—Es algo muy simple –me dirigí a Giotto, sin ofrecerle la justificación directamente a Andrew–. Tengo una idea muy buena y no quiero que se distribuya fuera de este despacho. Sé que no tenemos espías, ¡por Dios!, jamás. Pero uno nunca sabe. Luego me la roban o eligen a otro a ponerla en marcha. Soy cuidadoso. Tengo cuarenta y dos años y de esos casi más de la mitad he ejercido como periodista a veces y otras como fotógrafo. Sé que no soy malo en lo que hago, pero no he topado con suerte. Hay muchos Henry escribiendo artículos en periódicos de todo el mundo y nadie sabe quiénes son. Por primera vez en mi vida puedo hacer algo diferente y sé que tú estarás contento con el resultado.
—Es un riesgo –dijo Giotto–. Jamás nadie me ha dicho que sus preguntas a una personalidad pública son un secreto, ¿verdad, Andrew?
—Que yo sepa es la primera vez que un periodista tiene esa preceptiva con un hecho de envergadura. Nos podría comprometer a todos. Debemos saber qué le preguntarás a Carter, si es que lo encuentras.
—Son preguntas que nadie le hará, por supuesto. Sé ya lo que la mala prensa está esperando preguntarle, que por qué no hizo nada para salvar el bebé, que si él es un hombre insensible… sandeces y sensiblerías que muchos acogerán para linchar al pobre. Yo tengo otro cuestionario.
—No descreo en tu capacidad –dijo Giotto–. Y creo que por esta vez te mereces una licencia. Consultaré con los accionistas sobre esa entrevista para ver cómo nos va. Yo estoy interesado.
Salí de la oficina del jefe con Andrew y me ubiqué en mi cubículo de la sala de redacción. Algunos periodistas comentaban el Pulitzer dado a Carter y ya se estaban escuchando algunas opiniones que me parecían predecibles. En realidad, ya yo sabía lo que iba a ocurrir con la fotografía. Andrew, que trabajaba dos cubículos más adelante, se me sentó al lado, y me tocó un hombro:
—Te deseo suerte –me dijo en tono hipocritón–. Sé que hace mucho persigues algo grande.
—No me vengas con eso. Te has burlado de mi proyecto en la oficina del jefe.
—Me pareció al principio un poco chalado, pero entiendo ahora que puede ser efectivo. Solo que no saber las preguntas que le harás a Carter me deja dudando. ¿Cómo sabremos que no será más de lo mismo?
—Es algo que he pensado bien. Anoche di no sé cuántas vueltas por mi cuarto. Incluso Leonore, la viejecita que desea una entrevista porque fue la edecán de Greta Garbo, me escuchó y me dijo que no tenía buen semblante esta mañana. Ese semblante es de quien vela porque sabe que ha visto algo que los demás no ven.
—Hablas como un delirante. Y escúchame, me interesa esa viejecita… Si no quieres entrevistarla yo puedo hacerlo. Greta siempre vivirá en la memoria de esta ciudad. Y se sabe poco de ella. ¿Quién más puede conocerle detalles de su intimidad que una edecán?
—Dice que la invitó a sentarse a la mesa y le contó algunas cosas. Es lo que Leonore quiere comentarme. Pero estoy pensando en entrevistarla yo, viejo. Es algo que por ahora debe esperar.
—¿Conque tiburón, eh? –dijo levantándose de la silla–. No importa, sobra dónde escarbar en Manhattan, y tal vez no te den el permiso para ir a Sudáfrica a entrevistar a ese Carter, que debe estar temblando ahora como un conejo. No quisiera estar en sus zapatos.
—¿Y por qué no?
—Por algo muy simple: reveló algo que nadie quería ver y que todo el mundo tiene en el silencio de ese sótano sombrío y hediondo que se llama mala conciencia. Lo van a despedazar.
