El cerco. Daniel Sorín. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Daniel Sorín
Издательство: Bookwire
Серия: Espejo Negro
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874289360
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dos días, recibió un mensaje de texto, cabo, el mensaje solamente tenía un dos. ¿No le extrañó?

      No dijo nada, pero se acordó de otro mensaje, pocos días antes.

      —Y hace siete días recibió otro con un uno.

      Sí, ahora los tenía presentes. Uno con un uno, otro con un dos, ¿y qué?

      —¿Sabe desde dónde se los mandaron?

      Una gota de sudor empezó a caer por su espalda.

      —El primero se lo enviaron desde el celular de Casandra —el cabo abrió la boca— y el segundo desde el de Mora.

      El cabo Rodríguez no movió ni un músculo, permaneció rígido en la silla como si una explosión lo hubiese paralizado, ensimismado pero hueco, con el alma ausente.

      ¡Pero cómo iba a saberlo!, pensó.

      Horas antes, el comisario Bermúdez se enteró de que desde el teléfono de Mora se había mandado aquel dos. “Un error”, le dijo al joven oficial que traía las planillas.

      —Eso pensamos, comisario. Pero después, cuando descubrimos que desde el de Casandra se había mandado otro mensaje con un uno, asumimos que no podía ser una casualidad.

      Que no fuese un albur significaba que ambos homicidios habían sido cometidos por el mismo asesino. Y eso abría una línea de investigación: las dos habían estado en la Casa, de manera que el programa podía ser el motivo del asesino. En eso pensaba Bermúdez cuando escuchó la voz del joven oficial:

      —Lo extraño, señor, es que ambos mensajes están dirigidos hacia la misma línea.

      Bermúdez sonrió.

      —Bien, ¿y a quién pertenece?

      —A un policía, señor —la sonrisa se le desvaneció—; al cabo primero Jorge Rodríguez, de la 45.

      —Tráiganmelo de inmediato —ordenó, tratando de que no se le notase la confusión que lo embargaba.

      Anotició al inspector que los asesinatos, aparentemente, habían sido cometidos por la misma persona. También le informó que un suboficial de la Repartición había sido informado por el homicida, aunque de extraña manera.

      —Averigüe todo sobre el cabo —le exigió el inspector.

      —No creo que sea cómplice...

      El inspector hizo un breve silencio:

      —Eso es obvio, Bermúdez, un asesino no avisa a su cómplice desde el teléfono de la víctima. Quizás lo eligió por azar, pero quizás no, averigüe todo, hasta si se lava los dientes.

      Y ahora que estaban frente a frente se disponía a averiguar todo. Rodeó su escritorio y se acercó al cabo primero Rodríguez.

      —¿Sabe por qué se los mandan a usted?

      Preguntó, su boca a veinte centímetros de la oreja del cabo.

      —Piénselo bien.

      Lo tuvo tres cuartos de hora pensando, pero nada; Rodríguez no tenía ni la menor idea del porqué.

      A las diez de la noche el comisario le advirtió que no dijera nada a nadie sobre los mensajes. Y que nadie era nadie, que le iba su futuro en eso.

      —¿Entendió?

      —Sí, señor, a nadie.

      —Y desde mañana no reviste más en la 45, sino aquí.

      “Aquí” era Homicidios. Para muchos un sueño, pero no para él, tan bien que estaba en la 45. Los detectives me van a tener para los mandados, son unos engreídos, pensó el cabo primero Rodríguez.

      —Puede irse.

      —Sí, señor.

      —Preséntese mañana a las siete en Personal.

      El cabo se paró, pero antes de darse vuelta dijo algo sobre los días franco que tenía por delante. Mala suerte, el comisario lo miró fijo y con cara de asco le contestó:

      —Mañana a las siete, cabo.

      —Sí, señor.

      Perdido a su suerte, López estimó llegado el momento de recurrir a viejos conocidos. “Imposible. El fiscal es Alvarado, con ese no se jode, López”, proclamó el primer conocido. Hizo un par de llamados inútiles más: nada. Nada de nada. Confuso y sin norte, fue a la máquina de café.

      Mientras escuchaba los ruidos intestinos del expendedor, pasó por su mente el rostro de Miriam. La vio con su sonrisa forzada y los ojos burlones, lo que no hizo otra cosa que aumentar su confusión. Recordó, siempre lo hacía frente al desasosiego, un frío húmedo y una sombra amenazante. Un fragmento, una pieza vergonzosa del rompecabezas de su memoria, un tramo olvidable, un país de alusiones ácidas, sutiles e impalpables. Y quizás ni siquiera eso. Una vez, cuando tenía cinco o seis años, estuvo perdido en un bosque de árboles inmensos, era un sitio sombrío y húmedo, el frío calaba sus huesos cuando vio por primera vez a la víbora de la soledad dentro de sí mismo. Gritó desesperado, atrapado por el torbellino del pánico. Cuando media hora después lo encontraron, ya no tenían lágrimas sus ojos, pero en su mirada era perceptible el horror que deja la visión del averno.

      Estos asesinatos tienen que ser para mí —se juró, y sacó el vasito de la máquina—. Voy a llamar al hijo de puta de Tres Erres.

      —¿Está Rutini?

      Raúl Romario Rutini, Tres Erres, policía protector de las chicas de Barrio Norte y, eventualmente, extorsionador de clientes adinerados. No sabía nada. O decía que no sabía nada.

      —Puedo averiguar. ¿Quién lo pide?

      O sea: quién paga.

      —No... yo.

      —Ah...

      Léase: soy profesional; si hay tarasca, averiguo; si no, averigualo vos.

      Cortó. Qué se podía esperar de ese delincuente con uniforme.

      —Ambrosio, salimos en quince.

      Ambrosio hizo un gesto afirmativo y escondió las manos debajo de la amplia tela que lo cubría.

      —¿Está nervioso? —le preguntó la maquilladora.

      —No, no. Sí, un poco. Bueno, tengo un cagazo bárbaro.

      La mujer sonrió, cómplice.

      —Tómese un traguito, aquí tiene, se entona un poco y listo.

      A los quince minutos el viejo Ambrosio estaba sentado frente a las cámaras. No había sido ninguna de las tres alternativas, pero todas habían fallado y resolvieron llamarlo a él, que de cámaras, estudios y canales no sabía nada. Nunca había visto la escenografía desde allí, todo falso, todo berreta.

      —Está con nosotros el periodista Nicolás Ambrosio. Nicolás, ¿qué se sabe de estas muertes que están en boca de todos? —gatilló la conductora.

      —Sí, en boca de todos...

      Se tomaba su tiempo el Ambrosio.

      —Empecemos por la de Casandra, se han dicho muchas cosas —intervino la mujer, preocupada por los inesperados silencios que hacía el invitado.

      —... Se han dicho muchas cosas, que era una mujer rápida —a la conductora le brillaron los ojos—, que la lista de sus amantes era del tamaño de la guía telefónica.

      —Sí, se dice —indicó la mujer, las cejas levantadas como señalando que ellos no lo afirmaban, que solo se decía en algún lugar indefinido y ajeno.

      —Hombres