Generalmente cuando algo nos afecta negativamente queremos cambiar eso que creemos que es la causa de nuestro malestar. Pero la causa de nuestro malestar no está solo afuera nuestro, sino también en nosotros. Es la viga que llevamos en nuestros ojos, lo que no nos deja ver. Por supuesto que si algo nos genera malestar y podemos cambiarlo, lo hacemos. Pero muchas veces no podemos cambiar lo que acontece, necesitamos cambiar nosotros.
Si algo externo a nosotros es responsable de cómo nos sentimos, vivimos a merced de los acontecimientos y de las personas. Ellos nos controlan. Así estamos bien o mal por lo que pasa, como un velero que lo lleva el viento sin darse cuenta de que tiene un timón que puede usar, para darle la dirección que quiere. Tener el timón de nuestros sentimientos es aprender que, aunque haya viento en contra, podemos decidir la dirección de cómo nos sentimos. Somos responsables de conducir nuestro velero. Es verdad que puede haber tormentas, pero si vivimos permanentemente en la tormenta debemos preguntarnos si estamos usando el timón para salir de ella o nos dejamos arrastrar por la tormenta todo el tiempo.
En la oración contemplativa descubrimos la viga que hay en nosotros. La descubrimos con paz, sin culparnos. La aceptamos y ya no le damos tanta importancia a lo que creemos ver, porque sabemos que no vemos las cosas como son. Entonces al soltar nuestros juicios sobre las cosas, situaciones o personas vamos aprendiendo a mirarlas de otra manera. Al experimentar la realidad del amor de Dios y mirar todo desde esta verdad, aprendemos a ver las cosas como son. Así nuestra viga cae, vemos el amor.
Nuestros miedos son una viga, nuestros juicios son una viga, nuestras expectativas son una viga, nuestros resentimientos son una viga, nuestro orgullo es una viga, nuestros aferrarnos a algo es una viga, nuestro sentirnos culpables, nuestras carencias, nuestros rencores, nuestras heridas y tantas experiencias que nos han marcado y creemos insuperables.
La buena noticia es lo que Jesús nos dice: “¡Quita la viga!” Sí podemos. Somos responsables.
Capítulo 2. No vemos las cosas como son
Qué fácil es responsabilizar de nuestro estado emocional a lo que esté pasando, sin darnos cuenta de que también, en parte, no vemos las cosas como son. Creemos que son los acontecimientos, situaciones o personas las que nos hacen sentir de tal o cual manera. Que frecuente es oír: “Estoy mal por lo que el otro dijo, hizo o no hizo”, “Estoy contento porque pasó esto o lo otro”. Cuando en realidad también es lo que uno piensa respecto a algo lo que nos hace sentirnos bien o mal.
Un niño se ataja como si fueran a pegarle, por ejemplo, cuando la maestra acerca la mano a su hombro. La acción de la maestra la ve no como es, sino de acuerdo con lo que él experimentó en su casa cuando le pegaron. Pero no sería raro que incluso al ser adulto lleve consigo esa experiencia que le haga juzgar a cualquier autoridad como abusiva, ya que fueron abusivos con él cuando niño. Así el simple hecho de que la policía le pida al conducir sus credenciales, lo podría poner tenso como si fuera a sufrir un maltrato. El maltrato que existió de niño cuando la autoridad de su padre era mal ejercida, haría que perciba así la autoridad en el presente.
Tal vez no nos hayan pegado de niños. Pero sí, aprendimos a mirar el mundo de determinada manera, de acuerdo con lo que experimentamos de niños. A veces no por algo que nos hicieron, sino por algo que nos faltó. No nos dieron todo lo que necesitábamos, esas carencias hoy pueden teñir nuestra mirada. Creemos que vemos las cosas como son. Pero nuestra percepción fue marcada por la experiencia.
Esto también tiene consecuencias positivas, las experiencias nos pueden capacitar. Una mujer, por ejemplo, toleraba en la oficina sin problemas las voces y el ruido de los escritorios vecinos mientras que otros se enojaban pidiendo silencio. Pero ella lo toleraba porque siendo la segunda de seis hermanos, el ruido presente, aunque distinto, también lo juzgaba como algo normal de cualquier ambiente, ya que en el ambiente familiar era frecuente.
