—Leche —dijo ella automáticamente. Nunca había sido muy devota de esa bebida, pero últimamente se había acostumbrado a beber un vaso o dos al día como preparación para el embarazo.
—Creía que no te gustaba la leche.
—He… adquirido nuevos gustos durante el pasado año.
Steve sonrió.
—Hay algunas cosas en las que no has cambiado nada, y hay algo más, algo completamente inesperado. Te has convertido en una pequeña diablesa.
Carol agachó la cabeza y sintió cómo el calor invadía sus mejillas. Estaba claro que Steve le estaba tomando el pelo. En la cama se había mostrado tan caliente como la dinamita. Cuando él se había desnudado, Carol se había convertido en una tigresa llevada por la pasión.
Riéndose, Steve dejó dos vasos de leche sobre la mesa.
—Me has sorprendido —dijo—. Solías ser un poco más tímida.
Haciendo todo lo posible por ignorarlo, Carol recogió las piernas y se tapó con la camisa. Con una fingida dignidad, alcanzó la mitad de su sándwich.
—Un oficial y caballero es lo que necesito para recuperar mis antiguas costumbres.
—Solías ser un poco más sutil.
—Steve. ¿Puedes dejar de hablar del tema? ¿No ves que me estás avergonzando?
—Recuerdo una vez en que íbamos a la cena de un almirante y anunciaste como si nada que con las prisas se te había olvidado ponerte ropa interior.
Carol cerró los ojos y giró la cabeza, recordando aquella vez tan claramente como si hubiera sido la semana pasada, y no años atrás. Ella también lo recordaba. El sexo aquella noche había sido fantástico.
—No había tiempo de regresar a casa, así que estuviste toda la noche bebiendo champán y charlando como si no pasara nada. Sólo yo sabía la verdad. Cada vez que me mirabas, me volvía loco.
—Quería que supieras lo mucho que deseaba hacer el amor. Por si no te acuerdas, acababas de regresar de un viaje de tres meses.
—Carol, por si no te acuerdas tú, habíamos pasado el día en la cama.
Carol dio un sorbo a la leche y lo miró.
—No fue suficiente.
Steve cerró los ojos y negó con la cabeza antes de admitir:
—Para mí tampoco fue suficiente.
Tan pronto como les había sido posible, Steve había presentado sus disculpas al almirante y habían abandonado la fiesta aquella noche. Durante el camino a casa, se había sentido furioso con Carol, diciéndole que estaba seguro de que alguien se habría dado cuenta de su pequeño juego. Igualmente acalorada, Carol le había dicho a Steve que no le importaba quién lo supiera. Si algún almirante estirado quería dar una fiesta, no debía hacerlo tan pronto después de que sus hombres regresaran.
Habían acabado haciendo el amor dos veces aquella noche.
—Steve —susurró Carol.
—¿Sí?
—Una vez tampoco ha sido suficiente esta noche —no se atrevió a mirarlo, no se atrevió a dejarle ver lo acelerado que tenía el pulso.
Él dejó de comer y, cuando tragó lo que tenía en la boca, pareció como si se hubiera acabado el sándwich entero. Pasó un minuto antes de que hablara.
—Para mí tampoco ha sido suficiente.
El sexo fue diferente en esa ocasión. Único. Irrepetible. La vez anterior había sido como una combustión espontánea. Pero en esa ocasión fue algo lento y relajado. Steve la llevó al dormitorio, desabrochó los botones de la campea que llevaba y la dejó caer al suelo.
Carol se quedó frente a él, y sus pezones parecían pedir sus labios a gritos. Steve observó su cuerpo desnudo como si lo estuviera viendo por primera vez. Levantó la mano y le acarició la cara. Luego deslizó las manos hasta sus pechos y el tacto sedoso de sus pulgares hizo que los pezones se le pusieran erectos. Desde allí, deslizó los dedos por su estómago, deleitándose con su piel caliente mientras la tocaba.
Durante todo el tiempo, Steve no dejó de mirarla, como si estuviera esperando a que ella protestara o lo detuviera.
Carol se sentía como si alguien manejara sus manos como marionetas mientras le desabrochaba la hebilla del pantalón. Lo único que sabía era que quería volver a hacer el amor.
Poco después, Steve estaba completamente desnudo.
Lo observó, asombrada por su fuerza y su belleza. Quería decirle todo lo que estaba sintiendo, pero las palabras se quedaron en su lengua cuando él se acercó y la tocó una vez más.
Siguió deslizando la mano por su tripa hasta la pelvis. Lenta y metódicamente, colocó la palma de la mano sobre su clítoris y comenzó a moverla mientras sus dedos exploraban entre sus muslos.
Sintiéndose casi incapaz de respirar, Carol se abrió y Steve deslizó un dedo dentro de ella. Ella sintió el placer y se mordió el labio inferior para evitar gritar.
Pero debió de hacer algún tipo de sonido, porque Steve se detuvo y preguntó:
—¿Te he hecho daño?
Carol no podía hablar. Negó con la cabeza y entonces él continuó moviendo el dedo, conduciéndola al clímax. Cada espasmo más fuerte que el anterior, más intenso. Un profundo gemido escapó a sus labios, y el sonido hizo que Steve se pusiera en acción.
La envolvió con sus brazos y la llevó a la cama, depositándola sobre las sábanas revueltas. Sin darle tiempo a cambiar de posición ni a estirar las sábanas, Steve se colocó sobre ella, le separó los muslos y la penetró con rapidez.
Respiraba entrecortadamente, sin apenas poder mantener el control.
No se movió, torturándola con aquel intenso deseo que jamás había experimentado. Su cuerpo aún temblaba del clímax anterior cuando ya se dirigía hacia el siguiente. Estaba ansiosa, esperando algo que no podía definir.
Agarrándole las manos, Steve las levantó por encima de su cabeza y las mantuvo prisioneras allí. Se inclinó sobre ella apoyándose con los brazos a ambos lados de su cabeza. Aquel movimiento hizo que la penetración fuera más profunda. Carol gimió y hundió la cabeza sobre el colchón antes de levantar las caderas y sacudirlas un par de veces, buscando más.
—Todavía no —susurró él colocándole una mano bajo la cabeza y levantándosela para besarla. Aquel beso fue salvaje y apasionado, como si sus bocas no pudieran obtener placer suficiente.
Steve cambió de posición y se apartó completamente de ella.
Carol sintió como si se hubiera quedado ciega de golpe; todo su mundo parecía negro y sin vida. Trató de protestar, de gemir, pero antes de que ningún sonido escapara a sus labios, Steve volvió a penetrarla. Un torrente de placer volvió a llenar sus sentidos y suspiró aliviada. Volvía a sentirse llena, libre.
—Ahora —dijo Steve—. Ahora —comenzó a moverse con movimientos calculados, regalándole el sol, revelándole los cielos y explorando con ella el universo. Poco después, lo único de lo que Carol fue consciente fue de la fricción caliente e insistente y las indescriptibles sacudidas de placer.
Sin aliento, Steve se tumbó a su lado y la colocó encima, rodeándola con los brazos. Pareció que pasó una hora antes de que él hablara.
—¿Siempre fue tan bueno?
—Sí —contestó ella—. Siempre.
—Me lo temía.
Lo próximo de lo que Carol fue consciente fue del sonido de algo pesado cayendo al suelo.
—¿Steve? —se