Consideremos ahora las cinco variables más detalladamente.
I. El impulso de pudor puede despertarse sea por una situación predominantemente sexual o predominantemente social aunque, por supuesto, por lo general tanto el elemento sexual como el social están presentes en algún grado. Sin duda el elemento sexual es comúnmente el más importante de los dos y, por lo menos en las civilizaciones europeas, opera casi exclusivamente en el caso del pudor relacionado con la exposición del cuerpo desnudo (II). Pero las situaciones de pudor social, en las que en el mejor de los casos existe sólo una mezcla más o menos inconsciente de elementos sexuales, no son difíciles de encontrar. La mayoría de la gente ha sentido en alguna ocasión el embarazo de aparecer en una reunión social con un atuendo inapropiado, y el embarazo puede ser igualmente grande si nuestro atuendo es «superior» o «inferior» al de los demás. Un alejamiento relativamente pequeño del atuendo «correcto» para una ocasión particular como, por ejemplo, encontrarse vestido con esmoquin cuando la mayoría de los demás lleva un frac o viceversa, colocará a algunos hombres en una situación de extrema incomodidad y habrá pocos, si hay alguno, que escapen a esa desagradable sensación. La mayoría de la gente, en una situación así, mirará alrededor ansiosamente con la esperanza de descubrir otros con atuendos similares y se sentirá aliviada si la búsqueda es exitosa. Mucha gente sueña con relativa frecuencia (a menudo con mucha emoción) que está vestida inapropiadamente, sea por una combinación no convencional de prendas (por ejemplo, «bombín con traje de noche», por citar de algunos ejemplos que me han dado) o por lo inapropiado de un atuendo particular en una ocasión en particular (por ejemplo, «dar conferencias a líderes sindicales con traje de noche», «asistir a un baile con un traje de sastrería y un sombrero cloché»). Todas estas situaciones, sea que ocurran en la vida real o en sueños, demuestran de forma exquisita el sentimiento de vergüenza y culpa ligados a una apariencia o comportamiento distintos del de nuestros compañeros, a menos que tal diferencia sea manifiestamente de un tipo que suscite su envidia, admiración o aprobación (o, en raras ocasiones, nuestra propia aprobación). Sin embargo, dejemos la consideración pormenorizada de este importante asunto hasta que hablemos de la moda.
Entre los salvajes, las formas sociales del pudor a menudo requieren quitarse realmente las prendas como signo de respeto.1 En las sociedades primitivas, la desnudez relativa o absoluta es a menudo un signo de estatus social inferior, de servidumbre o de sumisión; tiende a darse allí una correspondencia positiva entre el rango social y la cantidad de prendas usadas. Al aproximarse a lugares sagrados o al hallarse ante la presencia de la realeza o de otras personas relevantes, normalmente uno se desprenderá de las prendas que lleva; ésta es una tendencia de la que quedan pocos vestigios en los pueblos civilizados (por ejemplo, quitarse el sombrero y, entre los musulmanes, quitarse los zapatos).
II. Este último punto nos lleva a la consideración de nuestra segunda variable. Entre los pueblos primitivos, quienes en su mayoría usan menos ropa que los civilizados, el pudor se refiere con menor frecuencia al cuerpo desnudo que entre nosotros. Sin embargo, por lo que respecta a la cultura occidental en sí misma, se observa que tuvo lugar un gran aumento del pudor en el momento del colapso de la civilización grecorromana. Este incremento —probablemente debido en su mayor parte a la influencia del cristianismo con sus tradiciones semíticas— sin duda fue reforzado por el atuendo y el punto de vista de los invasores del norte, que provenían de climas más fríos. El cristianismo sostuvo una oposición rigurosa entre el cuerpo y el alma, y sus enseñanzas predicaban que la atención dirigida al cuerpo era perjudicial para la salvación del alma. Una de las formas más fáciles de lograr apartar los pensamientos del cuerpo era el ocultarlo y, consecuentemente, cualquier tendencia a exhibir el cuerpo desnudo se convirtió en impúdica. Pero el aumento en la cantidad y la complicación de las prendas que trajo aparejada esta tendencia, proporcionó por sí mismo la posibilidad de una nueva irrupción de las necesidades exhibicionistas así reprimidas. El interés en el cuerpo desnudo se desplazó, en alguna medida, a la ropa, de manera que, a su vez, se necesitó un nuevo esfuerzo de pudor para combatir esta flamante manifestación de las tendencias a las cuales