XXVIII.— Ahab
Durante varios días después de dejar Nantucket, no se vio nada del capitán Ahab a la altura de las escotillas. Los oficiales se relevaban con regularidad uno a otro en las guardias, y en nada que pudiera indicar lo contrario dejaban de parecer los únicos jefes del barco, salvo en que a veces salían de la cabina con órdenes tan súbitas y perentorias, que, después de todo, quedaba claro que sólo mandaban por delegación. Sí, allí estaba su supremo señor y dictador, aunque hasta ahora no había sido visto por ojos que no pudieran penetrar en el retiro ya sagrado de la cabina.
Cada vez que yo subía .a la cubierta desde mis guardias, abajo, al instante lanzaba una mirada a popa para observar si se veía alguna cara desconocida, pues ¡ni primera inquietud vaga respecto al capitán desconocido, ahora, en el encierro del mar, casi se había vuelto una locura. Esto aumentaba extrañamente a veces, cuando las deshilvanadas incoherencias diabólicas de Elías volvían a mí contra mi voluntad, con una sutil energía que antes no habría podido suponer. Pero las podía resistir muy mal; aunque igualmente, con otros humores, casi me sentía dispuesto a sonreír de las solemnes extravagancias de aquel exótico profeta de los muelles. Pero cualquiera que fuese el temor o la incomodidad —por llamarlo así— que sentía, sin embargo, cada vez que miraba a mi alrededor en el barco, parecía que no tenía justificación conservarlos. Pues aunque los arponeros, con la mayor parte de la tripulación, fueran un grupo mucho más bárbaro, pagano y abigarrado que ninguna de las mansas tripulaciones mercantes que yo había conocido en mis experiencias previas, sin embargo, lo atribuía —y lo atribuía con razón— a la feroz singularidad de esa loca profesión escandinava en que me había embarcado con tal abandono. Pero especialmente el aspecto de los tres oficiales del barco era lo más eficazmente calculado para tranquilizar esas sospechas sin forma, e infundir confianza y ánimo en todos los presentimientos sobre el viaje. No sería fácil encontrar otros tres mejores y más apropiados hombres y oficiales de marina, cada cual a su modo diferente, y los tres eran americanos; uno de Nantucket, uno del Vineyard, otro de Cabo Cod. Entonces, siendo Navidad cuando zarpamos del puerto, durante algún tiempo tuvimos un frío polar devorador, aunque todo el tiempo corríamos huyendo hacia el sur; y a cada grado y minuto que navegábamos, poco a poco dejábamos atrás ese invierno implacable y todo su intolerable tiempo. Era una de esas mañanas de transición, menos amenazadoras, pero todavía bastante grises y sombrías, y con buen viento el barco corría por el agua con una especie de vengativa rapidez, brincadora y melancólica, cuando, al subir a cubierta a la llamada de la guardia de la mañana, tan pronto como dirigí la mirada hacia el coronamiento de popa, me invadieron escalofríos de presentimiento. La realidad dejó atrás a la aprensión: el capitán Ahab estaba en su alcázar.
