia de madera en el aire.
—No puede, inspector, Alicia tiene un defecto en el brazo derecho y por eso no puede subirlo más. Ella lo hace todo con el brazo izquierdo.