Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417731991
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pero la señora condesa apareció en ese preciso momento en el comedor y reclamó su atención. Fineta se asustó mucho y se quedó mirándola muy pálida sin saber qué decir, para su sorpresa ella la reconoció de inmediato.

      —¡Fineta! ¿Qué haces aquí hija? ¿Vienes a buscar a tu madre?

      —Sí señora, he venido a ayudarla —confesó.

      —¡Pero qué niña tan buena, qué suerte tiene Tomasa contigo! —comentó con extraña excitación.

      A Vicenta le embargó una súbita emoción y se arrancó a llorar de repente volviéndose hacia el resto de mujeres que la acompañaban. Tras una pesarosa escena en la que todas empezaron a rodearla sin saber bien qué decir para consolarla, Fineta se despidió de ellas cortésmente como mejor supo y volvió rápidamente a la cocina donde ya la esperaba su madre para dejarla al cargo de algunas tareas. No pasó mucho tiempo antes de que la Urraca volviera a pasear sus narices por allí con una nueva interrupción.

      —¿Qué pasa con esos aperitivos? Los señores se están impacientando.

      —Ya va, ya va —respondió su madre.

      —El niño está llorando en la sala y molesta a las señoras. Haced el favor de ir a sofocarlo de inmediato —añadió ella con su irritante tono habitual.

      Tomasa resopló una vez más.

      —Tranquila madre, ya voy yo —le dijo Fineta.

      El salón efectivamente se había ido llenando de gente, pero seguían sin prestar la menor atención a la criatura.

      —¿Cómo no vas a llorar pequeñín? —le dijo—. Ven aquí, anda.

      Esta vez Fineta, alentada por el caluroso recibimiento que le había dedicado la condesa, empezó a moverse con más confianza. Incluso le pareció que todo el mundo encontraba perfectamente normal que ella anduviera pululando por allí. El niño se había puesto de pie, y agarrado a los barrotes de la cuna imploraba un poco de atención. Al contrario de lo que insinuaba la insensible Urraca, el hijo de los condes no era ninguna molestia. Era de naturaleza tranquilo y alegre y cambió de inmediato las lágrimas por una sonrisa cuando Fineta lo cogió y empezó a hacerle monerías.

      —Ahora no podemos jugar —le susurró al cabo de poco tiempo mientras le pedía insistentemente más diversión.

      En lugar de agitarle más, Fineta juzgó más oportuno cantarle en voz baja el estribillo de una nana, una antigua canción valenciana que su madre les cantaba a ella y a sus hermanos.

      —Nona noneta, noneta nona, la mare li canta per que ell s’adorga. El meu xic té soneta, la mare li cantará, ell fará una dormideta desde hui hasta demá.

      Sorprendentemente le funcionó, el niño parecía mucho más tranquilo y aprovechó ese momento para volver a dejarlo en la cuna y regresar de nuevo a la cocina. Ardía en deseos de contarle a su madre lo que acababa de pasar, pero ella estaba demasiado ocupada como para hacerle caso. Tenía ya preparado el servicio que le había pedido llevar don Pedro cuando providencialmente entró Pasqual por la otra puerta, tan despreocupado y altanero como siempre.

      —Pasqual, hazme el favor, sirve tú a los señores que están en la sala esperando. Yo voy a ver si se les ofrece algo a las señoras.

      —¿Has visto cómo viene hoy tu madre? ¡No hace más que mandar desde buena mañana!

      —¡Pero qué poco tino tiene este hombre por Dios! Anda ve y no me hagas hablar... —le replicó Tomasa mientras apartaba del fuego una enorme cazuela con arroz caldoso que hervía con fuerza.

      —¡Tomasaa! ¿Dónde está ese aperitivo? —gritaba Carmina mientras bajaba las escaleras.

