La lógica del sistema es autoritaria. La concienciación social está abierta, peleando entre los golpes de la realidad y las promesas ideológicas del paraíso consumista. Los liderazgos sociales emancipadores con capacidad de movilizar a las masas están detenidos. El coronavirus parece un sueño donde la realidad conocida se distorsiona. Del sueño podremos recrear pesadillas o esos dibujos de cuando niños, llenos de esperanza. La frontera entre el siglo XX y el siglo XXI se llenó de películas donde nos implantaban los sueños, de Blade Runner a Total Recall, de Vanilla Sky a Inteligencia Artificial. La derecha ha ganado tantas veces a la izquierda porque sus análisis son más realistas. Y en las sociedades capitalistas hay un tercio de la población que está dispuesta a convivir e incluso liberar las cadenas de cualquier pesadilla.
El Brasil de Bolsonaro, los Estados Unidos de Donald Trump, la Hungría de Orbán, el Israel de Netanyahu o la India de Narendra Modi son una prueba evidente de la pesadilla y sus residentes. «Yo soy la Constitución», dijo Bolsonaro. Antes había sostenido que la covid-19 era apenas una gripezinha, que los brasileños no se iban a contaminar porque eran capaces de bucear en las alcantarillas sin que les pasara nada, y que, si la pandemia costaba vidas, también costaba la muerte de las empresas. Todos los fines de semana hay manifestaciones de apoyo a Bolsonaro en Brasil. Al igual que en Bolivia –lo que permitió el golpe de Estado contra Evo Morales– hay una mayoría de evangelistas en los bajos escalafones del ejército y la policía. En Brasil, de 22 ministros, 9 son militares y hay más de 2100 en el gobierno federal[3]. La estupidez se transmite también por el aire. «¿Qué pasa si este virus muta hacia una forma más benigna? ¿Qué pasa si muta y se pone buena persona?». Lo dijo Jaime Mañalich, ministro de Sanidad de Chile. El portavoz del Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS) del gobierno de Donald Trump, el encargado de bregar con la covid-19, afirmó en un tuit: «Como aperitivo, millones de chinos chupan la sangre a murciélagos rabiosos y se comen el culo de osos hormigueros». Era su prueba irrefutable de que el gobierno de los EEUU no había llevado el virus a Wuhan, como sostenía alguna teoría conspirativa. El hombre encargado de tranquilizar al país. El responsable de cuidar de la salud de todos los norteamericanos[4].
Un tercio de locos o de radicales de extrema derecha, en cualquier lado, son muchos locos y muchos radicales de extrema derecha. Especialmente si están en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, en los medios de comunicación y en las grandes empresas.
La sociedad burguesa de comienzos del siglo XX estaba tan cansada de sí misma que se fue a la guerra con una frivolidad que sólo la brutalidad de la guerra de trincheras disiparía. En esta segunda década del siglo XXI, la sociedad de clases medias aspiracionales se ha comportado como una sociedad satisfecha, obediente, gracias, en primer lugar, al endeudamiento, que a su vez ha permitido la perspectiva de un factible viaje low cost, el acceso a una ropa de marca comprada en un outlet, el disfrute, de un modo u otro, de las mismas series de televisión que ven los que están a la última, una mirada optimista brindada por el evidente ascenso social que ven los ancianos –aunque a sus nietos les hayan robado esas gafas– y la mayor libertad alcanzada por las mujeres para pensar su libertad. Además, con la posibilidad exprimida por la derecha de canalizar la frustración hacia los inmigrantes y hacia los «políticos» (menos que hacia los banqueros y los rentistas). Todo en un marco irresponsable, como en un anuncio permanente de la chispa de la vida donde todo es concordia. Como dice Peter Sloterdijk: «Sin frivolidad no hay público ni población que muestre una inclinación hacia el consumo»[5].
