Moby-Dick o la ballena. Herman Melville. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Herman Melville
Издательство: Bookwire
Серия: Básica de Bolsillo
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788446037064
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en su cabeza –por lo menos no del que se pudiera hablar–, nada excepto un pequeño mechón de cabellera retorcido en su frente. Su calva cabeza purpúrea parecía ahora enteramente un cráneo mohoso. Si el extraño no hubiera estado entre la puerta y yo, me habría precipitado a ella más rápido de lo que nunca me he precipitado sobre una cena.

      Incluso en tal situación, algo pensé sobre escapar por la ventana, pero era caer desde el segundo piso. No soy un cobarde, si bien qué pensar de este bribón púrpura vendedor de cabezas era algo que por completo sobrepasaba mi discernimiento. La ignorancia es la madre del miedo, y al estar totalmente perplejo y estupefacto ante el extraño, confieso que ahora me encontraba tan asustado de él como si hubiera sido el propio Demonio que de ese modo se hubiera introducido en mi habitación en lo más negro de la noche. De hecho, me daba tanto miedo, que en ese momento no tenía espíritu suficiente para hablarle y requerir una respuesta satisfactoria respecto a lo que parecía inexplicable en él.

      Mientras tanto, él continuaba con la operación de desvestirse, y finalmente mostró su pecho y sus brazos. Por mi vida que estas partes suyas estaban ajedrezadas con los mismos cuadrados que su rostro; su espalda también estaba cubierta completamente con los mismos cuadrados oscuros; parecía haber estado en una Guerra de los Treinta Años, y haber escapado de ella con una camisa de cataplasmas. Aún más, sus mismas piernas estaban marcadas, como si un montón de oscuras ranas verdes ascendieran por los troncos de jóvenes palmeras. Ahora quedaba bien claro que debía ser una especie de abominable salvaje embarcado en los Mares del Sur a bordo de un ballenero, y arribado de este modo a este cristiano país. Temblé de pensarlo. Un vendedor de cabezas, además... quizá las cabezas de sus propios hermanos. Podría encapricharse de la mía... ¡cielos!, ¡mira ese tomahawk!

      Pero no había tiempo para estremecerse, pues ahora el salvaje se puso a hacer algo que captó toda mi atención, y que me convenció de que, efectivamente, debía ser un pagano. Dirigiéndose a su pesado grego, o sobretodo, o tabardo, que previamente había colgado en una silla, hurgó en los bolsillos y finalmente sacó una pequeña, curiosa y deformada imagen, con una chepa en la espalda y exactamente del color de un bebé congoleño de tres días. Recordando la cabeza embalsamada, en un principio casi creí que el maniquí negro era un niño auténtico, preservado de similar manera. Pero viendo que no era en absoluto flexible, y que brillaba de manera muy semejante al ébano pulido, llegué a la conclusión de que no debía de ser otra cosa que un ídolo de madera, lo que en efecto resultó ser. Pues ahora el salvaje iba hasta la chimenea vacía, y retirando la pantalla empapelada, situaba, como si fuera un bolo, la pequeña imagen jorobada entre los morillos. Los lienzos de la chimenea y todos los ladrillos del interior estaban llenos de hollín, de modo que pensé que este hogar componía un pequeño oratorio o capilla muy apropiado para este ídolo congoleño.

      Clavé entonces fijamente mis ojos sobre la medio oculta imagen, sintiéndome verdaderamente incómodo a la vez.... por ver qué seguiría a continuación. Primero sacó, más o menos, un doble puñado de virutas del bolsillo de su grego, y las colocó cuidadosamente delante de su ídolo; habiendo dejado después un pedazo de bizcocho de barco encima y aplicando la llama de la lámpara, prendió las virutas en un fuego de sacrificio. Al poco, tras un apresurado pellizcar en el fuego, y aún más apresurada retirada de sus dedos (por lo que parecía estar chamuscándoselos de mala manera), finalmente consiguió apartar el bizcocho; soplando entonces un poco el calor y las cenizas, hizo una cortés ofrenda de él al negrito. Pero el pequeño diablo no parecía apreciar en nada esa seca clase de sustento; ni siquiera movió los labios. Todas estos extraños manejos iban acompañados de aún más extraños ruidos guturales del devoto, que parecía rezar una cantinela o bien cantar algún tipo de salmodia pagana, durante la cual su rostro se contraía de la forma más antinatural. Extinguiendo finalmente el fuego, recogió el ídolo con gran falta de ceremonia y lo metió en el bolsillo de su grego con tanto descuido como si fuera un deportivo cazador metiendo en el zurrón una becada muerta.

