Miré a mi alrededor, haciendo un balance de mi entorno. Era entre la hora de la comida y la cena, por lo que el restaurante normalmente lleno estaba casi vacío. Aparte de Cochran y yo, los únicos otros clientes eran dos mujeres sentadas a cuatro mesas de nosotros. Parecían jóvenes, probablemente recién salidas de la universidad. Estaban vestidas profesionalmente con trajes de pantalón y tacones, sonriendo y hablando animadamente. Apenas podía escuchar su charla, pero escuché lo suficiente como para saber que estaban discutiendo sobre política. Sacudí mi cabeza.
Nada de qué emocionarse, señoritas.
Los jóvenes siempre están muy ansiosos. Poco sabían, diez años en DC los endurecería. Perderían esa pelea, toda esa ambición esperanzadora que les hacía creer que podrían cambiar el mundo.
Eché un vistazo a Cochran. También las había notado, pero no las estaba mirando con cautela, como debería. No, en lugar de preocuparnos por las implicaciones de que nos vieran juntos o la posibilidad de que nuestra conversación fuera escuchada, este imbécil estaba ocupado revisándolas. La expresión de su rostro era demasiado familiar: estaba intentando deducir cuál quería empacarse primero.
Repugnante.
Tenía la edad suficiente para ser su abuelo.
"Ojos aquí", murmuré en voz baja. "Ese ojo asombrado es lo que te metió en problemas en primer lugar".
Cochran me miró con expresión estoica.
“Chico, no me des sermones. Puedo controlarme solo”, dijo él.
“Si eso fuera cierto, no estaríamos sentados aquí ahora mismo. Si bien no me importa particularmente por quién estés tomando Viagra, a tu esposa sí”.
Eso borró la sonrisa de su cara gorda y arrogante.
Robert Cochran no era nada para mirar, pero eso no le importaba a una prostituta de alto precio. Su dinero las tenía a todas compitiendo por su turno en el saco. Patricia, la esposa de Cochran, no era una mujer estúpida. Después de treinta años de soportar sus costumbres, ella finalmente había tenido suficiente y había contratado a un investigador privado. Cochran era descuidado, por lo que no fue necesario ningún tipo de habilidades de investigación estelares para descubrir lo qué había estado haciendo. En cuestión de días, el IP recolectó cientos de fotografías incriminatorias, que Patricia no tendría problemas para filtrar a la prensa si su esposo no pagaba. Por unos geniales cinco millones, ella le daría un divorcio tranquilo y el Partido Republicano evitaría un escándalo embarazoso. El problema era que Cochran no quería darle un solo centavo.
“Por eso quiero contratarlos a ti y a tu empresa para solucionar el problema", explicó Cochran. "Tu padre dijo que eras el mejor. Se jacta de que su hijo, Fitzgerald Quinn, es el Washington Fixer (Nota de la traductora: ‘fixer’, como se llama la compañía, significa ‘persona que arregla los problemas’). No puedo dejar que mi futura exesposa me arruine. Es una perra y sabe lo que está en juego. Es un año de elecciones y no podemos permitirnos perder un solo asiento”.
Lo miré con frialdad, sin importarme la forma en que hablaba de su esposa, la madre de sus dos hijos en edad universitaria. Por lo que sabía de Patricia, parecía una buena mujer. Ella había participado en la comunidad, promoviendo activamente un programa de alfabetización con las esposas de otros senadores de los EE. UU. A los ojos del público, parecía ser la esposa modelo de un funcionario electo. Si bien no sabía cómo era estar casado con ella, sabía que las apariencias lo eran todo. Por eso, también sabía que no había forma de darle un giro positivo a las indiscreciones de Cochran.
“Mi padre tiene razón, yo soy el mejor. ¿Pero no te dijo que no acepto clientes que engañan a sus esposas con putas? Lo siento, Senador, pero has llegado con el tipo equivocado”.
Me puse de pie para irme, pero Cochran me agarró del brazo.
