Cuando me levanté un poco mareada del colchón, sentí dolor en el brazo izquierdo, que llevaba en cabestrillo, pero a pesar de ello y de lo aturdida que estaba, Robinson me puso de inmediato a cuidar a Tom Wells, que yacía con las costillas rotas, enfundado en un apretado chaleco que Robinson había hecho con tiras de lona, cosidas en diagonal de atrás hacia delante, en capas que se superponían en las dos terceras partes de cada una. Robinson explicó con sumo cuidado la función de ese chaleco antes de decirme que de ningún modo debía quitárselo al paciente. Mis horas de trabajo iban desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde, cuando Robinson me reemplazaba.
Un hombre alto y delgado, con la cabeza correctamente vendada, hacía los turnos de la noche, y creo que Robinson también lo reemplazaba durante la noche para que siempre hubiese alguien para atender a Tom Wells.
Robinson me había presentado al hombre alto; recuerdo que me llamaba “señorita January”, pero no retuve su nombre aunque me resultaba familiar. En aquellos primeros días pregunté varias veces a Robinson quién era el otro enfermero y cómo se llamaba, pero tardé una semana entera en recordar el nombre, Jimmie Waterford. Jimmie se mostraba muy amistoso conmigo, como si nos conociéramos de antes. Tardé bastante en recordar que lo había conocido en el avión de Lisboa. Sin embargo, el monosilábico Tom Wells se grabó en mi mente de inmediato.
Por aquel entonces advertí la presencia de un niño frágil y menudo, de unos nueve años de edad, de piel oscura y grandes ojos. Lo había visto la primera vez que me levanté, pero durante varios días no reparé en él. Seguía a Robinson por doquier. Cumplía algunas tareas, como traer a la casa pequeños atados de leña y preparar el té. Se llamaba Miguel.
Durante las mañanas, Robinson me daba instrucciones. Las seguía al pie de la letra, como si estuviese atontada e incapaz de sentir curiosidad alguna. Mientras tanto, Robinson y el hombre alto se ausentaban juntos durante dos o tres horas cada vez.
Además de ser quien había recibido las heridas más graves, Tom Wells era un paciente difícil. Se quejaba y hacía ruidos casi todo el día, aunque Robinson le aplicaba inyecciones. Parecía haber comprendido nuestra situación y de hecho, en aquel momento, era más consciente que yo. Siempre he detestado a las enfermeras que son intolerantes con sus pacientes, pero muy pronto me volví irritable y brusca con Tom Wells, como si hubiera nacido para ello. Cuando me oía decirle al hombre que dejara de hacer tanto ruido, que se comportara o que bebiera esto o aquello, y frases por el estilo, Robinson sonreía con desgano. Todo esto sucedía antes de que yo hubiera asimilado mi nuevo entorno. Sabía, con una indiferencia inhumana, que había ocurrido un accidente. Acepté resignadamente la situación de hallarme en un lugar desconocido, que Robinson diera órdenes y que yo debiera cuidar a Tom Wells determinadas horas del día.
Exactamente una semana después del accidente, Robinson me dijo, mientras desayunábamos: “Intente comer lo menos posible. La mayor parte de nuestra comida es enlatada y yo no esperaba huéspedes”.
Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba comiendo. Robinson me había procurado alimento y en ese momento advertí que había estado consumiéndolo. Miré mi plato sobre la mesa redonda de madera clara. Acababa de terminar una porción de legumbres amarillentas. Junto a mi plato había un bizcocho grueso y duro a medio comer, igual a los que recordaba haber sumergido en el té cargado y tibio durante los últimos días. A partir de entonces presté atención al lugar con mayor detenimiento. Cuando aquel día empecé a actuar independientemente de Robinson, él pareció aliviado. Dos días después me dio el cuaderno para que escribiera mi diario.
Ansiaba estar de vuelta en casa, riéndome con Agnes y Julia, como cuando ellas venían a tomar el té en las tardes de invierno. Lo que más nos gustaba hacer con mis hermanas era reírnos de nuestras anécdotas de infancia y yo misma me sorprendía, más tarde, de mi propia inocencia.