En estos casos vemos como detrás de una experiencia actual, hay un aprendizaje previo que nos hace ver una situación de distintas maneras. Muchos de nuestros pensamientos, vienen de aprendizajes que experimentamos de niños. El niño, cuando su padre levantaba la mano, aprendió a prepararse para el golpe. Ese aprendizaje le sirvió para protegerse, aunque luego le hizo ver posibles golpes donde no los había. Y en el caso de la mujer, el aprendizaje le generó una capacidad. La experiencia del ruido en su niñez la hizo formar un pensamiento sobre éste, que la capacitó para tolerarlo mejor.
Nuestra manera de percibir es tan particular como nosotros mismos. No tenemos una mirada pura, sino que depende directamente de lo que aprendimos por nuestras experiencias. Nuestras experiencias determinaron lo que hoy pensamos. Y la forma en que pensamos sobre algo, hace que nuestras emociones respondan de acuerdo a cómo lo juzgamos. No es la intención escribir sobre psicología, pero sí que podamos entender que muchas veces no vemos las cosas como son.
En la oración contemplativa, aceptamos la realidad. Y parte de esta realidad, es nuestro mundo emocional distorsionado. No es fácil aceptar que nuestra mirada está distorsionada. Pero, ciertamente, cuando vemos el amor de Dios y que todo es fruto de esta belleza, cuando sentimos la paz de que nada escapa a este orden y poder, entonces descubrimos que cuando no vemos esto, no vemos las cosas como son. Cada vez que nuestras emociones toman el mando de nuestra vida, distorsionan lo que creemos ver.
Debemos dejar de culpar el afuera para responsabilizarnos de que no vemos las cosas como son. Cuando nos responsabilizamos, comienza un cambio en nosotros. Dejamos de culpar, de juzgar y estamos listos para experimentar una paradoja. Si no podemos cambiar eso que nos molesta, sí podemos cambiar nosotros. Y cuando cambiamos nosotros, eso que nos molesta también cambia.
No negamos que acontecen situaciones objetivamente dolorosas, que no dependen solamente de cómo las miramos. Nuestra sensación térmica depende de la temperatura que hay. El fuego nos puede quemar y el agua nos puede ahogar. Pero también es bastante común, que nos sintamos incendiados cuando no lo estamos, o ahogados en un vaso de agua. Porque, aunque seamos capaces de sentir lo que la realidad manifiesta, la vemos con nuestros ojos. Y nuestros ojos aprendieron con dolor tantas lecciones que hoy tienen una viga de la que somos responsables. A veces, nuestros ojos nos mienten. Quien descubre esto, podrá encontrar un camino hacia la paz.
Capítulo 3. No juzgar
A veces tenemos en nuestra cabeza un juez, que cree saber más de lo que sabe. Por su tribunal pasa todo lo que vemos y con natural espontaneidad da el veredicto de lo que es bueno o malo, de lo que se debería o no. Cree saber lo que el otro debe hacer, cree que puede resolverle la vida a los demás, si tan solo le hicieran caso. A veces es riguroso y exigente, otras, desinteresado, pero en realidad nada de lo que suceda escapa a su mirada. Se ocupa de juzgar los dilemas más importantes de la vida o tal vez, el modo de vestirse de los demás. No puede parar de juzgar.
La mayoría de nosotros no podemos parar de juzgar. Es como una rueda que viene girando hace tiempo y su inercia nos arrastra. Hemos juzgado demasiado a los demás. A los que tenemos cerca, a los que están lejos, a los que vemos en las noticias. Alguna vez quizás hasta hemos juzgado el actuar de Dios. Pero a la persona que juzgamos con más severidad, a la que vivimos culpando con mayor fuerza, es a nosotros mismos. Para nosotros, muchas veces no tenemos piedad, Dios nos puede perdonar, nosotros no.
“No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados” (Lc 6,37).
Jesús nos invita a no juzgar. Y así estar en paz con nosotros mismos.