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Letrame Editorial.
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© Maite Ruiz Ocaña
Diseño de edición: Letrame Editorial.
ISBN: 978-84-18344-73-2
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Agradecimientos
Lo primero y al primero de todos, darle las gracias a mi marido Mon, por regalarme ese pequeño portátil que ha recogido esta novela desde el principio hasta el final. Por creer en mí, por ser mi compañero y apoyo incondicional y por empujarme a autopublicar este libro. Gracias a él esta novela ha salido de las cuatro paredes en las que llevaba encerrada varios años, transformándose en un regalo para mi alma y mis emociones.
A mis padres, por hacer posible que haya escrito este libro, por inculcarme desde pequeña la pasión por la lectura y alimentarla cada día.
A Gema S., la primera que leyó el libro y que me transmitió su admiración e ilusión para que continuase escribiendo.
A David R., gran admirador, seguidor y lector de novela fantástica, por su sincera crítica y por sus valiosos consejos para matizar determinados momentos de la historia.
A Laura M., «comelibros» insaciable, princesa de la casa, perfil perfecto para la lectura de esta novela, por ser mi conejillo de indias, por leerla y ¡querer más!
A Irene F., por ser mi primera correctora y por enseñarme sobre este mundo de la escritura.
A mi familia y amigos, por inspirarme en cada momento y por llenarme de ideas nuevas siempre.
Y gracias a todos vosotros, que os habéis animado a leer Nakerland, porque gracias a cada uno de vosotros el mundo de las ilusiones nunca desaparecerá.
A todos, nunca dejéis de soñar…
¡Por fin llegaban las vacaciones!
El curso había sido muy duro. Sack había estudiado mucho para poder disfrutar de unas fantásticas vacaciones con sus padres y su hermana. Llevaban meses planeando su viaje a las montañas. A Sack y a sus padres les encantaba la acampada, y cualquier ocasión era buena para hacer una escapada. El año anterior habían estado en tres sitios diferentes, acampando junto a lagos y en laderas, y disfrutando de excursiones diarias por lugares increíbles, donde se podía respirar aire puro y fresco. Todo lo contrario que en la ciudad donde vivían, llena de ruido y contaminación.
Sack estaba haciendo su mochila cuando su padre entró en su cuarto. Llegaba a casa después de una larga jornada laboral. Alfred llevaba toda su vida trabajando en la fábrica que había heredado de su padre. Era el menor de todos los hermanos y el único que había querido hacerse cargo de ella, y deseaba de corazón que su hijo Sack siguiese sus pasos.
El valor sentimental que tenía a la fábrica era inmenso. Se había criado en ella. Todavía recordaba aquellos días que acompañaba temprano a su padre a trabajar y se quedaba jugando entre los burros, estanterías, probadores y maniquíes. Y de verdad que se divertía mucho. Sobre todo cuando le dejaban probarse las nuevas adquisiciones de las colecciones que lanzaban cada temporada, ya fuesen Carnavales o Halloween. Un día se disfrazaba de pirata, otro de vampiro... Daba igual cuál fuese el disfraz, él disfrutaba muchísimo estrenando tan divertidos y diferentes disfraces. Y es que en realidad los ejecutivos que trabajaban con su padre le utilizaban de maniquí, ¡y a él le encantaba!, ¡se lo pasaba en grande!, ¿y qué niño no se lo pasaría genial disfrazándose cada día con algo nuevo? Lo malo era que sus hermanos no compartían su entusiasmo, así que lo tenía que hacer solo.
Sí, Alfred había heredado la fábrica de su familia, The New Fantastic World, que llevaba fabricando disfraces la friolera de ciento cincuenta años, desde 1859. Toda una vida, generación tras generación, y lo que más deseaba es que continuase la tradición muchos años más.
Sus hijos, Sack y Sarah, ocuparon su puesto. Ahora eran ellos los que disfrutaban de los disfraces que él fabricaba. Cuando le acompañaban a la fábrica se pasaban horas jugando y disfrazándose una y otra vez, aunque en la mayoría de los casos acababan peleándose.
—Hola hijo, ¿qué tal estás?, ¿tienes ya todo listo? —dijo Alfred a su hijo mientras se inclinaba para darle un beso en la frente.
—Hola papá. Sí, casi lo tengo todo preparado. ¿A qué hora tenemos que levantarnos? —preguntó Sack a su padre, impaciente. Tenía unas ganas increíbles de que llegase el momento de irse a su gran viaje.
—Tendremos que madrugar mucho, ya lo sabes, así que me voy disparado a hacer mi mochila, que al final veo que no me voy con vosotros —contestó Alfred de muy buen humor—. ¿Sabes si tu hermana ha preparado ya sus cosas?
—Papá, ¡yo que sé!, es una pesada. Se ha pasado toda la tarde diciendo que si le dolía esto, que le molestaba lo otro. Lo que pasa es que no quiere venir, como siempre. Seguro que prefiere quedarse con sus amigas las pijas, leyendo revistillas de esas que les gustan tanto. No tengo ni idea de si ha preparado sus cosas o no. Lo dudo mucho…
Alfred se asomó a la habitación de Sarah. La tenía toda decorada con posters de sus grupos de música favoritos. Había dejado de lado ya las muñecas y a su padre le parecía pronto para ver a su hija hacerse mayor. Pensaba que todavía le quedaban unos años para esas cosas. Tan solo tenía trece años, y a esa edad tendría que estar jugando a las muñecas y no leyendo revistas con chicos y saliendo con sus amigas al centro comercial. Pero esto su hija no lo compartía, porque opinaba que ella ya era lo suficiente mayor para hacer esas cosas. Era la discusión de todos los días, bueno, de casi todos. Además, lo de los estudios tampoco le iba mucho, prefería ponerse delante del espejo y mirarse con los «trapitos» —porque no se podían llamar de otra manera a esos trozos minúsculos de tela— que se compraba un día sí y otro también.
Sack, sin embargo, era totalmente diferente. Tenía dieciséis años y disfrutaba de otro tipo de cosas, que no tenían nada que ver con los gustos de su hermana. Le gustaba hacer deporte, por eso estaba apuntado a la liga de béisbol de su colegio, ¡y se le daba de maravilla! El año anterior le habían nombrado capitán del equipo. Además, le encantaba estudiar. Era un chico inquieto y le gustaba aprender cada día cosas nuevas, por eso también destacaba entre los de su clase, sacando siempre las mejores notas.
Lo que sí compartían los dos hermanos era belleza, porque es verdad que los dos eran guapos. De ojos verdes y pelo castaño, heredado de su abuela, cuerpo esbelto, como su madre, y mirada intensa, como su padre. También compartían el mismo carácter, cosa que dejaba exhaustos a sus padres cada vez que discutían, que era muy a menudo.
Sarah, en el fondo, envidiaba a su hermano, porque siempre se llevaba las alabanzas de sus padres, y ella lo único que recibía eran broncas por todo. Así que estaba permanentemente en guerra con los tres.
—¡¡¡Sarah!!! —gritó Alfred con fuerza para ver si daba señales de vida. La seguía buscando por la casa pero no daba con ella. Nadie contestó, así que marchó a hacer su mochila sin haber encontrado a su hija.
Al rato de que Alfred llegase a casa, Mariah llamó a todos a cenar.
—La cena está en la mesa. Bajad antes de que se