usada y ella se enfrentaba a un final de mes catastrófico que la venta de las bragas podía enderezar. Nadie se las compró pero desaparecieron misteriosamente para consternación de su propietaria, que pasó el resto de la noche registrando la casa e increpando a todo el mundo con un acento inglés que iba en aumento conforme se emborrachaba. Yo sé que las bragas acabaron en el bolso de una de las invitadas más formales y serias que han desfilado por aquí, probablemente la única que nunca bebió otra cosa que no fueran refrescos ni tomó, que yo sepa, ningún otro estimulante. Empinaban el codo de lo lindo y los que no empinaban el codo, fumaban marihuana para no tener la sensación, que sin duda habría sido trágica dadas las circunstancias, de estar fuera de lugar. Beodos o emporrados, se iban contagiando la risa como si fuera un virus. Algunas carcajadas daban la sensación de ir a prolongarse por toda la eternidad; cesaban unos instantes, como para que no se produjeran muertes por asfixia, y alguien soltaba una burrada que volvía a desatar la hilaridad general. En suma: me convertí en el piso más juerguista en millas a la redonda. Ni los gitanos que vivían en el bloque gemelo superaban aquello por más que se dieran al cante jondo hasta horas indecentes. Ellos serían todo un clásico del jolgorio, pero a nosotros nadie podía negarnos que éramos más alocados, gamberros y vanguardistas y, encima, teníamos coartada intelectual, pues las conversaciones eran de altísima calidad hasta que el exceso de alcohol imponía el delirio.