Nikola Tesla. Margaret Cheney. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Margaret Cheney
Издательство: Bookwire
Серия: Noema
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788415427285
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del ejército o la iglesia a lo largo de generaciones; a su vez, las hijas se habían casado con militares o clérigos.

      Aunque en un primer momento Milutin había ingresado en la academia de oficiales del ejército, hubo de abandonarla por indisciplina, para abrazar a continuación la carrera eclesiástica. Desde su punto de vista, ése era el futuro deseable para sus hijos Dane (o Daniel) y Nikola. En cuanto a sus hijas, Milka, Angelina y Marica, el reverendo Tesla confiaba en que Dios en su providencial sabiduría permitiese que casaran con hombres de iglesia, como él.

      No era fácil la vida de las mujeres yugoslavas: en ellas recaían las tareas agrícolas más ingratas, y tenían que sacar adelante a sus hijos ocupándose, además, de la familia y de las labores domésticas. Tesla solía decir que de su madre había heredado la memoria fotográfica y la inventiva, lamentando que le hubiera tocado vivir en un país y en unas circunstancias en que tales cualidades no se apreciaban en una mujer. Su madre había sido la mayor de una familia de siete hijos; al quedar ciega la abuela del inventor, hubo de ocuparse de todo, sin tiempo, pues, para ir a la escuela; sin embargo, o quizá por esa misma razón, había desarrollado una memoria prodigiosa, que le permitía recitar al pie de la letra repertorios completos de poesía europea, tanto la clásica de su pueblo como de otros países.

      Tras contraer matrimonio, sus cinco hijos no tardaron en llegar. El mayor fue Daniel; Nikola, el cuarto. Como el reverendo Milutin Tesla escribía poemas en sus ratos libres, el muchacho creció en un hogar donde hasta el lenguaje diario era cadencioso, y las citas bíblicas o poéticas tan naturales como asar mazorcas de maíz sobre brasas de carbón vegetal en verano.

      De joven, Nikola se dio también a la poesía. Más adelante, se llevaría consigo algunos poemas a Estados Unidos, si bien nunca consintió en publicarlos: los consideraba demasiado íntimos. De mayor, en veladas informales, le encantaba sorprender a personas a quienes acababa de conocer recitándoles poemas de su país de origen (en inglés, francés, alemán o italiano). Aunque muy de vez en cuando, siguió escribiendo versos durante toda su vida.

      Desde muy joven apuntaba maneras de genio como inventor. A los cinco años, construyó una rueda hidráulica que poco tenía que ver con las que había observado en el campo: lisa y carente de paletas, giraba al paso del agua como las demás. Algo que, sin duda, habría de recordar más adelante cuando diseñó su genial turbina sin aspas.

      Otros experimentos, sin embargo, no tuvieron tanto éxito. En una ocasión, se encaramó al tejado de la cuadra, blandiendo el paraguas familiar y dejando que lo hinchase la fresca brisa que llegaba de las montañas, hasta que, en un momento dado, se sintió tan liviano y tan mareado que pensó que podía volar: se precipitó al suelo, perdió el sentido y su madre tuvo que acostarlo.

      Tampoco podría afirmarse que su motor accionado por dieciséis escarabajos fuera un éxito incontestable. Consistía en un artilugio hecho de astillas colocadas en forma de aspas de molino, con un eje y una polea sujetos a unos escarabajos verdes. Cuando los insectos, pegados entre sí, batieran los élitros a la desesperada como era previsible, el ingenio estaría en condiciones de elevarse por el aire. Tal línea de investigación quedó aparcada para siempre, en cuanto apareció un amiguito al que le gustaban los escarabajos verdes y que al ver un tarro repleto comenzó a llevárselos a la boca. El jovencísimo inventor acabó vomitando.

      Se dedicó a continuación a desmontar y ensamblar de nuevo los relojes de su abuelo. Andando el tiempo, recordaría lo poco que le había durado aquella afición: “Siempre concluía con éxito la primera operación, pero no solía atinar en la segunda”. Treinta años habrían de pasar antes de que volviese a hincarle el diente a la mecánica relojera.

