—No creo.
—Luego debió ser un intento de robo. Has dicho que llevaba guantes, así que no tendrá más huellas dactilares que las tuyas. Enmascarado, así que no hay ningún detalle del rostro, aparte de los ojos a la vista: ¿has observado su forma y color? Y dime: ¿era alto bajo, delgado, gordo? ¿La navaja la llevaba en la mano derecha o en la izquierda? ¿Te dijo algo?
—No, ni una palabra, navaja en la mano derecha, los ojos no los pude ver con la agitación de la defensa y medía en torno al metro setenta y cinco, delgado pero ancho de espaldas y seguramente musculoso y fuerte porque huyó a toda prisa por las escaleras, aunque le había cubierto de golpes.
—Ya es algo, pero difícilmente lo encontraremos, pues imagino que no será tan tonto como para acudir a un hospital, aunque tras tu denuncia podremos investigar en las casas de socorro. Pero no debe ser muy inteligente, porque, si no, no te habría lanzado una cuchillada con el riesgo de acabar en la cárcel por un delito de sangre: se habría limitado a amenazarte a una cierta distancia pidiéndote que volvieras a entrar en silencio o, sencillamente, habría huido sin hacerte nada.
—Hm… sí.
—Ran, mañana por la mañana te pasas por la comisaría para hacer la denuncia, pero entenderás que será un poco difícil que encontremos a chillo cattamàro8
Como no me había robado nada, decidí dejarlo pasar.
La amistad con Vittorio D'Aiazzo había empezado en Génova, siendo él comisario en la comisaría y mi superior directo, agente y luego ayudante como subbrigada promocionado por méritos, tras salvar la vida a un ministro importante, el honorable profesor Nuto Marradi: un día a principios de febrero de 1957, Vittorio, dos de mis colegas y yo teníamos encomendada la protección de este político desde el momento de la llegada al aeropuerto de la ciudad de la Linterna,9 hacia las diez de la mañana, hasta su vuelo de regreso por la tarde. Un tal Aristide Maria Barani, un funcionario ministerial rebelde, además de anarquista clandestino, tuvo la infausta idea de matarlo precisamente en esa ocasión y quién sabe cómo y por quién supo de su llegada. Recogimos a Marradi en la zona aeroportuaria donde, como estaba programado, el avión DC3 de Alitalia en el que se había embarcado pararía los motores y nos acercamos rápidamente en cuanto se abrió la puerta y se puso la escalera de desembarco. Mientras el comandante pedía a los demás pasajeros que permanecieran en sus puestos hasta que se les invitara a salir, el ministro descendió con los dos agentes de su escolta personal. En ese momento el atacante solitario, disfrazado con un mono de operario, salió corriendo desde detrás de un vehículo de transporte de equipajes, llevando en la mano una Tokarev TT-33 calibre 7,62, una enorme pistola soviética poco precisa pero bastante fiable en cuanto a posibles encasquillamientos y se lanzó al estilo garibaldino gritándole:
—¡Sucio canalla ladrón!
Sin estar todavía cerca del objetivo, disparó una primera bala, que se perdió en el vacío. Yo, al estar en la retaguardia de nuestro grupo y ser el más cercano al pistolero (siempre recuerdo la secuencia como si fuera un sueño), con un tiro de mi Beretta M34 calibre 9 de ordenanza, también un arma imprecisa, así que sin duda tuve bastante fortuna, herí al hombre en una pierna rompiéndosela y haciéndolo caer al suelo y luego rápidamente, de una patada, se quité el arma de la mano. Vittorio estaba por el contrario a la cabeza de nuestro grupo y era el más cercano al ministro, aparte de su escolta personal, por lo que sin mi intervención probablemente le habría alcanzado alguno de los disparos sucesivos del anarquista.
El farragoso Aristide Maria Barani no fue condenado al máximo de la pena, a pesar del intento de matanza, al ser considerado enfermo mental parcial en el momento de cometer los hechos, dado que, como se comprobó durante el ingreso en el hospital por su herida, resultó estar ebrio: debía haber bebido para darse valor y precisamente el alcohol debía haberlo llevado a actuar sin hacer muchos planes, así que habría fracasado sin mi enorme mérito.