Y sin embargo, en aquellos momentos, disfrutaba las tonterías que decíamos. Hubo un tiempo, después de haber abandonado la escuela para casarme, del nacimiento de mi hijo y de haber enviudado aquel mismo año, en que estuve distanciada de mis hermanas. De Agnes, porque era la mayor: huraña, soltera y resentida por mi aventura. Agnes vivía con nuestra abuela. Cuando la abuela murió, Agnes se casó con el médico; al menos se casó. Nos hicimos amigas, en la medida en que es posible ser amiga de Agnes, que, para empezar, hace ruido cuando come.
Mi hermana menor, Julia, estaba todavía en la escuela cuando me escapé para casarme. Mi marido murió seis meses después. Traté de acercarme a Julia, tan alta y bonita. Pero la consideraban una descarriada; yo también pensaba que lo era.
—Julia solo habla de hombres, hombres y más hombres —dije una vez a Agnes.
—Oh, cállate —dijo ella.
Años más tarde, Julia se casó con un corredor de apuestas. Solo se casaron por civil. No me invitaron al casamiento. Vi al corredor de apuestas en el entierro de la abuela; al principio pensé que era el dueño de la funeraria.
—Creí que era el dueño de la funeraria —susurré a Agnes.
—Oh, cállate —dijo ella. No me dijo que planeaba casarse con el médico el mes siguiente.
Luego de eso, cuando nos reconciliamos, Julia y Agnes venían a tomar el té a mi casa pero rara vez yo las visitaba. Agnes vivía en Chiswick y Julia en Wimbledon; era una molestia ir a esos lugares desde Chelsea. Pronto descubrimos lo único que teníamos en común: nuestra infancia. Nos reíamos hasta que se hacían las seis de la tarde, cuando mi hijo Brian volvía a casa con la cara colorada luego de hacer deporte en la escuela. Mis hermanas jamás se iban antes de que él llegara. Supongo que me envidiaban por Brian, porque los años pasaban y ellas seguían sin tener hijos.
Cuando huí de la escuela y tuve a Brian, Agnes no demostró el menor interés por el niño. Solo demostraba curiosidad por mí. “Eres demasiado joven para esta clase de travesuras”, dijo desde su posición privilegiada como visitante en un hospital: ella, perpendicular; yo, horizontal. “Creí que eras una chica inteligente”, dijo.
Pero cuando vieron a Brian años más tarde, mis hermanas se sorprendieron, creo, por su docilidad; de algún modo esperaban que el hijo de una muchacha tan joven fuese un malcriado.
—Vaya —dijo Julia—, miren al hijo de January. ¿No es todo un hombrecito?
Pero todavía no habían descubierto la extraordinaria destreza social de Brian, aunque ese aspecto de su personalidad ya estaba, en plena adolescencia, muy desarrollado para su edad.
A menudo me preguntaba si Agnes y Julia se molestaban en venir desde Chiswick y Wimbledon, en aquellas tardes de invierno, realmente para verme a mí y no a Brian. Aun durante la primera etapa de mi conversión religiosa, cuando se me dio por adoctrinar a mis hermanas, siguieron visitándome.
Diario, 20 de mayo de 1954. La superficie de Robinson es poco más de 220 kilómetros cuadrados, si es que se pueden llamar cuadrados, porque se extienden en direcciones tan irregulares. Robinson le compró la isla a un portugués hace quince años y se instaló en ella luego de la guerra. Antiguamente, la isla se llamaba Ferreira. Robinson me mostró un mapa. Si uno lo sostiene con el Este hacia arriba parece una silueta humana. Hay varias penínsulas a las cuales Robinson llama el Brazo Norte y el Brazo Sur de la isla, la Pierna Norte y la Pierna Oeste. La casa de Robinson está ubicada en una meseta a unos trescientos metros por encima del nivel del mar. Es una montaña volcánica, en cuya cima solo hay lava y cenizas, pero él dice que en sus laderas se encuentran todos