«–¿Cómo lo llamamos? –se preguntan sus camaradas, mientras uno, dos,quince, treinta, le dan patadas y cachetadas en el suelo. Pablo de Rokha, todavía un infante Carlos Díaz de Loyola, patea, muerde y responde.
–Eres valiente –le dice el cabecilla.
–¿Cómo lo llamamos? –repite el coro de abusadores.
–Es tu bautismo, no te enojes, son nuestras bromas –y dirigiéndose a todos los muchachos, palabra por palabra, añade–: el Amigo Piedra».
Peor que el acoso juvenil es el régimen carcelario al que tiene que habituarse. A las cinco de la mañana, debe estar en pie, con un frío terrible y padeciendo hambre a todas horas. «Agua muy turbiosa de leche amarga y plan blanducho y mojado»; «bisteque seco y duro como zapato de soldado, claveteado», recordará. Otra vez el frío, el insomnio, la masturbación culpable, los profesores canallas y Dios, Dios, detrás de todas las puertas. Pese al tormento que representó el paso por las aulas del seminario, fueron aquellos años de soledad, introspección y dudas cruciales para que el autor desarrollara otro tipo de amor en su vida: la literatura. El poeta se aísla en los textos de Blake, Rimbaud, Lautréamont, Whitman, Nietzsche, la tragedia clásica de los griegos y la Biblia. «Abandono la pólvora, la escopeta, el morral, la tabaquera, el puñal, el cocaví y me lleno de libros, emborrachándome en desorden desarticulado de páginas y páginas y la colección de monedas de mi padre y mi madre va a naufragar a la melosidad del español que comercia La Ilustración Artística y esos libros bellos, encuadernados en pellejo de becerro joven, con grandes láminas. Para el verano, los caballos y el libro de invierno».
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