Índice de contenido
Introducción. Dulce María Adame González
I. La bonanza de la mina
III. Luis vivía como se ha visto
IV. La Huilota se fue como todos los días
VI. Para nuestra sociedad es más soporífero
VIII. El quebrador permaneció inmóvil
IX. El desgraciado sufría horriblemente
X. Esas abstracciones profundas
XI. El quebrador llegó al patio de la mina
XII. El motín terminó como termina todo
XIII. Mientras le practicaban las primeras curaciones
XV. Los barreteros dieron aviso
XVI. Una mañana, ocho o diez barreteros
introducción
DURANTE ALGÚN TIEMPO, LA FIGURA DE PEDRO CASTERA (1846-1906) MANTUVO UN LUGAR SECUNDARIO EN LA HISTORIA de la literatura mexicana y salvo comentarios y estudios de su novela más famosa, Carmen (1882), el resto de su obra había permanecido prácticamente relegada. Gracias a la labor de estudiosos como Luis González Obregón, Donald Gray Shambling, Luis Mario Schneider, Clementina Díaz y de Ovando, Antonio Saborit y Blanca Estela Treviño ha resurgido el interés en la vida y la obra del autor.
Minero de profesión, soldado, inventor, científico, espiritista, médium, periodista, poeta, novelista y cuentista, Castera fue un hombre de grandes dimensiones, un aficionado a la comida y a las mujeres, que fue visto por sus contemporáneos como un excéntrico. De acuerdo con el propio Castera, tuvo la fortuna de compartir sus actividades periodísticas y literarias con personalidades de la época, como Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto, Juan A. Mateos y Juan de Dios Peza, además de contar con la amistad de Santiago Sierra, Agustín F. Cuenca y Manuel Gutiérrez Nájera, entre otros, a quienes admiró y vio como maestros.
La labor periodística y literaria de Castera comenzó en 1872, año en que se tiene noticia de sus primeras publicaciones en El Teatro y La Ilustración Espírita, medio de difusión del espiritismo en México, donde dio a conocer el artículo “Profesión de fe”, en el que manifestó su confianza en la doctrina espiritista, porque lograba conjuntar postulados científicos y religiosos, aspectos que serán fundamentales en su obra.
A partir de entonces, en un lapso de casi veinte años, con algunas interrupciones, debido a su internamiento en el hospital para dementes de San Hipólito y sus andanzas mineras, Castera colaboraría en diversos periódicos; entre ellos, El Federalista, El Radical, La República, El Liceo Mexicano y El Universal, en los que publicaría cuentos, poemas, artículos de divulgación científica y actualidad política, traducciones y novelas.
Es precisamente en las páginas de El Federalista, dirigido en ese momento por Alfredo Bablot, donde Pedro Castera publicó, el 5 de diciembre de 1875, la narración “En medio del abismo”, el primer cuento de una serie que con el título “Escenas de la vida minera” daría voz por primera vez en nuestras letras a los hombres del subsuelo, los encargados de sacar a la superficie las riquezas de la tierra mexicana. Precedió a este cuento una declaración de principios que bien puede ser leída como parte de la poética del autor, en la que logró conjuntar las actividades que guiaron su existencia: la literatura, la ciencia y la minería.
Los relatos mineros que completarían la serie saldría ese mismo año en El Federalista y en El Monitor Constitucional, donde reprodujo el cuento “En la montaña”, publicado en mayo de 1875 en el periódico El Artista, y en La Revista Mensual Mexicana. En 1881 anunció la obra Cuentos mineros. Un combate, en la que incluyó la novela corta Los maduros, que aparecería en el folletín de La República en 1882, pero que continuaba la serie minera en su segunda edición, publicada ahora bajo el nombre que le daría fama: Las minas y los mineros.
De acuerdo con el autor, la lectura de La vie subterraine ou les mines et les mineurs (1867), de Louis Simonin (1830-1886), lo influyó para referir los crímenes sombríos y ciertos lances que ocurrían en las minas, y que sólo algunos tenían la posibilidad de presenciar. Sin embargo, a diferencia del libro de Simonin, donde se mezcla la narración con la descripción y el informe para referir las condiciones de las minas francesas, los procesos de extracción, los accidentes más comunes y algunas leyendas, Castera recrea la vida en las minas a través de narraciones bien logradas y de una originalidad sin precedentes en nuestra narrativa.
En Los maduros, Castera logra plasmar todas las vicisitudes a las que se enfrentan los maduros, acaso los trabajadores más temerarios entre los mineros, por laborar en la zona más profunda de la mina y también en la parte más contaminada, debido a las emanaciones de sustancias tóxicas provenientes de la tierra. A través del personaje Luis el Grande, un joven minero que debe trabajar más de doce horas en la mina para mantener a su madre, sus hermanos y su novia, el autor recrea las condiciones a las que se enfrentan estos hombres, que son descritos bajo un aliento romántico y realista, como habitantes del Infierno.
Luis el Grande, si bien se integra a la colectividad de los maduros, es visto como un ser fuera de lo común, pues se trataba de un minero con cierta educación, de buenos modales, capaz de expresarse sin vulgaridad, pero que al mismo tiempo era un hombre fuerte, viril, humilde y apasionado. Por estas cualidades y por las graves circunstancias en que se encontraba —la orfandad, el trabajo y el enamoramiento—, el narrador reconoce en Luis el Grande cierto adelanto moral y espiritual, característico de los genios o los santos, que lo hace poseedor de un mundo interior complejo, al que el narrador entra con profusión a lo largo de la novela. La lucha entre el deseo y el pensamiento, y la relación entre éste y los sentimientos y las pasiones, tema al que acudirá nuevamente el autor en novelas posteriores, como Dramas en un corazón (1890) y Querens (1890), se convertirá en asunto central en la obra, por lo que el monólogo interior acaparará buena parte de la narración.
Del análisis exhaustivo de sus pensamientos y sentimientos, Luis determina pasar de