      No todos los disgustos de aquellos primeros años tuvieron que ver con la ciencia. “En mi pueblo natal –recordaría años más tarde–, había una señora rica, una buena mujer, un poco pretenciosa, que solía acudir a la iglesia aparatosamente maquillada, muy peripuesta y acompañada de numerosos criados. Un domingo, cuando acababan de tocar la campana de la iglesia, eché a correr escaleras abajo y me tropecé con la cola de su vestido, que se rasgó con un chirrido similar al de una salva de mosquetería disparada por reclutas bisoños”.[1]

      Su padre, lívido de cólera, sólo le propinó un cachete en la mejilla, “el único castigo corporal que me infligió y que, sin embargo, aún me parece sentir”. Tesla aseguraba que había pasado un apuro y una vergüenza indescriptibles; desde aquel incidente, todo el mundo lo miraba como a un apestado.

      Pero un golpe de suerte le permitió redimirse a ojos de sus vecinos. El pueblo acababa de comprar una bomba de incendios y de dotar de uniformes nuevos a los bomberos, ocasión que había que celebrar como Dios manda. El ayuntamiento organizó un desfile, en el que no faltaron los consabidos discursos; a continuación, se dio la orden de bombear agua para estrenar el equipo. Ni una gota salió de la manguera. Mientras los prohombres de la localidad aguantaban el tipo como podían, nuestro brillante joven se acercó hasta el río y, tal y como había sospechado, observó que la toma de agua se había atascado. Enmendó el problema, y la manguera puso como una sopa a los emocionados próceres de la localidad. Mucho tiempo después, Tesla recordaría que “ni Arquímedes corriendo desnudo por las calles de Siracusa causó tanta sensación como yo. Me sacaron a hombros; me convertí en el héroe de aquella jornada”.[2]

      En la bucólica localidad de Smiljan, donde pasó sus primeros años, el inquieto muchacho de cara pálida y angulosa y cabellos revueltos y muy negros llevó una vida que bien podría calificarse de afortunada. Igual que años más tarde trabajaría con energía eléctrica de muy alto voltaje sin sufrir percance alguno, en aquella etapa de su vida, más de una vez se encontró al borde de graves peligros.

      Con memoria telescópica, y quizá una pizca de imaginación, relataba cómo, hasta por tres veces, los médicos lo desahuciaron; que a punto estuvo de ahogarse en numerosas ocasiones; que una vez casi lo cuecen vivo en una tinaja de leche caliente; que poco faltó para que lo incinerasen, y que hasta habían llegado a enterrarlo (pasó una noche en una antigua sepultura). Carne de gallina y pelos de punta por culpa de unos perros rabiosos, enfurecidas bandadas de cuervos y afilados colmillos de cerdo amenizan, entre otras, este repertorio de tragedias inconclusas.[3]

      Y eso a pesar de que su hogar se hallaba en un paraje bucólico, idílico: ovejas paciendo en los pastos, arrullos de palomas en el palomar y los pollos que tenía que atender el pequeño. Por la mañana, extasiado, contemplaba la bandada de gansos que partía al encuentro de las nubes, la misma que, al ponerse el sol, regresaba desde los campos que había visitado en busca de alimento, “en orden de batalla, en una formación tan perfecta que hubiera avergonzado a la mejor escuadrilla de aviadores de nuestro tiempo”.

      A pesar de la espléndida belleza que contemplaba a su alrededor, también acechaban ogros agazapados en la cabeza de aquel niño, la imborrable huella de una tragedia familiar. Hasta donde podía recordar, toda su vida había estado marcada por la profunda influencia de su hermano, siete años mayor que él. Daniel, un chico estupendo, el ojito derecho de sus padres, perdió la vida a los doce años en un inexplicable accidente.

      La causa inmediata de la tragedia pudo haber sido un magnífico caballo árabe, regalo de un buen amigo de la familia. Mimado por todos, le suponían dotado de una inteligencia casi humana. Lo cierto es que, en una ocasión, la hermosa criatura había conseguido que su padre saliera ileso de una montaña infestada de lobos. De hacer caso a la autobiografía de Tesla, sin embargo, habríamos de concluir que Daniel murió por culpa de las heridas que le infligió el caballo. En conclusión, no sabemos a ciencia cierta qué ocurrió.[4]

      A partir de ese momento, cualquier cosa que hiciera, nos dice el propio Tesla, quedaba empañada por el recuerdo del prometedor hermano fallecido. Sus propios logros “sólo servían como pretexto para que mis padres lamentasen aún más su pérdida. De modo que, si bien nadie pensaba de mí que fuera tonto, no desarrollé una gran confianza en mí mismo durante la infancia…”.

      Disponemos de otra versión psicológicamente más compleja, sobre la muerte del hermano mayor de Tesla, según la cual Daniel murió a consecuencia de una caída por las escaleras que llevaban al sótano.