Los días pasaron luego de la noticia del otorgamiento del Pulitzer a Kevin Carter y yo esperé con impaciencia la decisión de Giotto. Sucedió también lo que yo esperaba: la opinión pública, que en grueso puede resultar muy moralista, incluso obscenamente moralista, se sintió abofeteada no por el niño desnutrido que tenía un estado que reflejaba ya la capitulación, sino por el buitre que había a sus espaldas. Recuerdo perfectamente los comentarios en los telenoticiarios y las opiniones de los transeúntes que interpelaban los periodistas acerca de la impresión que les causaba la fotografía de Carter. Yo iba recortando tales noticias cuando salían en los diarios y escribía en mi libreta esas opiniones de la gente de todo el país que podían ser consideradas voces del buen ciudadano. Uno sabe que el “buen ciudadano” es solo un membrete y que en el fondo cada quien piensa de un modo bastante sorprendente. A todo el mundo le espanta apartarse de esa norma de rectitud que promueve la sociedad. Recuerdo cuando Tom Gralish ganó el Pulitzer en 1986 por aquella foto de un indigente sentado en una caja de cartón mientras comía. Detrás de él, quedó plasmada una ciudad fría e indolora. Recuerdo también lo que dijo la gente acerca de la pobreza y de los ancianos que quedaban solos en las calles. Todo el mundo de pronto tenía un gran corazón y muchas preocupaciones sobre las personas sin hogar. El sentimiento duró solo tres días.
Pero nada es tan necesario como sentirse bueno. El psicópata que escondió el cuerpo de su víctima en un bosque ayuda en la investigación y forma parte del grupo de rastreadores. No lo hace para despistar o eludir a la policía. Lo hace porque también quiere ser bueno como esas buenas personas que se suman a la búsqueda y descartar en parte que él mismo haya cometido nada indebido. Así es la mente.
Hervía en mi sangre mi nuevo proyecto periodístico y debía armarme de paciencia. Después de mi última entrevista con Giotto estuve en vilo. Iba al periódico y me sentaba en mi escritorio a redactar algunas noticias acerca de las improntas del alcalde Rudolph Giuliani, que había empezado a ganar notoriedad por sus intentos de reducir el crimen en la ciudad de Nueva York. Hasta ahora se estaba a la espera de sus efectos mesiánicos que luego acabarían por despertar algunas investigaciones en las que me vi involucrado como reportero del New York Chronicle. Me encontraba ansioso, molesto y sensible. Me topaba a Giotto en los pasillos o en el baño de hombres y le preguntaba cómo iba mi gestión para cubrir la entrevista a Carter. Sus respuestas no era muy concretas: “Por cierto, tengo ese asunto entre mis prioridades, este jueves lo expongo a los accionistas”. Nunca creí que Giotto necesitara apelar al criterio de los tres o cuatro accionistas del periódico para aprobar mi investigación en Sudáfrica, porque Giotto tomaba decisiones casi siempre autónomas. Los accionistas eran ciudadanos cabales con algún interés en la información y en que esta fuera útil a una ciudad que se había vuelto demasiado insegura y peligrosa. Nuestra tarea era presentarle al lector las pruebas de que los políticos debían hacer algo. Giuliani llegó con ese afán de erradicar el crimen, como un enardecido Batman, pero también se acrecentó el abuso policíaco con los años. Es decir, trabajo siempre íbamos a tener en cualquier dirección.
Llegaba a mi departamento y mientras me alistaba un café desplegaba la fotografía de Carter sobre la mesa. Las preguntas que le iba a hacer las fijaba como un chinche alrededor de la fotografía para que se fueran haciendo parte de mí mismo. No quería omitir nada si llegaba a ocurrir que el New York Chronicle me enviaba a Sudáfrica. En cierta forma estaba poseído por la fotografía de Carter o por la envidia. No podía saberlo en ese momento. Estaba lejos de considerar lo que realmente me ocurría. Mi exposición del proyecto a Giotto parecía dirigirse a hacerse de una oportunidad, pero esa era la mampara, la excusa. ¿Qué era lo que realmente quería yo?
Cuando me cansaba de ver la fotografía encendía el tele, me ponía a ver noticias que me eran indiferentes. Tenía libros que esperaba leer y que no los abría porque me sentía intranquilo. Y nunca he podido leer cuando me siento con algún desasosiego. Prefiero cerrar los ojos y escuchar las voces que salen de la televisión. Por ese entonces, no tenía ninguna novia. Me había enojado con Sharon una vez más, pero sabía que pronto estaríamos juntos de nuevo, haciéndonos la vida imposible. Ella era la encargada de una galería de arte moderno y le encantaba llevarme siempre la contraria, incluso en temas en que yo podría tener razón. Nos peleábamos y nos apartábamos por un tiempo. Quizás por el tiempo en que cada uno lograba alimentarse de otras cosas que no fueran nuestros malentendidos.
Tampoco tenía amigos. Quizás solo Wilson, que había ido conmigo a la misma universidad y con quien