CORIFEO. –Te lo diré, aunque tenga que morir dos veces. Nunca podrás, mi dueña, tomar un hijo en tus brazos ni acercarlo a tu pecho.
CREUSA. –¡Ay de mí! Quiero morir.
Eurípides, Ion
Felisa era rara, pero no quise pensar mucho en eso. Tal vez, a su manera, solo era igual a las demás mujeres de servicio. La servidumbre siempre me pareció gente de otro mundo, por eso no me esforcé en entenderla. A mi marido le molestaba su risita inoportuna, no faltó amiga ni pariente que mencionara su mirada extraña, su meticulosidad para barrer las veces que sea necesario cierta área y volver a pasar el trapo mil veces por donde alguien caminó, ella no regañaba a nadie, pero su modo lo decía todo. Me gustaba que hablara solo lo preciso. Más de una vez me molestaron las mucamas que interrumpían mi trabajo con charlas. Preguntaban demasiado o, lo que es peor, opinaban sobre mi vida. En cambio, Felisa llegaba, trabajaba y se iba. Aunque cada tanto rompía el silencio su risita inmotivada que tanto estremecía al que la oyera.
En casa, no había trabajado nadie tan eficiente. Con ella me despreocupé de todo. Por primera vez no tuve que andar detrás del orden ni la limpieza. Ella era obsesivamente prolija. Solía pedirme nuevos productos de limpieza o elementos que yo jamás habría usado con tal de dejar la casa con una higiene de hospital. Yo le daba lo que pedía sin objeciones, aunque, a veces, me compadecía de verla trabajar más horas de lo debido. No paraba hasta obtener el resultado que buscaba. Pero no intervine porque esa era su elección. Además, suponía que si lo hacía, ella podría ofenderse y, tal vez, irse. Felisa era en exceso sensible con los olores, a veces hasta creí que se los inventaba. Poco a poco, me fui acomodando a la forma como tenía mi casa perfecta; mientras, el tedio de mi vida conyugal se hacía más pesado.
Cuando ella llegó a trabajar, Paco y yo llevábamos más de seis años de casados. Yo casi había perdido las esperanzas de tener hijos. Si nos amábamos o no, era algo que ni nos planteábamos. Cada uno se volcó por completo a su profesión. Manejábamos nuestros asuntos domésticos y finanzas en común con la organización de una empresa en sociedad. Hacia mí, él siempre conservó el respeto y la amabilidad. Avisaba si se iba a demorar, estaba pendiente de mi salud, se interesaba en mi trabajo, en mis amistades y mi familia. Me consultaba cada decisión pequeña o grande que debía tomar aunque no me incumbiese. Siempre agradeció lo que pude haber hecho por él, aunque no fuese gran cosa. Sin embargo, yo no controlaba uno que otro exabrupto o maltrato que él se empeñaba en ignorar. “¿Qué te importa! ¡Déjame en paz! Porque sí y punto. No te pregunté lo que pensabas”. Mi rencor fue creciendo a medida que lo sentía más lejos de la piel. Yo simplemente no podía ni quería comprender su inapetencia sexual. Me hubiese gustado decir que no tuve hijos porque no quise o porque soy estéril, pero simplemente no los tuve porque Paco y yo un maldito día dejamos de tener sexo.
Cuando me casé, Paco había sido mi única experiencia. Me maleducaron en un colegio de monjas en los años 70 donde nos remarcaron que el sexo no debía ser “por vicio ni por fornicio, sino por traerle a Dios un hijo a su servicio”. Mi madre murió cuando yo era muy pequeña y me crié entre tías chupacirios que de “eso” no hablaban más que para confirmar lo que me enseñaron en la escuela. Por lo tanto, creía que una vez a la semana, al mes o cada seis meses, según pasaba el tiempo, era lo normal en todo matrimonio. ¡Y que era mi culpa no quedar embarazada porque el cuerpo no me respondía!
No fue sino hasta que escuché las confidencias de amigas y compañeras de trabajo cuando deduje, sin que nadie se enterara, que mi vida íntima estaba lejos de ser normal. Me cansé de pedirle el divorcio a Paco. Él se negaba rotundamente; aseguraba que me amaba. No le creí. Tampoco me atreví a ser quien dejara esa vida con un portazo. Él era exitoso, culto y educado. ¿Por qué no creerle que ningún matrimonio se parece a otro y que cada pareja tiene su ritmo? Con el tiempo renuncié al ideal del matrimonio feliz. ¡No sería yo quien me condenase al estigma de mujer divorciada! A los ojos del mundo, Paco y yo fuimos dos buenos partidos que encajaron como piezas de rompecabezas. “Lástima que Dios no haya querido mandarles hijos. No se puede tener todo en esta vida”, comentaban por lo no tan bajo nuestros allegados.