“No me digas esa mierda”, dijo en un susurro. “Sé que has ayudado a tu padre a salir de algunos atascos en el pasado. ¡Baja de ese alto pedestal donde crees estar!”.
Casi me estremezco ante sus palabras, pero había estado en el negocio el tiempo suficiente para saber cómo mantener en su lugar mi cara de póker. Conocía los atascos a los que se refería, pero a quién estuviera follando mi padre, no le preocupaba a Cochran. Aparté mi brazo y me cepillé la manga como si estuviera apartando una mosca. Tomé mi cartera, arrojé una veintena sobre la mesa para pagar el gin tonic que había ordenado, pero que nunca bebí.
“Que tengas un buen día, senador Cochran”, le dije. Sin darle una segunda mirada, casualmente me alejé de la mesa. Estaba seguro de que el viejo estaba furioso, pero no miré hacia atrás y tomé un taxi.
“¿A dónde, señor?”, preguntó el taxista.
“East End”, le dije.
El conductor me llevó por el Potomac, pasó por los elaborados monumentos y entró en el corazón de la ciudad. Disminuyó la velocidad hasta detenerse cerca de la Casa Blanca para permitir que un grupo de turistas cruzara el paso peatonal para poder mirar boquiabierto el prístino exterior blanco. Había observado estas vistas innumerables veces, así que para mí, habían perdido algo de su brillo.
Aún así, siempre sentía que D.C. tenía una fuerza silenciosa, una fuerza que era un recordatorio constante de ser el hogar del asiento ejecutivo más poderoso del país. Con sus vastos monumentos, exuberantes jardines verdes, políticos y esperanzados aspirantes a querer llegar a ser candidatos, abarrotaban los cafés y las calles, Washington se sentaba orgullosa como la ciudad más digna de la nación. Conocía la ciudad de memoria. Si bien podía apreciar y comprender su pulso, también lo odiaba. Sí, había belleza, pero también había una crueldad subyacente que no podía ser igualada en ningún otro lado. Uno tenía que entender eso para sobrevivir aquí. Cualquiera que no lo hiciera eventualmente se convertiría en cebo para los tiburones.
Cuando nos acercamos a East End, le indiqué al conductor que se detuviera frente a mi edificio en la esquina de New Jersey Avenue NW. Pagué la tarifa y salí. Cruzando el pavimento en unos pocos pasos, empujé para pasar por las puertas dobles de vidrio y fui directamente a las oficinas de Quinn & Wilkshire en el séptimo piso.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, nuestro interior recientemente remodelado apareció a la vista. Una fuente se ubicaba en el centro de la sala de espera, emitiendo el sonido relajante del agua corriente a todas horas del día. Todo estaba impecable, incluido el mostrador de recepción de granito negro y los elegantes muebles de cuero. Los grises apagados, las cremas y los acentos de color burdeos le daban a la agencia de relaciones públicas un aire de confianza y poder, que coincidía con la de los muchos clientes que cruzaban nuestras puertas. Desde políticos hasta estrellas de cine y destacadas figuras del deporte; trabajábamos duro para promover a nuestros clientes, haciéndolos parecer exitosos, honestos, relevantes y lo más admirados posible.
Infortunadamente, la gente rara vez se acercaba a nosotros cuando las cosas iban bien. Nuestros clientes solían llamar a la puerta después de que la mierda golpeaba al ventilador. Variaba desde una actriz en ascenso que había sido atrapada por la cámara esnifando líneas de coca, hasta un atleta que podía haber celebrado demasiado y haber sido acusado por conducir bajo los efectos de estupefacientes. A pesar de lo que decía la gente acerca de que no existía la mala prensa, la realidad demostraba una y otra vez que no era cierto. La mala prensa nunca era buena. Nuestro trabajo consistía en sacarlos del foco negativo con una campaña positiva de relaciones públicas. Lo hacíamos y lo hacíamos bien.
Al acercarme a mi oficina, mi secretaria estaba allí para saludarme.
“Buenas