El jardín de la codicia. José Manuel Aspas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Manuel Aspas
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412225600
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volvió a marcar el número de su primo. Como en los dos días anteriores, saltó el buzón de voz. Buscó entre unos papeles y encontró una ajada libreta. En su pueblo natal no todos tenían teléfono y sus padres tampoco. Localizó el número de teléfono de su abuela. Lo marcó y tras tres timbrazos contestó una voz de mujer, cansada y dulce en árabe.

      —¿Dígame? —contestó la anciana.

      —Abuela, soy Sufur.

      Al otro extremo de la línea un gritó de alegría.

      —¡Qué alegría oírte! Dime, ¿cómo te encuentras, hijo?

      —Estoy bien, abuela. ¿Cómo estáis todos en casa?

      —Muy tristes.

      Se le aceleró el pulsó.

      —Ha muerto toda la familia de tu primo Omar. Ha sido un terrible accidente.

      Sufur colgó. ¿Un accidente? Todos sabían y comprendían lo que había ocurrido. Todos se beneficiaban de trabajar para Mustafá Hasan y asumían los riesgos. Nada estaba escrito, no existían contratos de trabajo, nada era legal desde un prisma europeo. En su tierra, pocos sabían leer o escribir. Los pactos se cerraban con un solo apretón de manos, y la letra pequeña del contrato se expresaba a través de los ojos. Todo estaba implícito en las miradas, lo que se esperaba y a lo que se comprometían, no habían engaños ni falsedades. Con Mustafá se comprometía toda la familia. Nada salía en los telediarios ni en la prensa. De una forma soterrada, como la brisa del desierto, todos sabrían que Salín había robado. Había roto el compromiso adquirido, defraudado a todos y era el culpable de las consecuencias. Comprendió lo que su abuela le había dicho. Un accidente.

      Si la familia de Salín estaba muerta, él mismo lo estaría pronto si no espabilaba. Conocerían de su existencia y pronto llamarían a su puerta, estaba seguro. Corrió a la habitación. Estaba recogiendo algo de ropa cuando se asomó a la ventana que daba a la calle por la que se accedía al patio. Una furgoneta oscura paró justo frente a su portal. Bajaron cuatro hombres, mientras otro permanecía sentado al volante. De los cuatro que descendieron del vehículo, uno de ellos se situó en la acera frente a la entrada y los otros tres subieron.

      Ya no tenía tiempo. Cogió del cajón una bandolera donde guardaba el dinero y una pistola automática. Salió corriendo de su casa, cerró la puerta y subió un tramo de escaleras. Vivía en el tercero y había estudiado previamente una ruta de escape. Justo cuando llegaba al cuarto, la puerta del ascensor se abrió en el tercero. Salieron dos de ellos mientras el tercer hombre subía el último tramo de escaleras. Se aproximaron a la puerta. Dos se ocultaron de la mirilla, mientras otro tocaba el timbre. El de su izquierda sacó una escopeta de cañón corto y el otro una pistola. Sufur subió en silencio al quinto piso, tenía la llave de la puerta que daba acceso a la terraza. Había subido en varias ocasiones y sabía que podría huir saltando a otras terrazas colindantes.

      Volvieron a llamar al timbre. Al no haber respuesta, el que llamaba sacó unas ganzúas y se dispuso a abrir la puerta con ellas mientras los otros dos se encontraban en total alerta. Le costó treinta segundos forzar la cerradura y entrar. Al mismo tiempo Sufur salía a la terraza, cerró la puerta y con la llave desde fuera, puso el pestillo. Saltaría dos terrazas, forzaría la cerradura y por la escalera bajaría al garaje y podría salir por la calle trasera. Lo tenía todo estudiado.