      Todos estos extraños procedimientos incrementaron mi incomodidad, y observándole ahora mostrar rotundos síntomas de concluir las operaciones de su quehacer, y de saltar a la cama conmigo, pensé que era el momento, ahora o nunca, antes de que se apagara la luz, de romper el hechizo en el que tanto tiempo había estado atrapado.

      Pero el intervalo que perdí en deliberar qué decir fue fatal. Tomando su tomahawk de la mesa, examinó la parte superior durante un instante, y acercándolo entonces a la candela, con su boca en el mango, fumó formando grandes nubes de humo de tabaco. Al momento siguiente la luz se extinguió, y este salvaje caníbal, con el tomahawk entre sus dientes, se metió en la cama conmigo. Chillé, no lo pude evitar ya; y soltando un brusco gruñido de asombro, él empezó a tantearme.

      Tartamudeando algo, no supe qué, me aparté de él contra la pared, y entonces le conjuré, fuera quien quiera o lo que quiera que pudiera ser, a que se quedara quieto, y que me dejara levantarme y volver a encender la lámpara. Pero sus respuestas guturales me convencieron al momento de que apenas comprendía lo que yo quería decir.

      —¿Quién-i diabli tú? –dijo finalmente–. Tú no habla-i, maldito-i, yo mato-i.

      Y así diciendo, el tomahawk prendido, empezó a hacer florituras cerca de mí en la oscuridad.

      —¡Posadero, por amor de Dios, Peter Coffin! –grité yo–. ¡Posadero! ¡Guardia! ¡Coffin! ¡Ángeles! ¡Salvadme!

      —¡Habla-i!, dice-ii mí quién-ii ser, o maldito-mí, ¡yo mato-i! –gruñó de nuevo el caníbal, mientras sus horribles florituras de tomahawk esparcían las calientes cenizas del tabaco a mi alrededor, a tal punto que pensé que las sábanas iban a incendiarse.

      Pero, gracias al Cielo, en ese momento el posadero entró en la habitación candela en mano y, saltando de la cama, corrí hacia él.

      —Bueno, no te asustes –dijo, volviendo a sonreír–. Aquí, Queequeg no le haría daño ni a un pelo de tu cabeza.

      —Deje de sonreír –grité yo–, y ¿por qué no me dijo que ese infernal arponero era un caníbal?

      —Creí que lo sabías; ¿no te dije que estaba vendiendo cabezas por la ciudad?... Pero sumerge palmas otra vez y ponte a dormir. Queequeg, escucha... tu sabi mí, yo sabi tú... este hombre duermi tú... ¿sabi tú?

      —Mi sabi mucho –gruñó Queequeg, fumando en su pipa y sentándose en la cama–. Tú entra-i –añadió, haciéndome una indicación con su tomahawk y echando a un lado la ropa.

      Esto lo hizo no sólo de manera educada, sino también amable y caritativa. Yo me quedé mirándole un momento. A pesar de todos sus tatuajes era en conjunto un caníbal limpio, de aspecto decoroso. ¿Qué ha sido todo este jaleo que he estado haciendo?, pensé para mí mismo... El hombre es un ser humano exactamente como yo: tiene tanta razón para temerme como yo para estar asustado de él. Mejor dormir con un caníbal sobrio que con un cristiano borracho.

      —Posadero –dije–, dígale que se guarde ese tomahawk suyo, o pipa, o como quiera llamarlo; en breve, dígale que deje de fumar, y me meteré con él. Pues no me agrada tener un hombre fumando en la cama conmigo. Es peligroso. Además, no estoy asegurado.

      Dicho esto a Queequeg, inmediatamente lo cumplió, y de nuevo me indicó cortésmente que me metiera en la cama... desplazándose a un lado tanto como si dijera: no os tocaré ni una pierna.

      —Buenas noches, posadero –dije yo–, puede marcharse.

      Me metí en la cama, y nunca dormí mejor en mi vida.