se oponía el pudor. Así se llegó a que la desaprobación, por parte de la autoridad eclesiástica, de la fastuosidad o la extravagancia en el vestir se expresara casi tan vigorosamente como la desaprobación del culto al cuerpo en sí. De ahí la doble dirección del pudor que se indica en el diagrama por el doble paso de ii. Tomando ejemplos reales de la historia moderna, nos encontramos, por un lado, con denuncias por hombros, pechos y brazos desnudos (los brazos desnudos eran «considerados con horror y disgusto» en la época de Enrique VIII),2 por la exigüidad general del atuendo que caracterizó las postrimerías del siglo xviii y los primeros años del siglo xix, y por la exposición de las piernas de hoy en día que, por lo menos en Italia, ha sido condenada tanto por el gobierno como por la religión.3 Por otro lado, hemos oído denuncias igualmente fogosas contra los zapatos puntiagudos, los tocados altos y las colas largas, y se ha sostenido que la mera posesión de numerosas prendas era un peligro espiritual; por lo menos una mujer, se nos ha dicho, fue llevada al Infierno por el demonio porque «tenía diez vestidos distintos y otros tantos abrigos».4 (Uno se imagina qué severos castigos estarían reservados para el duque de Buckingham, el amigo de Jaime I, que tenía 1.625 trajes, y para la emperatriz Isabel de Rusia, que tenía 8.700 vestidos).5
Debemos cuidarnos de exagerar la influencia de estas diatribas morales por parte de la Iglesia, que probablemente no fueran más efectivas que los sermones sobre otros muchos asuntos. Sin embargo, cualquiera que sea la causa, está suficientemente claro que, en la historia del vestido europeo, ha habido sucesivas olas de pudor que condenaron lo que una generación anterior había tolerado tanto con respecto a la exposición del cuerpo como a la confección de la ropa. Así, nosotros mismos tendemos a considerar como impúdicas tanto la exposición de los senos, característica de mediados del siglo xix, como la acentuación de las nalgas, implícita en los polisones de un período posterior. Los puritanos desaprobaban también tanto la exposición real de la parte superior del cuerpo como el refinamiento del vestido en sí que caracterizaba a la sociedad real en la época de los Estuardo.
Ya que la innovación de cualquier tipo (que es, de suyo, en lo que se refiere a la vestimenta, una forma de exhibición) puede despertar no sólo curiosidad sino también pudor, el cubrirse una parte del cuerpo que habitualmente había estado descubierta puede en sí mismo despertar sentimientos de vergüenza. Así, se afirma que las mujeres salvajes que acostumbran a estar desnudas pueden sentirse tímidas y avergonzadas si una parte de su cuerpo se cubre de pronto. Y nuestras propias jovencitas experimentaron el año pasado sentimientos similares, cuando se encontraron ataviadas por primera vez en su vida con vestidos (de noche) que les ocultaban las piernas. Es como si el impulso de pudor hubiera penetrado todo disfraz y advertido el elemento erótico que constituye un factor esencial en todos los esfuerzos de encubrimiento corporal.
Un caso que, a primera vista, parece presentar alguna dificultad para nuestra clasificación es el que ocurre cuando el pudor se dirige no tanto contra el cuerpo desnudo en sí, sino contra alguna prenda muy ajustada y ceñida que revela la forma del cuerpo, sin exhibir realmente su superficie. Ejemplos de este tipo son las apretadas calzas de los hombres del siglo xvi, las modas femeninas de la década de 1890 y las medias de las mujeres de hoy en día. Reflexionando un poco, está claro, sin embargo, que la objeción en estos casos no se dirige contra las prendas en sí mismas, sino más bien contra la exhibición de la forma natural que permiten estas prendas. El pudor no protesta contra su esplendor, magnificencia o carácter grotesco, sino más bien a causa de su exigüidad y de la falta de forma independiente como prendas, ya que, de hecho, son poco más que pieles artificiales. En todos estos casos es indudable que el pudor se dirige realmente contra la exhibición escasamente velada del cuerpo en sí y no contra la forma desplazada de esta tendencia que se manifiesta a través de la ropa.
III. Nuestra tercera variable concierne a la dependencia del pudor con respecto a motivos psicológicos, originados en la propia persona y en los otros, respectivamente. Por supuesto, y en cierto sentido, toda conducta pudorosa (como toda otra conducta) debe depender directamente de factores psicológicos personales; pero en algunos casos estos factores pueden ser no