      Pasqual salió presto entonces con lo que tenía preparado para llevarles, les fue sirviendo vino o licores según sus preferencias y les sacó un aperitivo con aceitunas, frutos secos, pastas y albóndigas. Los hombres discutían airadamente sobre sus negocios, relacionados con el mundo de la seda. A todos les encantaba presumir de lo bien que les iba, pero era evidente que los protagonistas eran los nuevos talleres que había adquirido el conde en los últimos años, cuya producción y prestigio estaban alcanzando cotas inimaginables. Sin embargo, la irrupción del conde de Cardona desplazó totalmente hacia él el centro de atención. Era una personalidad muy influyente y de creciente notoriedad en todo el Reino de Valencia.

      —Pedro, mi buen amigo, cuánto lamento que nos tengamos que ver en estas terribles circunstancias —le dijo al conde de la Espuña mientras le daba un entrañable abrazo.

      El conde de Cardona era un viejo amigo de don Pedro, se habían conocido en su pasado común militar en la corte del emperador austríaco, y fue precisamente él una de las personas que más había influido en el monarca para que le concediera un título a su regreso de la guerra. De hecho, el renacer del condado de Cardona fue alumbrado en la corte de Viena de igual forma que el de la Espuña.

      —¿Me ha parecido oír que hablabais de la excelente factura de sus tejidos? Señores, no escatimen en halagos, he oído que tenéis un encargo del mismísimo rey —dijo el conde de Cardona entrando de lleno en la conversación.

      —Es cierto, su majestad nos ha encargado unas telas para un fabuloso vestido de la reina —contestó don Pedro con orgullo—. He de decir que su diseño es uno de los secretos mejor guardados de España.

      Varios enarcaron las cejas al escuchar el comentario al tiempo que sorbían sus copas de vino, su suegro Paco se quedó totalmente impresionado.

      —En fin, ¿qué se dice de la corte de Madrid, tú que te prodigas mucho últimamente por allí? —le preguntó don Pedro al conde de Cardona cambiando de tema.

      —Pues lo de siempre, que el rey es muy bueno y noble pero muy simple y lo manejan unos y otros, ya sabéis.

      —Cuéntanos, ¿de dónde soplan los vientos ahora? —preguntó Marcos, el primogénito de los Barona, interesándose en la conversación.

      —El que hace y deshace es el conde de Oropesa, se dice que el pobre infeliz está intentando poner orden en la economía y la hacienda real, aunque dudo que pueda hacer mucho. Entretanto a la reina francesa le achacan que no pueda engendrar herederos y han puesto el asunto en manos de autoridades eclesiásticas para ver si se “alumbra” el milagro.

      Esto último lo soltó con algo de mofa y todos se rieron de buena gana. Las miserias de aquel rey inútil e inválido eran la comidilla de todo el reino.

      Alrededor de la una y media de la tarde los comensales estaban ya dispuestos en sus asientos y empezaron a desfilar las bandejas con capón asado y embutidos que iban a degustarse como primer plato para abrir el apetito. Después seguirían con un tradicional arroz caldoso con pato, legumbres y verduras que llevaba bullendo en el fuego toda la mañana.

      Pero ni siquiera cuando sacó la última cazuela de la lumbre Tomasa pudo descansar, aquello no había hecho nada más que empezar. Los cacharros sucios se habían ido amontonando durante la mañana, y empezaba a llegar de vuelta la vajilla que ya había sido utilizada. Fineta nunca hubiera imaginado que el trabajo de su madre fuera tan terrible, a ella empezaban a dolerle ya todos los huesos y llevaba allí apenas unas horas a un ritmo mucho menor. Por supuesto no había tiempo para comer, para eso tenían que esperar a tener todo el trabajo terminado.

      —¡Cuidado con esos platos! —le gritó de súbito su madre poniendo el grito en el cielo—. ¿Sabes lo que pasaría si se rompiera uno solo de ellos?

      Fineta se quedó quieta y muy pálida y no dijo nada, no quería ni imaginárselo.

      —Yo solo quería ayudar.

      —Deja eso que me vas a matar del disgusto. Mira, hazme este favor, acércate al comedor y vigila que no le falte de nada al hijo de los condes, solo nos faltaba que empezara otra vez a llorar.

      Fineta no opuso problema alguno a escabullirse de nuevo, le entusiasmaba la idea de poder asistir de cerca a la importante comida que ofrecían los condes con tantos invitados de excepción.