Era éste, más que palacio, convento, por su arquitectura sobria y maciza y por sus vastas dimensiones. El ala central había sido levantada durante el reinado de Carlos III, en un extremo de la calle del Rey Francisco, que pertenecía entonces a los suburbios de Madrid. Completado y reconstruido luego, era todavía grandiosa morada.
Por las muchas deudas que contrajera el último duque de Sandoval, viejo y disipado solterón, tío del heredero, el palacio había sido embargado en la liquidación testamentaria de sus bienes. Ocurrió esto en la minoría de Pablito. Y aquí fue donde primero se manifestó la entereza de su hermana Eusebia, a cuyos esfuerzos y diligencias debiose en gran parte la salvación de la finca, con sus magníficas reliquias. Apenas heredara Pablo los blasones, dio ella en desplegar la perseverancia y hasta el buen criterio comercial que se revela en el epistolario de Santa Teresa de Jesús. ¡Había que salvar de la ruina que lo amenazara el ducal mayorazgo, honra y prez de la patria historia! Y tanto bregó, luchó, suplicó, transigió y aun especuló, que al cabo de algunos años iban en vías de salvarse de las garras de los acreedores las tierras más tradicionales y las dos más ricas dehesas de la opulenta casa. Al joven duque no le tocaba ahora más que seguir las operaciones iniciadas y aconsejadas por su hermana, para que, al cumplir los treinta años, se viera en posesión de fortuna suficiente al decoro de su rango.
—Mira a nuestro primo Osuna—habíale dicho Eusebia.—Por la magnificencia de su padre, digno embajador de España ante el zar, ha debido liquidar en pública almoneda los honrosos trofeos de su estirpe. Hay que evitar decadencia semejante. Y no podemos evitarla sino con trabajo y ahorro. El comercio y los negocios no son para nosotros. ¡Recuerda al duque de Gandía! Los deportes, que convendrían a tus gustos, no convienen aún a tu fortuna. No olvides que Alba, propietario de cuantiosos bienes, ha gastado una mitad de ellos en los llamados «sports», que nos traen las modas de Inglaterra. Tampoco te aconsejaría que esperes aumentar tus caudales, como Montesclaros, uniéndote a la heredera de algún rico comerciante bilbaíno. Esa gente no participa de nuestros sentimientos, no es capaz de desinterés ni de delicadeza. Hasta en ideas políticas te concedo que puedas a veces templar las pasiones tradicionales con los nuevos tiempos, puesto que tu abuelo y tu tío disimularon su fidelidad a don Carlos; pero nunca en cuanto a tu casamiento... ¡Una verdadera duquesa de Sandoval es tan difícil de encontrar como una reina de España!
Y después de una larga pausa, con una emoción que nunca, antes ni después, le notara su hermano, había concluido:
—No me he casado yo, tal vez por que no hallé un marido para mis sentimientos y mi linaje. Dios sabe que sólo quería nobleza, no dinero. Pero tú, mejorada la suerte de nuestra casa y heredero de sus títulos, te encontrarás un día en ocasión de poder elegir una princesa. Espero del cielo que ella exista entre la miseria y corrupción de nuestro siglo. ¿No has visto nunca crecer, pura y lozana, en montones de estiércol, una azucena blanca?
Mucho meditó Pablo sobre tan excelentes advertencias. Y después de guardar durante algún tiempo el duelo que sentía por la profesión de su hermana, comenzó a frecuentar, de cuando en cuando, si no la sociedad bullanguera y aparatosa, las recepciones de Palacio, donde era bien quisto por su ejemplar conducta. Allí conoció las beldades de la corte, cuyas «toilettes» y modos le chocaron, a veces hasta la indignación. Encontrábales cierta desfachatez que se le antojaba canallesca, bien distante de la casta y severa majestad de las grandes damas de otros tiempos. Llegó a pensar que hallaría la esposa soñada en las soledades de provincia y hasta en otras cortes menos modernas, como las de ciertos pequeños principados de la feudal Alemania. Pero, ¡ay! esas infantas eran generalmente herejes... Y al defecto de la herejía innata, cuyo dejo subsiste aún después de la conversión, era casi preferible el defecto del modernismo parisiense, del modernismo Revolución Francesa!
