Entretenida Jacinta con los comentarios que el otro iba poniendo a la rápida visión de la costa mediterránea, condensaba su ciencia en estas o parecidas expresiones: «¿Y la gente que vive aquí, será feliz o será tan desgraciada como los aldeanos de tierra adentro, que nunca han tenido que ver con el Gran Turco ni con la capitana de D. Juan de Austria? Porque los de aquí no apreciarán que viven en un paraíso, y el pobre, tan pobre es en Grecia como en Getafe».
Agradabilísimo día pasaron, viendo el risueño país que a sus ojos se desenvolvía, el caudaloso Ebro, las marismas de su delta, y por fin, la maravilla de la región valenciana, la cual se anunció con grupos de algarrobos, que de todas partes parecían acudir bailando al encuentro del tren. A Jacinta le daban marcos cuando los miraba con fijeza. Ya se acercaban hasta tocar con su copudo follaje la ventanilla; ya se alejaban hacia lo alto de una colina; ya se escondían tras un otero, para reaparecer haciendo pasos y figuras de minueto o jugando al escondite con los palos del telégrafo.
El tiempo, que no les había sido muy favorable en Zaragoza y Barcelona, mejoró aquel día. Espléndido sol doraba los campos. Toda la luz del cielo parecía que se colaba dentro del corazón de los esposos. Jacinta se reía de la danza de los algarrobos, y de ver los pájaros posados en fila en los alambres telegráficos. «Míralos, míralos allí. ¡Valientes pícaros! Se burlan del tren y de nosotros».
—Fíjate ahora en los alambres. Son iguales al pentagrama de un papel de música. Mira cómo sube, mira cómo baja. Las cinco rayas parece que están grabadas con tinta negra sobre el cielo azul, y que el cielo es lo que se mueve como un telón de teatro no acabado de colgar.
—Lo que yo digo—expresó Jacinta riendo—Mucha poesía, mucha cosa bonita y nueva; pero poco que comer. Te lo confieso, marido de mi alma; tengo un hambre de mil demonios. La madrugada y este fresco del campo, me han abierto el apetito de par en par.
—Yo no quería hablar de esto para no desanimarte. Pronto llegaremos a una estación de fonda. Si no, compraremos aunque sea unas rosquillas o pan seco... El viajar tiene estas peripecias. Ánimo chica, y dame un beso, que las hambres con amor son menos.
—Allá van tres, y en la primera estación, mira bien, hijo, a ver si descubrimos algo. ¿Sabes lo que yo me comería ahora?
—¿Un bistec? —No. —¿Pues qué? —Uno y medio. —Ya te contentarás con naranja y media.
Pasaban estaciones, y la fonda no parecía. Por fin, en no sé cuál apareció una mujer, que tenía delante una mesilla con licores, rosquillas, pasteles adornados con hormigas y unos... ¿qué era aquello? «¡Pájaros fritos!—gritó Jacinta a punto que Juan bajaba del vagón—. Tráete una docena... No... oye, dos docenas».
Y otra vez el tren en marcha. Ambos se colocaron rodillas con rodillas, poniendo en medio el papel grasiento que contenía aquel montón de cadáveres fritos, y empezaron a comer con la prisa que su mucha hambre les daba.
«¡Ay, qué ricos están! Mira qué pechuga... Este para ti, que está muy gordito».
—No, para ti, para ti. La mano de ella era tenedor para la boca de él, y viceversa. Jacinta decía que en su vida había hecho una comida que más le supiese.
«Este sí que está de buen año... ¡pobre ángel! El infeliz estaría ayer con sus compañeros posado en el alambre tan contento, tan guapote, viendo pasar el tren y diciendo «allá van esos brutos»... hasta que vino el más bruto de todos, un cazador y... ¡prum!... Todo para que nosotros nos regaláramos hoy. Y a fe que están sabrosos. Me ha gustado este almuerzo.
—Y a mí. Ahora veamos estos pasteles. El ácido fórmico es bueno para la digestión.
—¿El ácido qué...?
