Las causas biológicas del enfermar no presentan dudas demasiado consistentes en cuanto al origen de los factores que hacen que una determinada enfermedad orgánica aparezca en un momento determinado de la vida. Y estas enfermedades pueden producir naturalmente cansancio, incapacidad para llevar una vida normal.
Pero lo más llamativo que hay que considerar es que esa sensación de cansancio, con idénticas características, aparece en personas que no tienen una enfermedad comprobable. Es decir, expresado de una manera burda: si esa persona muriera y se realizara un estudio exhaustivo de sus órganos, no se encontraría causa que justificara esa incapacidad subjetiva —y objetiva a la vez— de vivir con un sentimiento de energía suficiente para desarrollar una actividad normal. Los íntimos mecanismos de la interacción integral en el hombre de algunas funciones biológicas con otras de origen psicológico representan un reto de difícil investigación, aunque se puede comprobar por la alteración funcional del organismo. La persona que se frustra en su desarrollo integral por una dificultad de aceptación de sí misma ante los obstáculos habituales de la existencia desarrolla algo como respuesta que la inhibe, y expresa cansancio ante esa incapacidad de afrontamiento.
De dónde surge esa dificultad humana es una pregunta de respuesta difícil y compleja. Hemos mencionado la educación y las inequidades sociales. El modo en que las personas tejen su existencia no es igual en todos los estratos sociales, para bien y para mal. En general, puede observarse que cuanto más integrada esté la persona en los procesos naturales, cosa que se consigue mejor en el ambiente de la vida rural, menos dificultades tiene para vivir sin déficits percibidos. He oído decir literalmente a un pastor de trashumancia que dormía en un cobertizo aislado en el campo sobre un colchón en el suelo:
Mi mujer me dice que si lo llega a saber antes hubiéramos buscado un trabajo en la ciudad, pero esa no es la cuestión; la cuestión es si yo allí hubiera sido más feliz que aquí.
En cambio, la persona integrada en otros ambientes más complejos se plantea otros interrogantes, tiene otras exigencias, necesita vitalmente más cosas, más elementos que le satisfagan, se ve abocada a conseguir una autonomía que le aparta de lo más connatural al ser humano, y precisa explicarse las claves de su vivir. Esto, que históricamente nace con el desarrollo de las grandes urbes desde el nacimiento de la burguesía, viene acompañado por la aparición de sistemas de pensamiento racionalistas y materialistas que se separan de la naturaleza a la que el hombre pertenece. De la mano de estos sistemas de pensamiento se produce la evolución de la humanidad occidental hacia un alejamiento y fragmentación de lo que propiamente la explica integralmente. Ahora todos tenemos como característica propia el deseo de autonomía y la rebelión ante lo que sujeta o una dificultad para entender y asimilar la realidad, porque desde la limitación de nuestro pasillo metafórico en el que trascurre la existencia esta aceptación y sumisión a las circunstancias no es posible para algunos. Las consecuencias de este frustrante desajuste se expresan en el cuerpo, que nota esas dificultades en sus relaciones sociales, en la capacidad de expresar afecto verdadero en la vida familiar, en la exigencia desmesurada del trabajo, en la búsqueda particular de su irrenunciable destino y, sin querer, bloquea posibilidades de ser feliz. Surgen entonces las preguntas no contestadas, a lo mejor ni siquiera expresadas, que le llevan a hacerse su propio mundo separado en el afán de encontrar un consuelo. Las personas se sienten íntimamente mal, pero no saben por qué, y el cuerpo, que es lo que tenemos para mostrar nuestro interior al mundo, también se siente mal. Esas personas, en el límite de su tolerancia, piden ayuda. Cuando lo hacen están diciendo que se encuentran perdidas en su camino hacia la felicidad que todos exigimos connaturalmente. Lo que deseamos al final del pasillo es igual para todos según ofrece la experiencia propia y la trasmitida de los demás como anhelo vital. Pero, para muchos, como antes se ha dicho, la realidad falseada es la que cada uno se ofrece a sí mismo, porque la verdadera no es aceptable: ponemos nuestras condiciones para que se adecue a nuestros deseos, y, si no es así, es mala, injusta, provoca rechazo, un rechazo inútil porque lleva antes o después a la desesperanza de comprobar que nada va a cambiar ante nuestra exigencia. La desesperanza inmoviliza, paraliza, cansa, lleva a la inhibición.