Decíase que, avalorando su nobleza y señorío, la reina madre llegó a insinuarle, por discreto intermediario, la proposición de que casara con la menor de las infantas reales... Él la conocía, él sabía de memoria su perfil borbónico... Debió pensar si podría amarla... ¡No, nunca la amaría, a pesar de su adhesión y su respeto! ¿Cómo engañar, entonces, a una princesa real ante el altar divino? ¿No sería eso faltar doblemente a su Dios y a su rey? Fue así que, según se contaba, rechazó el ofrecimiento en agradecidos y leales términos.
Parece que el emisario de Palacio insistió a pesar de su negativa. Creyó que ésta fuese inspirada por la modestia; y debió llegar hasta ofenderle, con su moderno espíritu comercialista, encareciendo las ventajas de la alianza, como si el joven duque fuese una mercancía que se ofreciera... Esto acabó por indignarle en su íntimo y concentrado orgullo, y tan hondamente que, para terminar el enojoso asunto, dio Pablo una réplica digna de los antiguos tiempos de la grandeza española:
—Diga usted a su majestad la reina que, siendo yo el primer grande de España, no quiero ser el último infante.
Picado, el proponente preguntó:
—¿Es ésa la última palabra del señor duque?
Pablo se encogió de hombros:
—El duque de Sandoval no tiene más que una palabra. Lo mismo da llamarla primera que última.
Y, diciendo esto, se puso de pie, para significar a su interlocutor que había terminado la entrevista.
Poco a poco, disgustado por el ambiente, fue retirándose otra vez a su palacio. Maldecía allí a las nuevas invenciones, que le obligaban a vivir continuamente preocupado en el saneamiento económico de su casa, cuyas deudas estaban todavía a medio amortizar. En los reinados de Carlos V y de Felipe II, ¡cuánto mejor aprovechamiento tuvieran sus juveniles energías, al frente de los tercios de Flandes y de Italia, o de las huestes conquistadoras de las Indias! ¡Felices tiempos aquellos en que el sol no se ponía nunca en los dominios del Rey Católico!
Cansado por los tráfagos de la administración harto del inacabable cálculo de intereses y amortizaciones, pensó en distraerse viajando por el extranjero. Mas desistió por entonces de la idea, en parte por ahorro, en parte porque todavía no estaban los asuntos de su casa como para delegarlos en manos de procuradores o intendentes. Seguiría pues aun en el puesto que su hermana le indicara, cumpliendo las tareas más contrarias a su carácter generoso y altivo, en aras de esa misma generosidad y esa altivez.
II
Hallábase una noche después de cenar, solo como de costumbre, hojeando distraídamente periódicos y revistas, en la habitación que eligiera para gabinete de trabajo. Era ésta una amplia sala, decorada con cinco antiguos retratos de familia, los mejores de la colección, verdaderas piezas de museo, obras de grandes maestros. Terminada la lectura, dejó caer al suelo la última revista y absorviose en la contemplación del cuadro, firmado por el Tiziano, que tenía frente a su poltrona. Representaba él a don Fernando, el primer duque de Sandoval, fundador de la grandeza de su casa, en traje de gran maestre de la orden de Calatrava... Y, por súbita y peregrina ocurrencia, Pablo dirigió mentalmente a don Fernando, esta breve, pero sentida alocución:
—Ya ves. Llevo por ti, ¡oh mi glorioso abuelo! una vida lánguida y aburrida, una verdadera vida de sacrificio. Sólo espero que tú, ya que eres el dios tutelar de nuestra casa, me apruebes y bendigas.
Pareciole entonces ver al joven duque que su abuelo don Fernando, soltando la preciosa empuñadura de su espada, le tendía, en la tela del Tiziano, ambas manos, como para bendecirle y protegerle...
—Esto es ilusión de mis ojos—se dijo.—El viento que penetra por la ventana entreabierta la ha producido, sacudiendo la luz de las bujías.
Y se levantó bruscamente, para cerrar la ventana, volviendo a arrellanarse después en su asiento. Pero, realmente, don Fernando parecía haber cambiado de postura y estar poco dispuesto a tomar de nuevo la que le diera el pintor...
—Me siento mal—se repitió su último heredero.—No,