      Cuando terminó de cerrar se giró y se encontró de frente, a menos de un metro, con un hombre de unos cuarenta años, de un metro ochenta aproximadamente. En un primer momento parecía delgado, pero inmediatamente observó que era de constitución fibrosa, como los corredores de fondo. De pelo moreno, un rostro agraciado, con una sonrisa que en estos momentos era sarcástica, con ojos oscuros y fríos sin una pizca de compasión antes de morir, intentó sacar la pistola del bolsillo. Pero el hombre se movió con una rapidez inusitada, deslizó todo su cuerpo aproximándose a Sufur y su brazo derecho salió disparado cómo si dispusiera de un resorte. El cuchillo de doble hoja penetró horizontalmente entre las costillas a la altura del corazón. Una vez dentro el asesino movió su muñeca y el arma rotó como una llave dentro del cuerpo. Murió instantáneamente. Sacó el arma del cuerpo y limpió la hoja en las prendas de Sufur. Llamó a los que se encontraban en el piso y les dio instrucciones. Cogió la bolsa con el dinero y se marchó.

      Vicente recibió la llamada por teléfono del Comisario. Sabía que se les terminaba el tiempo.

      —Dígame jefe.

      —Necesito que os ocupéis de un asesinato cometido en una azotea. ¿Cómo lleváis el tema de Alberto Poncel?

      —Pues han aparecido unos datos curiosos que nos gustaría comentar con usted.

      —Vale. Ocupaos del fiambre de la azotea y esta tarde nos reunimos en mi despacho para comentar las novedades.

      —¿Se han presentado ya los cargos contra él? —preguntó Vicente.

      —Se están recibiendo los últimos informes de los peritos. Pero el fiscal lo tiene claro.

      —Bien. Esta tarde nos vemos.

      Cuando los inspectores llegaron al lugar encontraron el clásico caos que acontece a un crimen: en doble fila, varios vehículos policiales y de los equipos técnicos. Pararon detrás de estos. Un agente en el portal los miró mientras se aproximaban a él y se identificaron.

      —Están en la terraza —les informó el agente.

      —Gracias.

      Subieron al último piso, el quinto. Luego, un pequeño tramo de escaleras y salieron a la terraza. El cuerpo se encontraba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Había sangrado de tal manera que todo su pecho y el suelo alrededor del cuerpo estaban teñidos de rojo. Dos agentes tomaban muestras alrededor del cadáver. El fotógrafo y el forense parecían haber terminado su trabajo.

      Un agente de uniforme se acercó a ellos, llevando una pequeña libreta en la cual venía anotando algo. Vicente lo reconoció, habían coincidido en otras intervenciones. «Tiene futuro», pensó Vicente.

      —Señores inspectores, buenos días.

      —Buenos días. ¿Eres Agramunt, verdad?

      El agente levantó la vista, complacido por que el inspector recordase su nombre, algo inusual. Los inspectores de homicidios solían adoptar una actitud prepotente con los de uniforme y tendían a menospreciar las indagaciones preliminares que realizaban. Con el inspector Zafra era todo lo contrario. En comentarios con otros compañeros coincidían en que Zafra no solo escuchaba al agente que había llegado en primer lugar al escenario del suceso sino que también solía preguntarles detalles de ese primer acto de presencia.

      —Sí señor. Tomas Agramunt.

      —¿Qué tenemos?

      —Lo encontró hace aproximadamente una hora una vecina que subió a tender. Llevaba encima documentación a nombre de Sufur Kalan, marroquí. Lo ha identificado la propia vecina. Dice que vive solo en la puerta número doce, en el tercer piso. Le he preguntado si la puerta de la terraza suele estar abierta y asegura que estaba cerrada con llave. Mientras el compañero permanecía aquí he bajado al tercero. No contesta nadie en la puerta doce, pero ha salido la vecina del rellano y asegura que hace aproximadamente dos horas, tres hombres, después de llamar al timbre, han abierto la puerta y han entrado. La clásica cotilla que mira por la mirilla. Pero de lo que está segura es de que eran tres hombres y han entrado. La puerta no parece forzada pero por si acaso, un compañero permanece en el rellano.

      —¿Dónde tenemos a la vecina que lo ha encontrado? —preguntó el inspector.

      —La vecina cotilla le ha preparado una tila y están las dos en su casa. Les he pedido que no salgan porque he supuesto que usted querría hablar con ellas. Están en la puerta catorce.

      —Estupendo.

      —¡Inspectores! —les llamó un técnico que se encontraba junto al cadáver. Ambos se acercaron—. Lleva una pistola en el bolsillo derecho de la cazadora.

      —Dámela