Se ve que por el miedo de haber visto ese fantasma perdí el conocimiento, porque al abrir los ojos ya no me encontraba solo; a mi lado estaba el cuerpo con vida de Martínez, agachado, estirándome un mate tembloroso. Se reía. Tenía puestas mis bombachas y mi camisa blanca, y en sus brazos cargaba un traje de neoprene negro chorreando agua por todos lados. Me dio unas palmaditas en la espalda diciéndome que ya podía levantarme porque él seguía siendo el patrón y había mucho para hacer.
Regresé al rancho tres horas más tarde después de reordenar los objetos de la casa grande al gusto de Martínez. Después, me acosté a descansar en la orilla del lago. Me sentía fatigado. Vi de nuevo la piedra milenaria sobresaliendo en el agua. Siguen pasando los años sobre la roca, pensé. Volví a tocarme los pies con las puntas de los dedos fríos y me dormí, pensando en mi padre y en algunos fantasmas que crecen dentro del agua.
Cuando conocimos a Raúl, estaba cavando. Al oír que lo llamábamos no subió a vernos porque tenía que seguir trabajando, pero dijo que podíamos hablarle desde arriba. En el pueblo nos habían dicho que era loco y que poco de lo que decía era cierto. Yo no necesité preguntarle nada; él solo empezó a hablar, sin pausas. Cuando nos despedimos me dio una carpeta con poemas suyos y documentaciones sobre su historia, diciendo que después de leerla iba a poder creerle mejor. Le creo, dije, no hace falta. Llévelo, que todavía somos hombres, me respondió. Tiempo después, leí la carpeta de principio a fin y comprobé con escalofrío que todo lo que me había dicho era cierto.
Aún recuerdo la última frase que nos dijo al alejarse:
Ustedes esta tarde me sanaron más que cualquier psiquiatra.
Lo que ahora leerán, se lo oí al eco de su voz que salía de un pozo al que nunca pude entrar.
La boca de un hombre desnudo
Me llaman el Loco Aldauc. Antes loco que Aldauc. Dicen que camino rápido y que hablo más rápido de lo que camino. Es que en pueblos como éste no es bueno andar despacio pues siempre hay alguien persiguiendo tus actos para ponerles un nombre. Por eso yo paso más horas en el pozo que en la calle. Ya llevo varios días cavando. El patrón me pidió que llegara a los diez metros para que su familia tome el agua después de mudarse. Esta mañana pasé los seis y no voy a detenerme hasta terminar.
Me gusta hablar mientras cavo porque para mí ambos actos son dos caminos paralelos para llegar al mismo lugar. Por decir cosas como éstas algunos también me llaman poeta. El lenguaje es como la tierra, le dije al patrón la otra noche para justificar mi acto de trabajar y hablar solo; tiene infinitas capas que puedo ir descubriendo si sigo yendo hacia abajo y desmenuzando sus formas hasta pasar a otra capa. Después le seguí diciendo que el lenguaje se moldea entre mis manos, que se ponen marrones, cuando me hundo para llegar en algún momento a beber yo también un poco del agua que le corresponde a su familia. Pero el patrón no pudo escucharme porque yo estaba muy abajo y me era imposible hacer llegar mi voz tan arriba.
Antes de ser loco era policía; poeta fui siempre pero no de esos que, como dice Atahualpa, por cantarle nada más que a la luna se enceguecen y no llegan a ver el fondo de los pozos. Por cantar a lo que se ve desde los pozos fue que mi nombre cambió para siempre. Cuando era policía denuncié a unos cuantos mafiosos compañeros míos por robos de haciendas y otras cosas que ya no recuerdo como para volver a declarar frente a un juez. En venganza mis colegas me encerraron en un cuarto para golpearme durante horas hasta mudarme el nombre. Cuando recobré mi conocimiento ya me llamaban El Loco Aldauc y yo era un cuerpo flaco acostado en la cama fría de un neuropsiquiátrico.