Un mes después llegó desde Roma mi promoción a subbrigada por intervención directa de Marradi, como correría la voz en la Oficina de Secretaría, Personal y Bienestar de la comisaría. Estaba claro que estuve profundamente agradecido a ese ministro, que se había mostrado capaz de reconocimiento, a diferencia de muchos otros políticos, pero eso no había sido todo: algunos días después, recibí una carta de una importante casa editorial que me invitaba a enviar una copia de mis poesías para una eventual publicación. Casi sin creer en ese hecho tan improbable (llegué a pensar que era una broma de alguien), de todos modos, lo hice y en poco menos de un par de semanas me llegó el contrato de publicación. Estaba exultante. Hablé con entusiasmo en la comisaría con D’Aiazzo y en ese momento supe por el comisario que el conocido propietario de esa editorial era Marradi. Mi aprecio por el ministro se puso por las nubes.
Sin embargo, Aristide Maria Barani no se había equivocado al juzgar a ese hombre: una década después, Marradi se reveló realmente como un «canalla ladrón», como le había gritado su fallido asesino en el aeropuerto: En 1967 había acabado en un escándalo político clamoroso, descubierto por la Magistratura, según el periódico político de la oposición L’Unità ,10 gracias a maniobras subrepticias de poderes económicos a los que había perjudicado. La oposición también aireó que antes había podido intrigar más veces, al haber sido un secretario de estado de larga trayectoria, que había participado, a la cabeza de los más variados departamentos, en casi todos los gobiernos de la república desde los de centro de los 50 hasta el gabinete de centro derecha de 1960, sostenido desde fuera por los neofascistas, y algunos de los sucesivos de centro que culminaron en 1963 con aquellos de centro izquierda. Es verdad que cada vez fue siendo más poderoso con el paso de los años. Al menos por sus últimas fechorías fue acusado ante el Parlamento, que tenía que reunirse en un pleno común, basándose en el artículo 96 de la Constitución Italiana en relación con los delitos cometidos por los miembros del gobierno: solo él, aunque la oposición manifestó sus sospechas de que los culpables habían sido muchos y «todos del área gubernativa». Antes de que la Cámara y el Senado concedieran la autorización para que la Magistratura procediera, Marradi había intentado huir al extranjero, pero, en su intento, había muerto en un accidente aéreo y esto había alimentado la grave sospecha de que hubiera sido asesinado por sus cómplices para que callara para siempre.
En 1968, la Italia de la hegemonía democristiana y luego la de la democristiana-socialista habían empezado a estar seriamente contestadas, se habían iniciado huelgas en cadena y había surgido el llamado Movimiento Estudiantil: para todos sus detractores, los gobiernos de centro izquierda no podían considerarse sino como siervos de los patrones y, en cuanto a los de centro derecha, incluidos los liberales, eran todos sencillamente fascistas. Las protestas provocarían un cambio formidable en las costumbres de la población, que hasta entonces seguían siendo sustancialmente las mismas de las décadas anteriores, basadas en fuertes valores morales cristianos, incluso, al menos en el fondo, en los ateos declarados.
Era en ese marco en el que se preparaba la aventura que estaba a punto de afrontar junto a mi amigo Vittorio, durante la cual aparecería, entre otros, también el nombre del difunto ministro Nuto Marradi.
D'Aiazzo era un hombre cincuentenario robusto, pero no alto, en torno al metro setenta y cinco. Mostraba una cabellera oscura y rizada todavía espesa, pero que, en 1969, empezaba a dejar paso a la calvicie en lo alto de la cabeza, como si fuera un atisbo de tonsura. Tal vez para equilibrar, desde hacía un tiempo se había dejado crecer la barba. Mi amigo Vittorio era un héroe de la resistencia contra los nazis: en 1943, siendo un muy joven comisario,11 fue uno de los combatientes durante la primera insurrección antialemana de Europa, los llamados Cuatro días de Nápoles,12 en los que su