Los enemigos de la mujer. Vicente Blasco Ibanez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664131072
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y mal, aunque los que creemos jugar bien acabamos perdiendo lo mismo. Quiero decir, que pone el dinero en la mesa aturdidamente, en varios sitios á la vez, y luego ni se acuerda de qué puestas son las suyas. Revolotean en torno de ella los «levantadores de muertos», y cuando gana, siempre se le llevan algo de lo suyo. Ha estado dos años jugando nada más que con fichas de quinientos y de mil. Ahora sólo juega con las de cien. Pronto usará las rojas, las de veinte, como este servidor.

      —No la recibiré—insistió el príncipe.

      Y tal vez para no decir más de la duquesa de Delille, se separó repentinamente de sus amigos, saliendo del hall.

      Atilio, deseoso de hablar, interrogó á don Marcos, que conversaba con Novoa, mientras el pianista seguía soñando, con los ojos abiertos, en la martingala del lord.

      —¿Ha visto usted últimamente á doña Enriqueta?

      —¿Me pregunta usted por la Infanta?—contestó el coronel gravemente—. Sí; ayer la encontré en el atrio del Casino. ¡Pobre señora! ¡Si esto no es una lástima!... ¡Una hija de rey!... Me contó que sus hijos no tienen qué ponerse. Ella debe doscientos francos de cigarrillos en el bar de los salones privados. No encuentra quien le preste. Tiene además una mala suerte espantosa: todo lo pierde. Estos tiempos son fatales para las personas de sangre real. Casi lloré escuchando sus miserias, y sentí no poder darle más. ¡Una hija de rey!...

      —Pero su padre renegó de ella cuando se fué con un artista obscuro—dijo Atilio—. Y además, don Carlos no era rey de ninguna parte.

      —Señor de Castro—repuso el coronel, irguiéndose como un gallo—, tengamos la fiesta en paz. Usted sabe mis ideas: he derramado mi sangre por la legitimidad, y el respeto que le tengo á usted no debe servir para...

      Novoa, queriendo tranquilizar á don Marcos, intervino en la conversación.

      —Este Monte-Carlo es una playa á la que llegan toda clase de despojos, vivos y muertos. En el Hotel de París hay otro individuo de la familia, pero de la rama triunfante, de la que gobierna y cobra.

      —Lo conozco—dijo riendo Atilio—. Es un joven de exuberancias calípigas, que va á todas partes con su gentil secretario. Siempre encuentra alguna señora vetusta que, deslumbrada por su parentesco real, se encarga de mantenerlo á todo lujo... ¡No sé qué demonios puede dar á cambio de esa protección! El secretario, de vez en cuando, le pega para hacer constar sus antiguos derechos.

      Don Marcos permaneció silencioso. A él no le interesaban las gentes de esta rama.

      —También—continuó maliciosamente Castro—conocí en el Casino, antes de la guerra, á don Jaime, el rey actual de usted. Un mozo valiente para jugar. Arriesga á puñados los miles de francos: maneja muchísimo dinero. En el Casino todos contaban que se lo envían de Madrid, á cambio de que no deje un hijo y mueran con él las pretensiones al trono.

      —¡Y pensar—murmuró Novoa, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—que por unos y otros se han matado allá tantos hombres!... ¡Pensar que por una cuestión de herencia entre esas gentes nos hemos retrasado un siglo en la vida europea!...

      —¡Usted también!—clamó el coronel, nuevamente indignado—. Un sabio decir eso... ¡Parece mentira!

       Índice

      Al terminar la segunda guerra carlista, un español se vió para siempre lejos de su patria, en la pobreza y la obscuridad del vencido. Los diarios de Madrid le llamaban simplemente «el cabecilla Saldaña», no anteponiendo á su nombre adjetivos infamatorios, sin duda para diferenciarle de otros jefes de partidas que en Aragón, Cataluña y Valencia habían hecho durante cinco años una campaña de saqueos y fusilamientos. Para los suyos, era el general don Miguel Saldaña, marqués de Villablanca. El pretendiente don Carlos le había dado este título por ser Villablanca el nombre del pueblo en que Saldaña casi aniquiló á una columna del ejército liberal. Los conocimientos topográficos de su jefe de Estado Mayor—un cura del país, que durante toda su existencia se había limitado á decir misa los domingos, pasando el resto de la semana en los montes con su escopeta y su perro—le permitieron sorprender descuidado al enemigo, obteniendo una victoria ruidosa.