Pero todo lo que tenían, como haría un mago con las palomas o un replicante con sus lágrimas en la lluvia, va a desaparecer de nuestra vista. Y los que gobiernen no podrán argumentar que hay que apretarse el cinturón por aquello de que la gente ha vivido por encima de sus posibilidades. Y no se podrá argumentar que las desigualdades son buenas para el sistema. Ni que no pasa nada porque a pocas manzanas o cuadras de donde vivimos se esté muriendo gente o pasando hambre o viviendo en los márgenes sin lo mínimo para vivir. Ni que unas empresas que enriquecen a unos pocos ensucien un medio ambiente que termina vengándose. Todo esto lo van a intentar. Lo de las fake news va a ser una tontería en comparación con lo que viene. En 2008, cuando los poderosos dijeron, asustados, que había que dulcificar el capitalismo, no había condiciones para el enfado. Los poderosos son más marxistas que los pobres. Ahora sí. De hecho, antes de la covid-19 el enfado ya estaba en las calles. Y está pasando todo demasiado rápido como para que se olvide. Los que la sufrieron, se acuerdan de la crisis de 2008. Dicen que el olvido necesita una generación, esto es, unos quince años. Alguno andará pensando en implantes colectivos de memoria.
El escenario está abierto. ¿Ganará el relato de que los que más tienen deben colaborar más? ¿Ganará el relato que dice que la naturaleza ya no nos puede dar más avisos? ¿Ganará el relato de que protegernos, cuidarnos y reinventarnos es una tarea colectiva? Es muy difícil que sea así en el corto plazo. Confinados, la acción colectiva es más difícil. Además, las aguas discurren por surcos profundos que nos llevan necesariamente a otros sitios ya prefigurados. Pero, en el medio plazo (que pueden ser meses), ni los liberales con más medallas van a poder defender que se llenen las calles de parados, de sin techo, de hambrientos, ningún gobierno va a aguantar el empuje de millones de personas pidiendo soluciones, nadie va a tolerar ver cómo otra vez unos pocos se benefician privatizando bienes esenciales para la vida.
Como en La vida de Brian, vamos a ver a muchos profetas subidos en su púlpito ofreciéndonos sus apocalipsis, su paraíso, su éxodo, su desierto y su vergel. Decía Jesús Ibáñez que la antesala de una revolución siempre es una gran conversación. Eso pasó con las «primaveras árabes», Occupy Wall Street o el 15M. El poscovid-19 va a ser una gran conversación. Con revolución o con contrarrevolución. Hay razones para el pesimismo en el corto plazo y para el optimismo en el medio y largo plazo. Decía Bertrand Russell que un optimista es un idiota simpático y un pesimista un idiota antipático. Buenos diagnósticos es lo que necesitamos. Ojalá seamos capaces de ahorrarnos el dolor del interregno.
Recuperación en puntos suspensivos…
[1] Claudi Pérez, «Así será el mundo tras la Gran Reclusión», El País, 10 de mayo de 2020. Disponible en: [https://elpais.com/economia/2020-05-09/asi-sera-el-mundo-tras-la-gran-reclusion.html].
[2] John F. Weeks, The Debt Delusion. Living Within Our Means and Other Fallacies, Cambridge, Polity Press, 2020.
[3] «Brasil: pandemia, guerra cultural y precariedad. Entrevista a Lena Lavinas», Nueva Sociedad 287 (mayo-junio de 2020). Disponible en: [https://nuso.org/articulo/brasil-pandemia-guerra-cultural-y-precariedad/?utm_source=email&utm_medium=email].
[4] [https://edition.cnn.com/2020/04/23/politics/michael-caputo-tweets/index.html].
[5] Peter Sloterdijk, «El regreso a la frivolidad no va a ser fácil», entrevista en El País, 3 de mayo de 2020. Disponible en: [https://elpais.com/ideas/2020-05-02/peter-sloterdijk-la-supervivencia-es-indiferente-a-las-nacionalidades.html].
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