Ese cómodo malestar se vio alterado una mañana, cuando Felisa llegó de la mano de un nene que apenas caminaba. Lindo mestizo de nuestros Andes, tenía unos grandes ojos negros que resaltaban en los cachetitos sonrosados. Había heredado el aire ausente de la madre. Salí de mi estupor con una voz lejana:
–Perdone la señora, pero no tuve con quién dejarle al Remigio. Mi hermana se enfermó. Y era traerlo o no venir a trabajar.
–No te preocupes, Felisa; mientras se acomode sin que interrumpa tu trabajo, por mí está bien.
–Este no da problemas, señora, vaya tranquila.
En todo el día no dejé de pensar en ese nenito hermoso cuya existencia yo había ignorado. Hacía más de un año que habíamos contratado a Felisa y nunca había mencionado que tenía un hijo. ¿Tendría otros? ¿Sería madre soltera? ¿Concubina? ¿Separada? Con suerte sabíamos su nombre y la zona donde vivía.
La escena de Felisa y Remigio en las mañanas se repitió cada vez con más frecuencia. Un día nos anunció que su hermana no se haría más cargo de él. Ni Paco ni yo pusimos ninguna objeción para que Remigio viniera a diario, pues no había causado molestias y, al igual que a la madre, rara vez se lo sentía.
Empecé a sentirme más cómoda en mi hogar. En lugar de quedarme a corregir exámenes en la universidad, los llevaba para hacerlo en casa. Por la tarde, disfrutaba de los programas culturales de Radio Concierto: de su ópera, su música clásica, semiclásica e instrumental.
A Paco le extrañó que yo ya no estuviese pendiente de él, preocupada por lo que podría necesitar ni tratando de encender una pasión que, tal vez, nunca existió. Hasta insinuó que sospechaba de un amante, mi indiferencia lo perturbó. “¡Al menos hubiese preferido que te ofendieras!”, me dijo inquiriendo una reacción. Mi silencioso ladeo de cabeza dio por terminada esa conversación absurda. Ni yo sabía qué había cambiado. Esa escena debió ser una pura formalidad de Paco, apegado como es a jugar el papel que corresponde. No tardó en volver a ser el mismo. Hacía tiempo que yo había dejado de indagar sobre nuestra situación. Por protegerme, más que por respeto, me abstuve de revisar sus bolsillos y billetera. Si Paco me era infiel, habría llevado el asunto con mucha reserva, porque, de no ser por la falta de sexo, él era el esposo ejemplar.
Felisa también estaba distinta, seguía silenciosa pero la ternura de la maternidad a mis ojos le había dado otro semblante o… tal vez era admiración… ¿Envidia? A pesar de sus respuestas cortantes y su evidente desinterés de entablar un diálogo, yo insistía en preguntarle cómo le sentaba a Remigio esta nueva rutina; en preocuparme por los dos. Le aumenté el sueldo sin que me lo pidiera; adopté la costumbre de comprar ropa, juguetes y golosinas para el nene. Ella no rechazó nada ni impidió que Remigio y yo estrecháramos nuestra amistad. Él me recibía en la puerta cuando yo llegaba del trabajo; había instalado en un rincón de mi estudio sus autitos; jugaba en silencio mientras yo trabajaba. A veces tomaba una siesta en mi sofá. Por las mañanas, su carita aplastada en la ventana era lo último que yo veía al sacar el auto del garaje. ¿Cómo se puede amar a alguien que no lleva tu sangre más allá de la vida y de la muerte?
Cierta tarde Remigio no me recibió. Lo busqué. Su madre estaba en el cuarto de planchar. Le pregunté por el nene, pero al parecer no me escuchó. Instintivamente fui a mi estudio y lo encontré con Paco jugando a gatas con los autitos en gran confianza y complicidad. En menos de tres segundos la escena me provocó ternura, rabia y la tristeza tan grande que llevaba aletargada adentro. Esa tarde no trabajé, me encerré a llorar en mi dormitorio… Maldije a Paco, a mí misma por no tener valor de acostarme con cualquiera que me hiciera un hijo. A Paco le deseé lo peor que se le puede desear a un ser humano. No sé cuánto tiempo pasó. Ya estaba oscuro. Felisa tocó la puerta y pidió permiso para entrar. Me limpié la cara como pude y le dije que pasara.
–Dime, Felisa, ¿todo bien?
–Sí, señora, usted perdone, pero este no se quiso ir sin despedir.