Me pregunto siempre sobre lo que puedo hacer ante estas situaciones, cristalizadas durante años, si no es ayudar respetuosamente a que la persona que me pregunta considere qué le está pasando con sus circunstancias personales como desencadenantes, pero es difícil poner en juego esta aproximación porque no esperan nada del médico en ese sentido, sino que les explique por qué están cansados. Hay quienes lo creen saber, y les parece que tienen razón a pesar de todo, y la condición para resolver el dilema es replantear de nuevo el problema.
Eso era lo que le pasaba a S. cuando acudió a mi consulta después de unos años de deterioro íntimo que le había llevado al menosprecio de sí misma. Me llamó la atención la desmesurada ganancia de peso, el descuido de su aspecto externo respecto a lo que había observado cuatro años antes. En su juventud tenía un aspecto deslumbrante según hablaba por sí misma una fotografía que me enseñó. Había estudiado con éxito una carrera universitaria que no pudo elegir libremente y que nunca ejerció. Era una mujer diferente en su intimidad respecto a lo que expresaba exteriormente en cuanto a todos los detalles de su personalidad. Segura, alegre, cumplidora y adaptada socialmente por fuera, pero insegura, triste, inadaptada a las normas con las que la habían educado desde pequeña, y obligada a actuar ante sí misma y ante los demás según lo que le habían enseñado que era lo correcto. La realidad quedaba deformada por su educación, ella la interpretaba según claves que no correspondían a lo que vivía y que le llevaban a elegir mal. Después de nuestra entrevista, le pedí que me escribiera las circunstancias personales de su vida. Esta fue la carta:
De los 46 años que tengo, no sé decir cuántos he vivido con el corazón roto, pero con una gran sonrisa en la cara y una energía desbordante para todos, menos para mí. Siempre con la necesidad de aprobación de los demás y dispuesta a hacer los favores más peregrinos. Aparentemente, soy muy alegre y expansiva, de las personas que parece que se van a comer el mundo, pero por dentro soy tímida e introvertida. Desde pequeña he sido extremadamente observadora, sensible y creativa, pero, dejándome a un lado, he crecido como una persona responsable y cumplidora.
He tenido un padre extremadamente autoritario y exigente [el condicionante de su educación] que nos dio un nivel de vida privilegiado y tengo una madre maravillosa e increíble, aunque su carácter es algo pesimista y asustadizo [poco presente en la educación de S.]. Me siento orgullosa de ser hija de los dos, pero ya no los veo perfectos, como antes. [Este orgullo no es real, es algo impuesto por su educación normativa, porque, por ejemplo, cuando murió su padre a sus 19 años pensó: «¡Bueno, ya no tengo que ser arquitecto!». Esta era la opción a la que le conducía su padre y que ella no tenía fuerzas para negarse, o no se permitía ir en contra de las normas que desde siempre le habían impuesto. Confunde orgullo con amor filial, pero lo expresa mal. Y dice:] Creo que es ahora cuando estoy pasando el duelo por su muerte. [Más bien está siendo consciente de que el amor por su padre es más fuerte que los daños que ha sufrido.]
Mi adolescencia no fue rebelde. Fui una adolescente obediente por fuera pero rebelde por dentro. Una rebeldía a la que nunca di salida. [Esta rebeldía nace del empeño por vivir una realidad propia que cada persona descubre en un momento de la vida y que aparece naturalmente con toda su fuerza en la adolescencia.] He llorado mucho sola. Pero he dado pocos problemas. [La sumisión aquí está confundida con la obediencia, el respeto o el miedo al enfrentamiento.]
Nunca he tenido un trabajo que me haya gustado ni he podido desarrollar mi carrera profesional y pensar qué es lo que quería