El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: J. Leyva
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418212192
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target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_dd5ffaf0-a535-54d8-972a-074345b5d6db">1 - Hecho en China

      El impresor toca el ukelele en un grupo que se junta de noche en un garaje, los muchachos se aplican hasta que la aurora les besa las ingles o el sueño acude a rescatarlos.

      El perito toma las huellas dactilares de la chica embarazada que se acaba de tirar del puente, llena eres de gracia susurra el sacerdote desplazado en patinete.

      El crupier besa la propina que el perdedor de la ruleta le arroja a la cara, el fulano se aleja dando puntapiés a la ruina —cree que es una oca husmeándole las nalgas.

      Transeúntes en sillas de ruedas se congregan para sacarse la lengua, improvisan gestos de intolerancia largos como velos de novia equis-equis-ele.

      El bombero suspendido de empleo y sueldo cavila en clave de tango, no sabe qué hacer con la amante que ha incendiado la pastelería para que a él no le falte trabajo.

      Por la megafonía se aconseja echar a correr sujetando fuerte la bebida para que no se derrame, los que además bailan un trompo se afanan en acrobáticas euforias.

      El todoterreno de las 13,30 reparte fotos de cadáveres sin identificar, es preciso evacuarlos de los hospitales confundidos con agradables hoteles.

      El gimoteo de las sirenas reclama paso libre a las ambulancias frigoríficas que trasladan a los quemados de la estufa anclada a la bombona de butano rellenada con gasolina.

      Ejecutivos con maletines negros se miran con odio asesino, la doble escalera mecánica no es lo bastante rápida para evitar el impacto de los escupitajos mentales.

      Los que todos los días comen se mofan de los que no comen ni una vez al día —no comprenden su inapetencia ni ese extravagante desafío a las leyes de Newton.

      El infierno urbanita está al final del celestial principio unidos ambos por los horrores del sórdido limbo.

      La versatilidad de la jaula no se parece a nada conocido, si en lugar de barrotes lleva espinos ya está resuelto el hábitat de los refugiados.

      En el salón de tiro al blanco se dispara contra la muerte —blanco deleznable pese a su aspecto de gran señora—, por lo que hay que disponer de sustitutos voluntarios que se la juegan por un día fuera de la celda.

      Ni son mascotas ni pían o cabalgan, ni ensucian la acera, la hierba o las alfombras, tampoco nadan, saltan ni cabriolean —estos humanos de compañía están bien enseñados y pueden ir teledirigidos al supermercado.

      Transeúntes empingorotados pasan de largo a grandes zancadas por el puente elevado, la parsimonia ha costado a más de uno el veni vidi vici.

      Rubén dice que antes de una hora tiene que abonar el soborno de la quincena, si no lo hace le cortarán el dedo que le queda.

      Simeón dice que piensa hacer caso a todos los vendedores de electrodomésticos —lo han convencido, no piensa desairarlos.

      Leví dice que en su apartamento viven cuatro desconocidos y un perro de presa que se alimenta de salmón ahumado.

      Judá dice que no tiene por qué envejecer si esto es lo que más lo exaspera, acaso podría asumir la senectud si solo durara un rato.

      Dan dice que piensa organizar una fiesta para que los parados del barrio confraternicen, no es justo que disfruten del maldito azar solos y en el mayor anonimato.

      Neftalí dice que le duelen los embriones por tanto tiempo apalancado en el taburete —ya no llueve y el brote de ébola parece controlado.

      Gar dice que el miedo a perderse aglutina rebaños urbanitas donde los que caen se notan menos.

      Aser dice que las mujeres de celuloide seducen a espectadores solitarios que se devanan el sexo.

      Isacar dice que más de una vez pisa las pisadas de su oscura sombra en la acera de enfrente.

      Zabulón dice que le encandila una canoa que huye sin nadie remando, a saber en qué remolino místico se ha ahogado el náufrago.

      Dina dice que las ratas nos adoran desde antes de inventarse el queso, historiadores hay que las culpan de roer el maderamen del Arca de Noé.

      José dice que ha visto robar un cabaré con todas las chicas dentro y Toulouse Lautrec dormido.

      Benjamín dice que la división en dos del planeta dejará en medio a los pobres, a la intemperie, colgados de sus harapos, con el culo al aire.

      Transeúntes deprimidos celebran el Día del Orgullo Melancólico, la mayoría con la cabeza un poco más hundida entre las ingles.

      Mechones de pelo trenzados engalanan los barrotes que aíslan los altares de desesperanzados fieles, el rezo continuo tiene algo de travieso folclore digno de figurar entre las sinfonías discotequeras.

      Debajo del maquillaje el payaso de circo solo lleva la calavera desnuda, por la tarde se calza un samovar y trabaja de asistente con un urólogo.

      En el internado se habilita una suite para cuando lo visiten los inspectores —se suspenden las actividades taciturnas, los hornos no dan abasto a tantos panes esmerilados, manitas de cerdo, alitas de pollo al curry.

      El mancebo sustrae una píldora de cada envase y sella el frasco con baba, la saliva de las cucarachas termina por sellar estrías aún rebeldes.

      La foto sobre la repisa muestra al abuelo condecorado firmes ante la bandera, las mondas de naranja a sus pies explican el lustre de las botas.

      El todoterreno reparte cloro para piscinas, monederos, chuzos, regazos, pintalabios, rulos, bragas, conejos disecados, suero de leche, cartapacios para archivarlo todo.

      Los rayos de sol se encienden y se apagan según disponga la madre abadesa, las penumbras que se adueñan del convento propician abismales arrobamientos al fulgor de las velas.

      En el viejo baúl se pudren el vestido de novia, las flores secas de aquel aciago día, los zapatos acharolados dos números más pequeños, la arcaica escafandra que lució el contrayente.

      Una oreja inalámbrica escucha y graba lo que traman los presos encamados en sus literas, fabulosos planes de evasión que los escuchas convierten en guiones cinematográficos, chistes televisivos.

      El cocinero raspa la piel chamuscada del besugo pegada a la llanda —es mejor perder el tiempo en tareas infructuosas que inventarse remedios caseros.

      El atropellado al que daban por muerto se prepara un sándwich vegetal en la cocina, es la primera vez que lo mata un inválido motorizado sin fuerzas para bostezar siquiera.

      Flota un vaho rancio en las calles sin lluvia hacendosa ni hojas otoñales que sirvan de coartada al viento para barrerlas, las flores del papel pintado se agostan envejecidas sin proponerse otra temporada.

      El miedo anquilosa las ingles, las ingles retroceden hasta los pies, los pies se vuelven gachas, ¿qué es sino una mujer acosada saliéndose del mapa mientras el mundo es testigo pasivo?

      Los tenistas de piel blanca y los tenistas de piel negra ya se han puesto de acuerdo, el juez de silla será siempre entreverado.

      En las cavernas otra vez de moda lo primero que aprenden los cavernícolas es a subirse y bajarse la cremallera tras evacuar en la montaña de los ocho mil metros de excrementos ambientando el paisaje.

      Rubén dice que las cosas son como son porque no son auténticas cosas —hoy se falsifica hasta lo ya falsificado.

      Simeón dice que se ha dejado la corona de espinas en el paragüero de la oficina.

      Leví dice que ya es proeza madrugar todos