Hacia 1868 se graduaron de bachiller, siendo ya dos mocitos que echaban requiebros a las modistas, y poco después sus familias determinaron darles carrera. Ambos padres decidieron que estudiaran leyes. En don José, que era un español a la antigua y para quien no había profesión seria sino refrendada por un título académico, influyó mucho el recuerdo de la respetabilidad que a sus ojos tuvieron los oidores y magistrados de chancillerías y audiencias mientras él andaba de provincia en provincia como humilde empleado. No se le ocultó que había de costarle muchos sacrificios, pero cedió a la tentación de ver a su hijo hecho personaje de toga con vuelillos. Para él la abogacía era lo de menos: al decir abogado, no concebía al chico defendiendo pleitos sino administrando justicia. Millán siguió el ejemplo de Pepe, porque estimaba bueno cuanto éste hacía.
La vida de verdaderos estudiantes les duró poco. Ambos tuvieron que abandonar la carrera apenas empezada. El infortunio se cebó en sus hogares de modo parecido, y aquella amistad de niños, fundada en juegos y paseos, fue lazo que vino a estrechar la desgracia.
El padre de Millán tenía en los barrios bajos una modesta imprenta donde, por hacer favor a un amigo, tiró varios números de cierto periódico clandestino. Una noche le sorprendió la policía, y cerrando la imprenta se llevó al dueño al Saladero, donde permaneció, gastándose los ahorros en un cuarto de pago, hasta que el 29 de Setiembre las turbas le sacaron poco menos que en triunfo con otros presos políticos. Lo que no pudo devolverle la justicia popular, enérgica pero tardía, fue el dinero prodigado a carceleros y guardianes para que no le molestaran, y al escribano para que activara la causa, ni tampoco la parroquia perdida con la clausura de la imprenta. Cuando el pobre hombre salió de la cárcel, consumida su fortuna, tuvo que resignarse a ser oficial de cajista. A sus años el golpe era demasiado duro, y una afección crónica que tenía en los ojos se le agravó tanto, que le fue imposible continuar trabajando. Millán no dudó un instante respecto a la determinación que debía seguir:«—Padre—dijo—como me he criado en la imprenta, conozco el oficio y todo lo que en él se hace. Búsqueme Vd. trabajo, que con mi jornal habrá para los dos, al menos para Vd., que yo necesito poco.» Los libros de Derecho, apenas manejados, cedieron el puesto a las cuartillas de original: Millán entró de corrector de pruebas en uno de los primeros establecimientos tipográficos de Madrid, cuyo principal al poco tiempo le encomendó gran parte de la dirección de la imprenta: soñó con ser letrado y quedó reducido a la condición de obrero, en lo más noble que puede producir la inteligencia humana, pero obrero al fin, sujeto a un jornal que merma con la fiebre de un día y acaso falta en la ocasión en que es más necesario. Cuando tomó aquella resolución, dijo a Pepe, dándole cuenta de su situación:—«¡Cómo ha de ser! Vamos a seguir rumbo distinto: tú llegarás donde te lleve la suerte; en cuanto a mí... soy hombre al agua.» Pepe demostró a su amigo que la desgracia no era fuerza bastante a quebrantar la ley que le tenía. A veces iba por la tarde a hacerle compañía a la imprenta; al anochecer solía buscarle para pasear juntos, y si le encontraba en la calle, cuanto más derrotado y pobre de ropa le veía, mayor afecto le mostraba, cuidando de no darle ni aun aquellas bromas que, si antes le parecían lícitas, ahora se le antojaban ofensivas.
Dentro de aquel año les igualó la desgracia. La exigua cantidad de renta del Estado, en que don José tenía invertidas sus economías, quedó, con los préstamos que sobre ella tomó y por el retraso de los pagos, reducida casi a la nada; la jubilación sufrió considerable descuento, las modestas alhajas de doña Manuela presto aprendieron el camino del Monte, y hasta las ropas hubo que empeñar. En la casa de la calle de Botoneras penetró al fin la escasez, con su cortejo de tristezas, como antes había penetrado en la pobre imprenta de los barrios bajos; pero si Millán sabía un oficio, Pepe carecía de conocimiento alguno que pudiera serle útil contra el infortunio. Entonces se pensó en buscar para él una colocación o destino. Las cartas que escribió don José, las visitas que hizo hasta que se lo impidió su dolencia, las antesalas que cruzó, no son para contadas. Por fin, un antiguo amigo suyo metió al chico, con un empleo de 5.000 reales, en la Biblioteca del Senado. Pepe, como funcionario público, iba a ganar casi la mitad de lo que daban a Millán por regentar la imprenta.
Si cuando chicos no les maleó el exceso de libertad, de grandes no les doblegó la desgracia; ni tampoco intentaron, por salir de apuros, vadear malamente aquella torcida corriente de su vida que comenzaba a encresparse. Juntos nadaron a pecho abierto contra ella; y sin pensar que podían por malas artes vivir a lo perdido, o abandonar a sus familias, comenzaron a trabajar, Millán en la imprenta que le confiaron, y Pepe en su humilde empleo de la Biblioteca del Senado. Como éste tenía más horas libres que aquél, y se iba muchos ratos a hacerle compañía, Millán le rogaba con frecuencia que le ayudase, de donde se originó que, durante una larga temporada en que hubo prisas en la imprenta, Pepe se pasó noches enteras corrigiendo pruebas; lo cual su amigo le enseñó con pocas advertencias, y él perfeccionó en algunas semanas.