El jardín de la codicia. José Manuel Aspas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Manuel Aspas
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412225600
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llegado a cumplir los dos años. Todos habían muerto. En su mundo era normal ese índice de fallecimientos en niños de esas edades. Era como tener que habituarse a morir varias veces, siempre entre terribles y desgarradores dolores. Esa tristeza, por muy común que fuese, se reflejaba en los rostros, en las miradas y en los silencios.

      Sus padres murieron siendo ellos muy jóvenes. Les dejaron todo lo que tenían a partes iguales. Hassan se quedó en su tierra. Enseguida destacó con el contrabando, consiguiendo dinero rápido. Ibrahim le insistía que emigraran a Europa, que el futuro no estaba en esta tierra. No le hizo caso. Ibrahim se marchó a Francia, invirtió el poco dinero de que disponía en estudiar y terminó la carrera de bellas artes. Ahora daba clases en una universidad y era un reconocido restaurador de obras de arte antiguas. Jamás aceptó la ayuda económica de su hermano. Se hizo a sí mismo. Y un día, cuando Hassan creía que su hermano se avergonzaba de su forma de vida y detestaba que amasara su fortuna traficando con drogas, se presentó ante él para presentarle a su mujer y a sus dos hijas, para decirle que su familia era también la suya, que todos los días pensaba en él, que lo amaba profundamente y lo echaba en falta. Que necesitaba, como antaño sus ancestros en una tradición milenaria, su bendición de hermano mayor. Decirle que estaba orgulloso de él.

      Hassan se había convertido en un ser impasible ante las desgracias humanas. Tomaba decisiones que significaban la muerte de otros hombres y ganaba su dinero traficando con la peste.

      Ese día se sintió humano y envidió a Ibrahim. Tenía todo lo que un hombre puede desear y más, pero era un pobre viviendo en una gran jaula de oro. Su hermano era afortunado, tenía lo que necesitaba, trabajaba en lo que realmente le gustaba y una familia que lo quería. Era más que rico. Era libre.

      Lo abrazó y le pidió perdón. Fue uno de los pocos días en muchos años que fue feliz

      Más tarde le mandó una carta diciéndole que por su propia seguridad, era mejor que no se viesen. Que nadie supiese que eran hermanos. Obligó a Ibrahim a cambiar su apellido, alegando que de no hacerlo su familia podría en un futuro, correr riesgos por el mero hecho de ser su hermano. Él, por su parte, se había preocupado en ocultar a todos su existencia. Uno de sus hombres de confianza, cada cierto tiempo y siempre de forma muy discreta, lo mantenía informado de todo lo referente a Ibraim y su familia, pero no pasaba un día sin incluirlo en sus oraciones.

      Habían pasado seis años. Seis largos años.

      El crio tenía doce años, pero se movía como un adulto por la favela Jacarezinho. Se dirigía a casa de un amigo donde le iban a dar ropa usada. Para acortar distancias, pasó por en medio de un descampado. Lo conocía bien; al otro lado tendría que saltar una tapia, pero no era obstáculo para él. Era ágil como una gacela. Llegó a la empalizada, que tendría una altura de unos tres metros. No era la primera vez que la saltaba; conocía dónde se encontraban los agujeros para poder introducir los dedos y escalarla. Se encaramó a lo alto de la valla sin esfuerzo. Al otro lado, un camino de tierra.

      El hombre que se encontraba dentro de la furgoneta lo venía siguiendo desde al menos tres manzanas atrás. Sus ojos saltones incrustados en una cara ancha y excesivamente mofletuda lo seguía con la mirada de un depredador que observa una débil presa. Cuando vio que el chaval cruzaba por el descampado, aceleró. Él también conocía el lugar.

      Cuando el chico se disponía a saltar desde encima del muro, vio aproximarse una furgoneta oscura por el camino. Decidió esperar a que pasase antes de saltar. El vehículo circulaba despacio. Cuando vio que pasaba, saltó. En esa fracción de segundo en la que caía, supo que algo iba mal. Tenía doce años, pero era listo, muy listo. La furgoneta frenó en seco. Mientras él caía, las puertas traseras se abrieron bruscamente. No sabía quiénes eran, pero su instinto le decía que huyese. Al tocar el suelo, rodó con agilidad y se incorporó con rapidez. Empezaba a correr cuando sintió un calambrazo en la espalda, como si un rayo lo hubiese alcanzado. Le dispararon con una pistola eléctrica. Se desplomó sacudido por fuertes espasmos. Cuando cesaron, sintió como lo alzaban y lo introducían en la parte trasera del vehículo. No podía resistirse, se encontraba totalmente paralizado y aturdido. Casi no podía abrir los ojos, escuchó el golpe al cerrarse las puertas y a varias personas que hablaban entre ellas, pero no comprendía lo que decían. Sintió que le subían la manga de la camisa de su brazo derecho y a continuación un pinchazo. Quería gritar, pero no le salía ningún sonido. El pánico se apoderó de él, su cuerpo no le respondía. Se perdió en una pesadilla y luego en la oscuridad.

