Entre justicia y tiempo. Victor P. Unda. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Victor P. Unda
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418398124
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ya en 1935 y el plan que habíamos trazado con la familia, cuando la abuela aún estaba viva, no se retrasó más y, sin darnos cuenta, llegamos a Madrid, asombrados con la ciudad y su gente, pensamos que el cambio de vida nos iba a ayudar a los tres a superar la pérdida de la abuela. Mi padre comenzó a trabajar para la embajada de Estados Unidos cuando el gobierno de la República estaba instalado en ese lugar. Sus visitas y sus viajes fueron muy frecuentes, lo veíamos muy poco en casa, cosa que esperaba que pasara más tiempo con nosotros. Mi madre y yo buscábamos cosas que hacer, en especial aprender español, pero ella no tuvo necesidad, todavía recordaba la lengua que su madre le enseñó cuando vivió en Chicago. Esto nos facilitó movernos en la ciudad, comprar comida y hablar con los vecinos que de vez en cuando se preguntaban quiénes éramos.

      Pero no pudimos aludir lo ocupado que Rick estaba, cada vez que el papa se distanciaba por el trabajo, el trecho entre él y nosotros era más grande. Esto comenzó a afectar a mi madre desde a poco, sentirse a solas, y yo también comenzaba a extrañarlo, en realidad ya no lo veíamos mucho. Esto se debía a que su situación era demasiado peligrosa, a veces lo escuchaba llegar a escondidas a la casa, tratando de no despertar a nadie, excepto cuando yo estaba con mis ojos abierto en la cama. Recuerdo perfectamente una noche cuando tuve que ir a la cocina por agua y, de la nada, mi padre entra por la puerta de atrás, con su camisa ensangrentada. Me miró algunos segundos para decirme que me fuera a la cama. De inmediato se dirigió al baño, me imaginé que fue para limpiarse antes de entrar a la recámara de la mama. En ese momento, cuando lo vi alejarse, mi cuerpo se paralizó por algunos segundos. También me di cuenta de que la situación en el país se estaba poniendo difícil, por su puesto, esto me preocupó mucho, en especial por la vida de él. Aunque con el tiempo pude acostumbre a esas escenas y desde a poco ese miedo comenzó a disminuir.

      Después de un año y medio viviendo en Madrid, comenzamos a ver que la situación del país estaba cada vez agravándose más. Mi padre nos advirtió que deberíamos de salir del país, ya que había escuchado que los nacionales iban a atacar la ciudad desde el norte. Aunque no estábamos seguros de qué posición iba a adoptar Estados Unidos y decidimos quedarnos.

      Pero a mediados de julio de 1936 tuvo lugar un hecho que fue muy trágico para la familia, ninguno había calculado qué iba a pasar, pensábamos que el país podría salir de ese problema entre los nacionales y los republicanos.

      Las calles estaban llenas de gente, todas trataban de comprar comida, ya que no se sabía qué iba a suceder. La vecina de al lado también había mencionado que era necesario abastecerse, ya que el país no estaba yendo por buen camino. Mi madre no perdió el tiempo y rápidamente se fue a la ciudad, como lo hizo su vecina. Yo me quedé en la casa haciendo ruido para que no entrasen a robar, algo muy común en los barrios residenciales.

      Angelina

      —Señora Clotilde, acompáñeme a esta tienda —dijo Angelina cuando trataban de entrar ante que se desabastecieran de comida. La gente se había acumulado como ganado para comprar. Pero las dos patudas y a empujones daban cada paso para llegar al frente del mostrador y pedir sus meriendas.

      Yo me vi en la necesidad de ayudar a mi vecina, tierna persona a la que había conocido el mismo día que me mudé a la casa junto con mi familia. Un poco celosa al comienzo, pero con el tiempo pude conocerla más, lo mismo que mi marido y mi hijo. En algunas ocasiones visitaba su casa para tomar el té a esas horas de la tarde, cuando la temperatura alcanza casi los cuarenta grados.

      Con el tiempo nos encariñamos con ella y vino a hacer una compañía más en la familia después de que su marido fallecería meses atrás. Ahí, en sus paredes, tenía colgada su historia, una serie de fotografías de la familia y, cada vez que nos reuníamos, me contaba algo de ellos. Tenía dos nietos por parte de su hija que ya no vivían más en España, y que se habían ido a Francia por razones de trabajo. No fue una o dos veces que me di cuenta cuando la miraba a los ojos y el tono de su voz que delataban también su duelo, creo que la soledad la estaba matando de a poco. Sin embargo, yo la invité muchas veces a mi casa, ir de compras y entretenernos en la ciudad cuando se daba la oportunidad. Esta relación desde a poco nos ayudó a conocernos más, y a conocer sus amistades, que no eran muchas. Con el tiempo, cuando la confianza entre mi familia había crecido lo suficiente, comenzamos a verla con más frecuencia en la casa, era como una sensación de adopción.

