Trilogía del norte. Vanesa Cotroneo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Vanesa Cotroneo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874116390
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infantiles en el lago San Roque, y volver con veinticinco años a la niñez le pareció una obra del enamoramiento. Antes, ella creía que con Hernán conformaban una sustancia equiparable a la culminación de ambas vidas. Soñaba con amor eterno, como en las películas o en las religiones. Con el tiempo, descubrió que esa magia del lago San Roque tenía una condición de fugacidad. Hernán era bueno, bastante diplomático. Era justamente lo que ella necesitaba. Esta vez, había elegido la seguridad, la tranquilidad de una relación estable. Prefirió saltearse la fase de enamoramiento, y solo hizo un recorrido veloz.

      Todo empezó en el micro. Luna iba sentada en el tercer asiento, y más adelante iban Santiago y Hernán, dos estudiantes de fotografía. A su vez, mi asiento estaba justo detrás del de Luna, con lo cual, fui testigo del comienzo de todo. Me entusiasma contarlo; es como hablar de cosmogonías, de creaciones, mitos de origen. Y ya lo digo, quedó registrado en la foto. La alemana que estaba a mi lado no hablaba más de dos palabras en español. Su forma de introducirse al mundo hispanoparlante fue “Hi, Luzie. ¿Todo bien?” y yo le contesté: “Hola, soy Antonella. Sí, todo bien, ¿y vos?”, pero solo recibí su gentil sonrisa, sin palabras ni más indicios de interacción. Luego, Luzie se puso a mirar por la ventanilla y yo fijé mi vista en el respaldo del asiento de adelante, hasta que este se reclinó y prácticamente quedó sobre mí. Soy alta y mis piernas son muy largas; si fuera de menor tamaño, el asiento no me tocaría, pero lo hizo. Me asomé hacia el pasillo en dirección a la persona que iba adelante y le dije:

      –Uh, me mataste.

      Luna y yo nos entendimos enseguida; sin decir nada, ella levantó su asiento. Noté que el asiento que estaba a su lado estaba libre y le pregunté si podía ocuparlo. Ella se acomodó un poco y puso su bolso de mano sobre su falda. Al levantarme, Luzie me dirigió una mirada que parecía decir: Te marchas porque no sé español y no puedo hablar contigo mientras avanzaba por el pasillo un sujeto de manos finas, masculinas aunque delicadas, que me ofreció un caramelo.

      –No, gracias.

      Le habría parecido confianzuda por cambiarme de asiento y creyó que iba a aceptar el caramelo de un desconocido… yo no le acepto caramelos a cualquiera, y mucho menos a un pibe que, evidentemente, lo hace de levante. Los hombres se creen que una, porque está sola, va a aceptar todo lo que le propongan. Mi ex era igual. Convivimos cinco años, y cada vez que ofrecía algo, había que decirle que sí. Yo le decía que sí porque era mi novio y lo quería, además, y porque tampoco me gusta pelear y contradecir a la gente. Lo sé, algunos me dicen que ese es mi defecto.

      Una tiene que enseñarles a los demás a que no la tomen por boluda. Eso quiere decir que una no puede darles a los demás la posibilidad de que se abusen. Si hoy acepto un caramelo de un desconocido, aunque sea de una marca renombrada, el otro creerá que voy a aceptar cualquier cosa. Así es, siempre hay alguien que hace extensivas las observaciones y piensa: Si aceptó el caramelo de este modo, seguramente aceptará cualquier oferta en unas horas y en lo sucesivo, como pensaría mi ex. El “sí a todo” empezó cuando me subí a su auto por primera vez. Íbamos a bailar con amigas después de un cumpleaños y, tras haber tomado bastante alcohol en la reunión, decidimos visitar los bares de Palermo. Esperábamos un taxi en la avenida Libertador… y no venía. De pronto, pasó un auto importado que se detuvo frente a nosotras. Iban dos chicos, y el acompañante nos invitó a subir. Todas entre risitas, pero Maura, la más extrovertida del grupo comentó que íbamos para el Soho. El punto es que subimos al auto, conducido por quien luego sería mi ex. El acompañante era su hermano menor, quien solo quería sonreírnos y hacerse el canchero frente a nosotras, seducir, agradar. Mi ex nos preguntó nuestros nombres, conectó su pen drive al auto y luego dijo:

      –Antonella, ¿te gusta Pink Floyd?

      Asentí, pero la verdad es que no sabía nada de ese grupo y nunca había escuchado por mi cuenta un tema suyo… y se notó.

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