      El vehículo se puso en marcha. El hombre que lo conducía miró a la parte trasera de la furgoneta: sus dos esbirros cumplían con su cometido según lo establecido. El poderoso sedante tendría un efecto en un cuerpo de ese peso de unas seis horas. Una vez el chico estuvo sedado, lo pusieron en una especie de litera que se encontraba en un lateral y lo sujetaron con fuertes correas y una cinta de embalaje en la boca. Una vez que el joven se encontraba totalmente inmovilizado y sin posibilidad de gritar, los dos hombres se sentaron en el lateral contrario, sacaron unos cigarrillos y le ofrecieron uno al conductor. Mientras fumaban, la furgoneta se incorporó al tráfico y se alejó del lugar.

      Después de un trayecto de una hora, la furgoneta paró en las proximidades de una favela de la zona norte de Río de Janeiro. El conductor pasó por el espacio donde anteriormente estaba el asiento del copiloto a la parte trasera del vehículo. En su día retiró ese asiento para poder acceder sin necesidad de salir al exterior. Además, el hombre necesitaba más espacio que otros. Por su altura de un metro sesenta y los ciento quince kilos que pesaba, le conferían el aspecto de un barrilete con patas. Los cristales traseros estaban tratados para que no se viera su interior. Miró al chico que se encontraba profundamente dormido. Sacó dos sobres del bolsillo y le entregó uno a cada uno de los dos hombres.

      —Lo pactado. Podéis contarlo.

      —No hace falta, nos fiamos —contestó uno de ellos.

      —Os repito lo de siempre. El que abra la boca, lo mato. La próxima vez que os necesite, sé como localizaros. Soy muy generoso por el trabajo que hacéis, pero ese dinero también cubre vuestro silencio total. ¿Me habéis entendido?

      —Claro.

      —No te preocupes, ni mi mujer sabe lo que hago —contestaron con evidente temor. Ambos conocían el mote del gordo y la historia por el que le pusieron ese apodo.

      —Mejor. Vivirá más tiempo. Ahora a vuestros quehaceres, que tengo trabajo.

      Los dos hombres pasaron entre el cuerpo del gordo y la camilla, tenían que salir por la puerta del copiloto. Al pasar los dos miraron al niño y tuvieron el mismo pensamiento. Desconocían el destino del chaval, pero era evidente que no era bueno. No les importaba, vivían en un mundo sin escrúpulos, de bestias, y lo único que importaba era el sobre que guardaban en sus bolsillos.

      El gordo comprobó la cinta que cubría la boca del niño. Le aseguraron que no despertaría antes de seis horas, pero era mejor ser previsor. Si despertaba, su primer acto sería gritar, y cuando se tiene realmente pánico, se puede gritar muy fuerte. Pero tampoco podía permitir que se ahogara, su verdadero valor era seguir vivo. También comprobó las correas, no se fiaba mucho de esos cabrones. La verdad es que no se fiaba nada en absoluto. Cuando estuvo seguro de que todo estaba correcto, pasó a la parte delantera con evidente esfuerzo, soltando maldiciones, y se puso al volante. Cada vez le costaba más moverse.

      Arrancó y se marchó.

      —Jefe, la monja pregunta por usted —le dijeron por el teléfono interno. Arturo miró el reloj. Disponía de diez minutos antes de tener que marcharse.

      —Dile que suba. —Se preguntó qué querría esta vez.

      Al momento, la puerta se abrió y la monja entró con su habitual altanería.

      —¡Buenos días! ¿Cómo se encuentra hoy, señor Do Silva?

      —De momento, muy bien. Siéntese, por favor.

      Cecilia tomó asiento. Arturo tardó unos segundos en darse cuenta del cambio en la apariencia de ella. Sonreía.

      —La encuentro muy contenta esta mañana.

      —Y