Aunque esta vez la comparación parezca traída de los pelos, ahora me acuerdo de Teresa, otra mujer a la que también le consagré unos cuantos años. Teresa de Ávila, la santa marrana, la Doctora de la Iglesia que ocultaba bajo el manto a un abuelo judío, la que construyó catorce conventos “sin blanca”, como ella misma confesaba, esto es, en argentino, sin un peso. Teresa, con Milagro, se habría entendido de maravilla, y las dos, con Evita. En todo, virtudes y defectos, ¿acaso la Madre Superiora no caminaba como la dirigente indígena, revoleando los hombros, acaso no desafió a la Inquisición tal como Milagro desafió a ese poder que se la tiene jurada? Con más diplomacia, eso sí. A Teresa en la astucia se le notaba lo marrano, Milagro es “calentona” –se lo digo y lo acepta muerta de risa– y, testaruda, no da el brazo a torcer.
–Néstor me dice que vaya a hablar con el ministro de Obras Públicas. Llego y no está. Me atiende un gordo enorme que me dice: “¿Qué querés, negrita?”. Yo: “Néstor me prometió 600 casas”. “No sé, no puedo, dejame pensar”. “Al Perro Santillán bien que se las dieron, las 600”. (El Perro, ese otro dirigente jujeño al que Milagro le quitó el papel principal, dejándolo como figura secundaria, cosa que nunca perdonó). “No seas chusma”, me dice el gordo. “Bueno, ¿me vas a dar o no? Si no, me voy”. Y me fui. Ya estaba en el aeropuerto cuando suena el teléfono. Néstor. “¿Qué pasó? Venite a Olivos”. “Nada de Olivos, no voy a perder mi boleto de vuelta”. “Yo te lo retribuyo”. Fui, él me volvió a prometer lo que me había dicho y me volví a Jujuy para armar las cooperativas.
“Imposible juntarlas antes de dos meses”, me explican. Pero yo no puedo esperar, tiene que ser ahora, ya. Raúl trabajaba en las cooperativas del Banco Credicoop (un banco solidario que pertenece al Partido Comunista). En unos días consigo las cincuenta cooperativas, viajo de nuevo a Buenos Aires con una caja enorme llena de papeles, falta algo, lo hago, lo fotocopio. Y así empezamos.
Bruscamente se va. Me ha dicho lo que tenía ganas de decir, ahora pasa a otra cosa. Es urgente que vaya a hablar con alguien a quien tampoco le dedicará más de algunos minutos, ella tiene que ir picoteando de grupo en grupo, no aguanta estar de a dos, siempre de a muchos. Aun a riesgo de cansar, me veo obligada a repetir “Evita”, esa gitana, esa bohemia acostumbrada a vivir en tribu que tampoco soportó nunca la soledad.
Mientras espero al Diablo en la puerta de la cárcel –pese a su sobrenombre, Iván es un muchacho tranquilo, nada diabólico, alicaído pero fervoroso, un tupaquero de alma obligado a hacer changas como chofer “por no venderse a Morales” como lo hicieron otros–, me quedo pensando en Kirchner, en su percepción, en su olfato. La crisis de 2001 que él logró resolver, por lo menos en parte, al asumir la presidencia en 2003, llenó los barrios pobres de infinitas Milagros. Ella estuvo lejos de ser la única: durante mi recorrido por “el país de los cartoneros” conocí a varias. Lorena Pastoriza, Alicia Duarte, mujeres cacicas que construyeron centros comunitarios y culturales donde se dictan talleres de poesía, de teatro, todo junto a la basura y por encima de la basura. ¿Entonces por qué Kirchner se quedó con Milagro, cómo la descubrió cuando recién comenzaba, a sus escasos cuarenta años, qué advirtió en la “negrita” para que decidiera darle tamaño apoyo?
Para abreviar, y porque la célebre grieta nos conduce a eliminar sutilezas y a aceptar la polarización como una fatalidad argentina, suelo declarar que nunca fui kirchnerista. En realidad, sí, al principio, justamente en la época a la que se refiere Milagro, cuando Néstor apareció de repente con su idea de la transversalidad, una línea, decía, que recorriera en forma oblicua varias tendencias, varios partidos, incluyendo al radical, ese mismo al que pertenece nuestro Gerardo Morales. Qué alivio, pensamos muchos, ¿entonces la verticalidad del peronismo era capaz de reclinarse un poco, a la manera de la escritura barroca, distinta de la clásica porque no avanza en línea recta sino torcida, creadoramente torcida; y esa actitud abarcadora, unificadora, era posible en nuestro país? El sueño duró lo que duran los sueños. Ya antes de su muerte, a la de Kirchner me refiero, el kirchnerismo iba retomando la posición vertical, volviendo a la tradicional división en blanco o negro, sin grises, e impidiendo esas diferencias de opinión que tampoco entre los antikirchneristas viscerales se estilan mucho, ¿aunque acaso en la Argentina existe algo que no transite por las entrañas? Hay una samba que define al Brasil como “un país tropical”, podrían componer algún tanguito que describiera a la Argentina como un “país visceral”, ¿no te parece, Diablo?
No, esto no se lo estoy diciendo al conductor del autito, sentada en el asiento trasero (en próximos viajes me ubicaré a su lado, para charlar mejor y para que no lo acusen de trabajo ilegal), pero lo pienso tan fuerte que a lo mejor me oye. Sobre todo porque él conoce esa palabra, “verticalidad”, que a Milagro sus críticos le aplican y que personalmente no utilizo para ennegrecer el cuadro, sino para enriquecerlo con algunos matices.
La revolución del Horno de Barro
Una mujer es más fuerte de lo que se cree, agarrar una pala para hacer la mezcla no es más pesado que cargar un bebé.
Dos mujeres de la Tupac Amaru a las que se les enseñó a construir sus propias casas, en el barrio de Monterrico.
Durante nuestra charla de saltimbanquis, Milagro mencionó otro punto que verificaré al día siguiente, cuando me encuentre con mi primera tupaquera. A saber, que durante su entrevista con Néstor Kirchner, en aquel día histórico, ella le había dicho: “El arma revolucionaria con la que nosotros contamos es el Horno de Barro”.
Por su tono he comprendido que esas palabras van con mayúscula. Los tupaqueros escriben Copa de Leche, con una gran Ce y una gran Ele, este Horno me suena todavía más importante.
María Molina viene al hotel, un hotelito lleno de pibes mochileros donde mi propia mochilita no asombra a nadie (mis años, probablemente, sí). Es una hermosa criolla, alta, grandota. La invito a comer locro y a tomar vino al restorán de al lado.
–Yo tenía dieciocho años cuando empecé a trabajar con ella, en el ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) –cuenta María pescando los trocitos de carne sumergidos en ese caldo espeso, picante, entre zapallo y maíz–. Estaba en una escuela, pero de contratada, no en planta permanente, entonces lo voy a ver a Nando Acosta, que es un sindicalista importante que me presenta a Milagro. Yo ya la había visto en marchas y conversamos, “hay que salir a la calle –me decía–, hacerse escuchar”. Ella después viajó a Cuba y volvió con el proyecto de los merenderos, las Copas de Leche. Milagro siempre pensaba cómo ver por los demás, los que trabajan en negro. “Pero además de pelear por los puestos de trabajo hay que sacar a los muchachos del alcohol, de la droga”, me decía. La idea se le ocurrió al entrar al rancho de mis padres en Villa Belgrano. Ahí se le hizo la luz. Éramos diez hermanos, papá no trabajaba, mamá iba a lavar y planchar en casas, nosotros desde chicos íbamos al monte a juntar leña con un carrito