—Las hormigas, chica. No repares, y adentro. Mételes el diente. Están riquísimos.
Restauradas las fuerzas, la alegría se desbordaba de aquellas almas. «Ya no me marean los algarrobos—decía Jacinta—; bailad, bailad. ¡Mira qué casas, qué emparrados! Y aquello, ¿qué es?, naranjos. ¡Cómo huelen!».
Iban solos. ¡Qué dicha, siempre solitos! Juan se sentó junto a la ventana y Jacinta sobre sus rodillas. Él le rodeaba la cintura con el brazo. A ratos charlaban, haciendo ella observaciones cándidas sobre todo lo que veía. Pero después transcurrían algunos ratos sin que ninguno dijera una palabra. De repente volviose Jacinta hacia su marido, y echándole un brazo alrededor del cuello, le soltó esta:
«No me has dicho cómo se llamaba».
—¿Quién? —preguntó Santa Cruz algo atontado.
—Tu adorado tormento, tu... Cómo se llamaba o cómo se llama... porque supongo que vivirá.
—No lo sé... ni me importa. Vaya con lo que sales ahora.
—Es que hace un rato me dio por pensar en ella. Se me ocurrió de repente. ¿Sabes cómo? Vi unos refajos encarnados puestos a secar en un arbusto. Tú dirás que qué tiene que ver... Es claro, nada; pero vete a saber cómo se enlazan en el pensamiento las ideas. Esta mañana me acordé de lo mismo cuando pasaban rechinando las carretillas cargadas de equipajes. Anoche me acordé, ¿cuándo creerás? Cuando apagaste la luz. Me pareció que la llama era una mujer que decía ¡ay!, y se caía muerta. Ya sé que son tonterías, pero en el cerebro pasan cosas muy particulares. ¿Con que, nenito, desembuchas eso, sí o no?
—¿Qué? —El nombre. —Déjame a mí de nombres.
—¡Qué poco amable es este señor!—dijo abrazándole—. Bueno, guarda el secretito, hombre, y dispensa. Ten cuidado no te roben esa preciosidad. Eso, eso es, o somos reservados o no. Yo me quedo lo mismo que estaba. No creas que tengo gran interés en saberlo. ¿Qué me meto yo en el bolsillo con saber un nombre más?
—Es un nombre muy feo... No me hagas pensar en lo que quiero olvidar—replicó Santa Cruz con hastío—No te digo una palabra, ¿sabes?
—Gracias, amado pueblo... Pues mira, si te figuras que voy a tener celos, te llevas chasco. Eso quisieras tú para darte tono. No los tengo ni hay para qué.
No sé qué vieron que les distrajo de aquella conversación. El paisaje era cada vez más bonito, y el campo, convirtiéndose en jardín, revelaba los refinamientos de la civilización agrícola. Todo era allí nobleza, o sea naranjos, los árboles de hoja perenne y brillante, de flores olorosísimas y de frutas de oro, árbol ilustre que ha sido una de las más socorridas muletillas de los poetas, y que en la región valenciana está por los suelos, quiero decir, que hay tantos, que hasta los poetas los miran ya como si fueran cardos borriqueros. Las tierras labradas encantan la vista con la corrección atildada de sus líneas. Las hortalizas bordan los surcos y dibujan el suelo, que en algunas partes semeja un cañamazo. Los variados verdes, más parece que los ha hecho el arte con una brocha, que no la Naturaleza con su labor invisible. Y por todas partes flores, arbustos tiernos; en las estaciones acacias gigantescas que extienden sus ramas sobre la vía; los hombres con zaragüelles y pañuelo liado a la cabeza, resabio morisco; las mujeres frescas y graciosas, vestidas de indiana y peinadas con rosquillas de pelo sobre las sienes.
«¿Y cuál es —preguntó Jacinta deseosa de instruirse—el árbol de las chufas?».
Juan no supo contestar, porque tampoco él sabía de dónde diablos salían las chufas. Valencia se aproximaba ya. En el vagón entraron algunas personas; pero los esposos