      Cuando pasó fugitivo la frontera, por no reconocer á los Borbones constitucionales, el cabecilla tenía veintinueve años. Segundón de una familia orgullosa y arruinada, se había visto obligado á luchar con las tradiciones de su casa, que le destinaban á la Iglesia. Estaba terminando sus estudios en el Colegio Militar de Toledo, cuando la revolución de 1868 le hizo desistir de ser oficial por no obedecer á unos generales que acababan de suprimir el trono. Al levantarse en armas don Carlos, fué de los primeros en ponerse á su servicio; y su paso por una escuela militar, así como su educación, le permitieron sobresalir inmediatamente entre los demás guerrilleros del llamado ejército del Centro, propietarios rurales, escribanos de villorrio, clérigos montaraces.

      Era de un valor temerario, aunque poco afortunado. Atacaba siempre á la cabeza de sus hombres, y de casi todos los combates salía herido. Pero eran heridas «de suerte», como dicen los soldados, que dejaban en su cuerpo gloriosas señales sin destruir su vigorosa salud.

      Viéndose solo en París, donde únicamente podía contar con la admiración de algunas viejas legitimistas del faubourg San Germán, se marchó á Viena. Allí su rey tenía parientes y amigos. Su juventud y sus hazañas le valieron ser admitido en el mundo de los archiduques como un héroe de la monarquía tradicional. La guerra entre Rusia y Turquía le arrancó de esta dulce existencia de parásito interesante. Hombre de espada y católico, creyó que su deber era combatir al turco; y recomendado por sus protectores austriacos, pasó á la corte de Petersburgo. El general Saldaña fué simple comandante de escuadrón en el ejército ruso. Los oficiales hablaban con él en francés. Sus jinetes harto le entendían cuando se colocaba ante el escuadrón y, desenvainando el sable, galopaba el primero contra el enemigo.

      Varias cargas afortunadas y dos heridas más «de suerte» le dieron algún renombre. Al terminar la guerra contaba con numerosos amigos entre la oficialidad noble, y fué presentado con los salones más aristocráticos. Una noche, en el baile de una gran duquesa, vió de cerca á la mujer de moda, á la joven que más daba que hablar en aquel invierno á las gentes de la corte: la princesa Lubimoff.

      Tenía veintitrés años, era huérfana, y su fortuna la apreciaban como una de las más grandes de Rusia. El primer príncipe Lubimoff, pobre y hermoso cosaco, que no sabía leer, logró llamar la atención de la gran Catalina, figurando á la cabeza de sus amantes de segundo orden. En los años que duró el capricho imperial, el nuevo príncipe tuvo que buscar su fortuna lejos de la corte, pues los favoritos anteriores se habían llevado todo lo que estaba más á mano. La zarina le dió cuanto quiso escoger sobre el mapa de su inmenso Imperio: territorios lejanos, al otro lado de los Urales, que su nuevo poseedor no había de visitar nunca, así como los más de sus sucesores. Al crearse los ferrocarriles, enormes riquezas fueron surgiendo de estas tierras escogidas por el cosaco: en unas se descubrían venas de platino: en otras, canteras de malaquita, yacimientos de lapislázuli, abundantes pozos de petróleo. Además, docenas de miles de siervos recién emancipados por el zar seguían trabajando la tierra, lo mismo que antes, para los descendientes de Lubimoff. Y toda esta fortuna enorme, que casi se doblaba por año con nuevos descubrimientos, pertenecía por entero á una mujer, la joven princesa, que se consideraba como de la familia imperial por obra de su ascendiente, y había preocupado más de una vez al soberano, á causa de las excentricidades de su carácter.

      Era una virgen guerrera, caprichosa, incoherente en actos y palabras, desorientando á todos con los violentos contrastes de su conducta. Trataba como camaradas á los oficiales de la Guardia, fumando y bebiendo lo mismo que ellos y entrometiéndose, en sus ejercicios de equitación; pero de pronto se encerraba en su palacio semanas enteras, para arrodillarse, ante los santos iconos en una crisis de misticismo, pidiendo á gritos el perdón