No parecía haber en él señal de una común enfermedad corporal, ni de haberse recuperado de ninguna. Parecía un hombre desatado de la pira cuando el fuego ha asolado e invadido todos los miembros sin consumirlos ni llevarse una sola partícula de su compacta robustez entrada en años. Toda su figura, alta y ancha, parecía de bronce macizo, configurada en forma inalterable, como el Perseo fundido de Cellini. Abriéndose paso desde su pelo gris, y siguiendo derecha por un lado de su atezada y desollada cara, y por el cuello, hasta desaparecer por la ropa, se veía una señal delgada como una vara, lívidamente blanquecina. Parecía esa grieta vertical que a veces se hace en el alto y recto tronco de un gran árbol, cuando el rayo se dispara desde arriba y lo desgarra bajando por él, y deja el árbol aún vivo y verde, pero marcado a fuego. Nadie podía decir con seguridad si esa señal había nacido con él, o si era la cicatriz dejada por alguna herida desesperada. Por acuerdo tácito, a lo largo del viaje se hizo escasa o ninguna alusión a ella, sobre todo por parte de los oficiales. Pero una vez el compañero más antiguo de Tashtego, un viejo indio de Gay-Head, de la tripulación, afirmó supersticiosamente que Ahab no había quedado marcado así hasta después de los cuarenta años, y que no le había venido de la furia de ninguna pelea mortal, sino de una lucha con los elementos del mar. Sin embargo, esa loca sugerencia pareció negada implícitamente por lo que insinuó un canoso viejo de la isla de Man, un anciano sepulcral que, como nunca había embarcado antes en Nantucket, no había puesto los ojos hasta ahora en el extraño Ahab. Con todo, las viejas tradiciones marineras y las credulidades inmemoriales habían atribuido popularmente a ese viejo de Man unos poderes preternaturales de discernimiento, de modo que ningún marinero blanco le contradijo cuando afirmó que cuando el capitán Ahab quedase tendido en tranquilo reposo —lo cual murmuró que difícilmente ocurriría—, entonces quien cumpliera el último deber con el muerto encontraría en él una señal de nacimiento desde la coronilla a la planta de los pies.
Tan poderosamente me afectó el conjunto del sombrío aspecto de Ahab y la lívida marca que le señalaba, que durante unos breves momentos apenas noté que no poco de su abrumador aire sombrío se debía a la bárbara pierna blanca sobre la que parcialmente se apoyaba. Ya me habían dicho que esa pierna marfileña estaba hecha en el mar con el pulido hueso de la mandíbula del cachalote.
—Sí, le desarbolaron a lo largo del Japón —dijo una vez el viejo indio de Gay-Head—, pero, como su barco desarbolado, embarcó otro palo sin volver al puerto por él. Tiene una aljaba de ellos.
Me sorprendió la singular postura que mantenía. A cada lado del alcázar del Pequod, y muy cerca de los obenques de mesana, había un agujero de taladro, barrenado una pulgada o poco más en la tabla. Su pierna de hueso se apoyaba en ese agujero; con un brazo elevado, y agarrándose a un obenque, el capitán Ahab se erguía, mirando derecho, más allá de la proa del barco, siempre cabeceante. Había un sinfín de la más firme fortaleza, una voluntariosidad decidida e inexpugnable, en la entrega fija y sin miedo de esa mirada hacia delante. No decía una palabra, ni sus oficiales le decían nada, aunque en sus más menudos gestos y expresiones mostraban claramente la conciencia incómoda, y aun penosa, de que estaban bajo una turbada mirada de mando. Y no sólo esto, sino que Ahab, presa de sus humores, estaba ante ellos con una crucifixión en la cara, con toda la innombrable dignidad real y abrumadora de algún dolor poderoso.
No tardó, después de su primera salida al aire libre, en retirarse a la cabina. Pero después de esa mañana, todos los días se hizo visible a la tripulación, bien plantado en el pivote de su agujero, o sentado en un taburete de marfil que tenía, o paseando pesadamente por la cubierta. Conforme el cielo se puso menos sombrío, y, más aún, empezó a ponerse un tanto grato, él fue siendo cada vez menos un recluso, como si, cuando zarpó el barco del puerto, sólo la muerta negrura invernal del mar le hubiera retenido entonces tan encerrado Y poco a poco llegó a ocurrir que estuvo casi continuamente al aire, pero, sin embargo, aun con todo lo que decía o hacía perceptiblemente, en la cubierta por fin soleada, parecía allí tan innecesario como otro mástil. Pero el Pequod ahora sólo hacía una travesía, y no un crucero regular: casi todos los preparativos para las ballenas que necesitaban supervisión estaban bajo la plena competencia de los oficiales, de modo que había poco o nada, salvo él mismo, en que se ocupara o excitara ahora Ahab y que ahuyentara, por aquel único rato, las nubes que, capa tras capa, se amontonaban en su entrecejo, del mismo modo que todas las nubes eligen los picos más elevados para amontonarse sobre ellos.
Con todo, antes de mucho tiempo, la cálida y gorjeante persuasión del buen tiempo a que llegábamos,