Algunos dicen que era loco desde antes. Ya no puedo saberlo porque viví demasiado tiempo en esos hospitales con gente parecida a mí; hasta la mañana en que me escapé del último para que no me quemaran. Me fui vestido de enfermero porque era más seguro que ser lunático ese día en que el edificio sería reducido por el fuego. Yo era el único en saberlo porque lo había oído detrás de una puerta y aunque se lo advertí a mis compañeros nadie me escuchó. Tuve que salir corriendo para que ninguna llama pudiera alcanzarme. Desde entonces hablo más rápido de lo que camino. Por temor a que un día me callen del todo.
Sigo cavando pero todo está seco. Lo único que veo es tierra y unas pepitas brillantes que seguro son de oro pero si lo digo en el pueblo se me ríen diciendo Aldauc, el loco. Tengo frascos por todos lados que brillan sobre los estantes de mi casa esperando ser analizados por algún geólogo. Hace más de dos años que nadie viene a visitarme. Debe ser por tanto oro junto y el miedo a que les dispare para defenderme.
Me traje pan y fiambre para aguantar acá adentro toda la noche y el día que sigue y terminar mi obra como me lo pidieron. Me gusta trabajar rápido y sin pausas pero como cavar me da calor y el agua tarda en aparecerse, a veces tengo que buscarla afuera. La otra tarde me detuve y bajé corriendo hacia el lago a bañarme desnudo cuidando que nadie me viese. Pero al parecer mi patrón me seguía para observar mis actos desde la orilla porque de pronto creí ver su figura gritándome que salga porque ni los locos pueden soportar el agua helada del lago Buenos Aires en invierno. Me fui hundiendo hasta sentirme lo suficientemente fresco y volví caminando con el agua por las rodillas recitando poemas, como lo hago en la calle, frente a toda esa gente que pasa sin oírme.
Cuando llegué a la orilla me di cuenta de que no era el patrón el que gritaba sino su hijo y que lo que quería era entrar al lago conmigo y no hacerme salir de él. Cuando le hice la confesión del malentendido me contó que desde hacía una semana pasaba sus tardes sentado en el borde del pozo escuchando lo que hablo mientras trabajo porque decía que para él era como escuchar poesía de la boca de un hombre desnudo. Todo eso me dijo el hijo del patrón y mientras cavo pensando en sus palabras oigo cómo resuenan las mías, cada vez más fuertes, adentro y afuera del pozo, ahora que sé de algunos hombres que oyen lo que pasa abajo.
Esta historia despliega las extrañas relaciones que generan los afectos entre seres humanos. El Mono Díaz trabajaba en la estancia Los Ñires cuando nos la narró. Era un exiliado político chileno.
—En la vida nos exiliamos muchas veces —me dijo.
Lo que ahora leerán es el relato de uno de sus otros exilios. Cuando él hablaba no me miraba porque decía que le recordaba a su mujer, aunque me aclaró que ella tenía el pelo negro. Hacía más de diez años que no la veía, a sus hijos tampoco. Éste es en realidad, el final de su historia familiar. A veces es necesario conocer los finales para comprender el principio.
La casa terminada
Ángela había sido una mujer sensible. Fuerte. Capaz de aguantar todas las miserias. Ñaco y porotos, mañana, tarde y noche. Ñaco y porotos y un oscuro destino. Ángela abrazaba a Humberto cuando él volvía de soltar los animales para que pastaran. Ángela lo tocaba cuando se sacaba las botas, y acercándole un mate lo acariciaba para que juntos pudiesen vencer el frío con el agua caliente y los primeros rayos del día.
Las cosas comenzaron a cambiar cuando nació Juan Pedro, su segundo hijo. Cada vez soplaba más viento y el niño empezaba a llorar cuando oscurecía. Ángela no. Ángela entendía. Ángela seguía acariciando a su marido sintiéndose colmada por estar las veinticuatro horas cerca de su cuerpo.
Pero Humberto empezó a despegar la mirada una mañana de abril. Salió con su montura ladeada y el cuerpo torcido sobre el lomo de un caballo triste. Volvió después de dos días.
—Encontré trabajo. Vamos a construir una casa de material. Clavaremos juntos hasta el último clavo.
Ángela le acarició la espalda, pero sacó su mano más rápido que otras veces.
La primera semana fue distinta para todos. Humberto había descuidado las tareas del campo y su hijo Manuel debió enfrentarlas solo. En el rancho provisorio Ángela cuidaba de Juan