La situación interna de México en los años veinte se caracterizó por un clima de inestabilidad social en el campo y por recurrentes crisis políticas, sobre la que repercutió además el impacto de la crisis económica mundial de 1929-1932. Por otro lado, a los cambios constitucionales introducidos en 1917, en puntos esenciales de la modernización global de la sociedad, siguieron, en aquellos años difíciles, medidas de política económica y de intervención pública para estimular la vida productiva: la creación en 1925 del Banco de México —que actuó como banco central— y de otras instituciones de crédito, así como la institución de la Comisión de Caminos que promovió el tendido de la red de carreteras, premisa indispensable para la motorización y la distribución más capilar de bienes y mercancías, y de la Comisión Nacional de Irrigación; al mismo tiempo, desde 1928 se intentó regular las tarifas eléctricas hasta que en 1933 fue creada la Comisión Federal de Electricidad, así como Nacional Financiera que empezó a actuar como banco de desarrollo, mientras en 1934 fue instituido Petróleos Mexicanos para reglamentar la comercialización interna de combustibles.
Enrique Cárdenas, en su trabajo de 1988 sobre la industrialización de México entre las dos guerras mundiales, ha documentado que el crecimiento industrial fue importante y más significativo respecto al resto de la economía, subrayando la función expansiva del sector de la energía eléctrica y del incremento de las obras públicas. El sistema industrial en México, sin embargo, siguió anclado a los sectores que se habían expandido a principios del siglo XX (textil, alimentos y bebidas, calzado, tabaco, papel, vidrio, siderurgia, construcción) utilizando la capacidad instalada entonces como ha señalado puntualmente Stephen H. Haber. La expropiación de las compañías petroleras en 1938 abrió una crisis en las relaciones con los Estados Unidos y Gran Bretaña y representó el inicio de la moderna industria química y de la petroquímica de base. El impulso representado por la segunda guerra mundial, tras los acuerdos bilaterales de 1941-1942 con los Estados Unidos para resolver la indemnización de las compañías petroleras y la colaboración al esfuerzo bélico de los aliados, estuvo ligado al aumento de la demanda por parte de la economía estadunidense y de la misma demanda interna a causa de las restricciones impuestas a las exportaciones por el gobierno estadunidense. En los años cuarenta se registraron, en efecto, cambios significativos en la industria siderúrgica dando lugar a la instalación de Altos Hornos en Monclova y al surgimiento de varias empresas privadas de laminados; empezó entonces la producción de motores y de aparatos eléctricos, así como la ampliación de las empresas de ensamble en el sector automotriz.
Las nacionalizaciones o mexicanización en los años sesenta (energía eléctrica y minería), que tanta parte han tenido en subrayar la intervención pública en la industrialización posbélica, y la misma creación de empresas de participación mixta no representan una tendencia sólo mexicana o latinoamericana, sino que fue un hecho también europeo en las industrias básicas que habían perdido capacidad de exportar por el aumento general de la producción y debido a la necesidad de grandes inversiones en las economías de escala. La expansión de la potencia económica de los Estados Unidos tras la segunda guerra mundial y la recobrada capacidad productiva y de exportación de Europa y Japón después de la reconstrucción, abrieron una nueva fase para las economías industriales que se tradujo en México, y en América Latina en general, en una apertura a las compañías multinacionales para la producción in loco de bienes de consumo durables e intermedios.
El problema fundamental para la industria mexicana, anclada en el horizonte del mercado interno por largo tiempo, se coloca en el terreno de la producción de bienes durables y de bienes de capital, sectores en los que la tecnología, las economías de escala y la capacidad de exportar constituyen factores decisivos. Las dificultades para superar el marco del mercado interno como fulcro de la política industrial mexicana han sido de varia naturaleza, desde los bajos niveles de productividad hasta la política de varios gobiernos para realizar acuerdos de intercambio comercial de mayor o menor amplitud, pero hay que considerar también las condiciones estructurales —desequilibrio entre agricultura y población, limitado tamaño del mercado interno, desigual distribución del ingreso, medidas arancelarias de corte proteccionista e inflación— ante el panorama de la progresiva internacionalización de las economías industriales y de los consiguientes problemas de competitividad. La crisis de la deuda externa de 1982 y las sucesivas reconversiones de la política industrial, dejan abiertos todavía varios interrogantes sobre la eficacia de las medidas adoptadas. En definitiva, este capítulo se propone ofrecer al lector una síntesis sectorial de la evolución industrial mexicana en una perspectiva de periodo largo en la que el proceso histórico contribuya a esclarecer la efectiva dimensión de las transformaciones de la sociedad.
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