      En el centro de la ciudad, las dos nos dábamos cuenta de que estaba anocheciendo y alcanzamos a comprar una cantidad de latas de comida, polvos de hornear, harina y otras viandas para mantener a una familia por lo menos unos meses. Pusimos toda la comida en la parte trasera del auto de la embajada. Gracias a mi marido, que trabajaba para el Gobierno, privilegio que no muchos tenían.

      Cuando estábamos en la última tienda buscando leche en polvo, me vi envuelta en una protesta, de inmediato me separé de Clotilde. La vi desde lejos tratando de ayudarme, gritaba y gritaba que me dejaran en paz, pero no pudo alcanzarme.

      Cada paso que daba tratando de explicarle a los militares que yo no tenía nada que ver con la protesta, ninguno quiso dejarme ir, mis brazos en esos momentos estaban totalmente atrapados. Traté muchas veces de moverlos, inclusive mi cuerpo también, pero uno de ellos me pegó en la cara para no seguir moviéndome. Le grité una y otro vez que parara, que no estaba con ninguna revolución o cosa parecida. No hubo caso, todo se había nublado para mí hasta que terminé subiéndome a un camión con otras personas que estaban también detenidas.

      Clotilde

      «¡Angelina!», le grité muchas veces y traté de alcanzarla entre la multitud, cada paso que daba era muy difícil, a mi edad mis trancos ya no eran tan amplios y firmes como años atrás, ahora son muy débiles. A pesar de todo, traté de sacarla, pero la gente enfrente de mí no me dejaba, desde la distancia vi a algunos militares tomarla del brazo. En ese momento grité a los soldados que no se la llevaran, que no tenía nada que ver con la protesta. Volví a gritar, pero mis pulmones no pudieron más, me faltaba el aire, tuve que parar y, cansada en la calle, vi a Angelina alejarse. Entonces recordé que me había pasado las llaves del auto antes de poner la comida en la parte de atrás de este. De inmediato caminé rápido al coche, no recuerdo cuándo fue la última ves que manejé, puse las manos en el volante, el auto estaba en neutro, coloqué la llave y lo encendí, apreté el embrague, solté el embrague lentamente y aceleré. Manejé hasta una barricada hecha por los militares, le pedí al oficial que estaba de guardia que me dejara pasar, al principio no quiso, pero después de ver el pase de la embajada de los Estados Unidos en la ventanilla del auto, no se demoró en dar la orden a los otros soldados para que me escoltaran. Cuando llegamos a una de sus guarniciones, el pelotón de fusilamiento ya había ejecutado la orden para disparar y, entre la multitud de gente que estaba en contra del levantamiento militar, Angelina también recibió los tiros. La vi a ella en el piso, encima de las otras víctimas que fueron acribilladas ese atardecer.

      El soldado que estaba a cargo me preguntó si conocía a una de las víctimas. «¡Víctimas!», respondí yo al hijo de puta. Mi voz se alteró tanto que le dije que ella estaba comprando conmigo cuando la arrestaron por error. Oh, no pude contener mi odio, la tristeza que comenzaba a apoderarse de mi cuerpo. El soldado no se inmutó por lo ocurrido y le volví a decir que en esta estúpida sublevación son puras tonteras, que por ese culo de los militares sublevados querían instaurar un régimen con la ayuda de la Alemania nazi y la Italia racista. «¿Qué me tienes que decir sobre ello?». No había caso, mis palabras le entraban por una oreja y se le salían por la otra. Al final le dije que tenía que llevarme el cuerpo conmigo. Un sargento, que estaba mirándome desde la distancia, como si fuera una persona extraña, se acercó para cancelar la orden. Yo le dije que la víctima era una persona protegida por la embajada de los Estados Unidos, el huevón miró el auto que manejaba y se dio cuenta del embrollo en que se habían metido. De inmediato dio la orden para que la fueran a dejar a la casa, con prisa cuatro soldados comenzaban a tomarla de los pies y de los hombros para ponerla en la parte de atrás del jeep, uno de ellos se dio cuenta de que todavía estaba vivía. Gritó que la mujer aún respiraba. No esperamos ni un segundo para llevarla al hospital más cercano. Más tarde, llamé a su hijo Victor explicándole que su madre estaba en el hospital.

      —Señora