Colección de Julio Verne. Julio Verne. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Julio Verne
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788026835264
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      Capítulo 10

       Las hulleras submarinas

      Índice

      Me desperté muy tarde al día siguiente, 20 de febrero. Las fatigas de la noche habían prolongado mi sueño hasta las once. Me vestí con rapidez porque me apremiaba la curiosidad de conocer la dirección del Nautilus. Los instrumentos me indicaron que seguía con rumbo Sur a una velocidad de unas veinte millas por hora y a una profundidad de cien metros.

      Llegó Conseil y le conté nuestra expedición nocturna. Como los cristales no estaban tapados, le fue dado ver todavía una parte del continente sumergido.

      En efecto, el Nautilus navegaba a unos diez metros tan sólo del suelo formado por la llanura de la Atlántida. Corría como un globo impulsado por el viento por encima de las praderas terrestres; pero más apropiado sería decir que nos hallábamos en aquel salón como en el vagón de un tren expreso. Los primeros planos que pasaban ante nuestros ojos eran rocas fantásticamente recortadas, bosques de árboles pasados del reino vegetal al mineral y cuyas inmóviles siluetas parecían gesticular bajo el agua. Había también grandes masas pétreas alfombradas de ascidias y de anémonas, entre las que ascendían largos hidrófitos verticales, y bloques de lava extrañamente moldeados que atestiguaban el furor de las expansiones plutónicas.

      Mientras observábamos ese extraño paisaje que resplandecía bajo la luz eléctrica, conté a Conseil la historia de los atlantes que tantas páginas encantadoras, desde un punto de vista puramente imaginario, inspiraron a Bailly. Le hablaba de las guerras de esos pueblos heroicos y argumentaba la cuestión de la Atlántida como hombre a quien ya no le es posible ponerla en duda. Pero Conseil, distraído, no me escuchaba apenas, y su indiferencia ante este tema histórico tenía una fácil explicación. En efecto, numerosos peces atraían sus miradas, y cuando pasaban peces, Conseil, arrastrado a los abismos de la clasificación, salía del mundo real. Obligado me vi a seguirle y a reanudar así con él nuestros estudios ictiológicos.

      Aquellos peces del Atlántico no diferían sensiblemente de los que habíamos observado hasta entonces. Rayas de un tamaño gigantesco, de cinco metros de longitud, dotadas de una gran fuerza muscular que les permitía lanzarse por encima de las olas; escualos de diversas especies, entre otros una tintorera de quince pies, de dientes triangulares y agudos, cuya transparencia la hacía casi invisible en medio del agua; sagros oscuros, humantinos en forma de prismas y acorazados con una piel con escamas en forma de tubérculos; esturiones, similares a los del Mediterráneo; singnatostrompetas, de un pie y medio de longitud, de colores amarillo y marrón, provistos de pequeñas aletas grises, sin dientes ni lengua, que desfilaban como finas y flexibles serpientes. Entre los peces óseos, Conseil anotó los makairas negruzcos, de tres metros de largo y armados en su mandíbula superior de una penetrante espada; peces araña de vivos colores, conocidos en la época de Aristóteles con el nombre de dragones marinos, y cuyos aguijones dorsales son muy peligrosos; llampugas de dorso oscuro surcado por pequeñas rayas azules y con los flancos de oro; hermosas doradas; peces luna, como discos con reflejos azulados que se tornaban en manchas plateadas bajo la iluminación de los rayos solares; peces espada de ocho metros de longitud, que iban en grupo, con aletas amarillentas recortadas en forma de hoces y espadas de seis pies de longitud, animales intrépidos, más bien herbívoros que piscívoros, que obedecían a la menor señal de sus hembras como maridos bien amaestrados.

      Pero la observación de esos especímenes de la fauna marina no me impedía examinar las largas llanuras de la Atlántida. A veces, los caprichosos accidentes del suelo obligaban al Nautilus a disminuir su velocidad y a deslizarse, con la pericia de un cetáceo, por estrechos pasos entre las colinas. Cuando el laberinto se hacía inextricable, el aparato se elevaba como un aeróstato y, una vez franqueado el obstáculo, recuperaba su rápida marcha a algunos metros del fondo. Admirable y magnífica navegación que recordaba las maniobras de un paseo aerostático, con la diferencia de que el Nautilus obedecía sumisamente a la mano de su timonel.

      Hacia las cuatro de la tarde, el terreno, compuesto generalmente de un espeso fango en el que se entremezclaban las ramas mineralizadas, comenzó a modificarse poco a poco, tornándose más pedregoso, con formaciones conglomeradas, tobas basálticas, lavas y obsidianas sulfurosas. Ello me hizo pensar que las montañas iban a suceder pronto a las largas llanuras, y, en efecto, al evolucionar el Nautilus, vi el horizonte meridional clausurado por una alta muralla que parecía cerrar toda salida. Su cima debía sobresalir de la superficie del océano. Debía ser un continente o, al menos, una isla, una de las Canarias o una del archipiélago de Cabo Verde. No habiéndose fijado la posición -deliberadamente, acaso-, yo la ignoraba. En todo caso, me pareció que esa muralla debía marcar el fin de la Adántida, de la que apenas habíamos recorrido una mínima porción.

      La caída de la noche no interrumpió mis observaciones, que efectué solitariamente por haber regresado Conseil a su camarote. El Nautilus, a marcha reducida, revoloteaba por encima de las confusas masas del suelo, ya rozándolas casi como si hubiera querido posarse en ellas, ya remontándose caprichosamente a la superficie. Cuando esto hacía podía yo ver algunas vivas constelaciones a través del cristal de la aguas, y más precisamente cinco o seis de esas estrellas zodiacales que siguen a la cola de Orión.

      Permanecí durante un buen rato aún tras el cristal admirando la belleza del mar y del cielo, hasta que los paneles metálicos taparon el cristal. En aquel momento, el Nautilus había llegado al borde de la alta muralla. Cómo iba a poder maniobrar allí era algo que yo ignoraba. Volví a mi camarote. El Nautilus se había inmovilizado. Me dormí con la intención de levantarme muy de madrugada.

      Pero eran las ocho de la mañana cuando, al día siguiente, volví al salón. La consulta al manómetro me indicó que el Nautilus flotaba en la superficie. Oí además el paso de alguien sobre la plataforma. Sin embargo, ni el más mínimo balanceo denunciaba la ondulación del agua de la superficie.

      Subí a la plataforma -la escotilla estaba abierta-, y en vez de la luz diurna que esperaba encontrar me vi rodeado de una profunda oscuridad. ¿Dónde estábamos? ¿Me había equivocado y era aún de noche? No. Ni una sola estrella brillaba en el firmamento, y nunca la noche está envuelta en tinieblas tan absolutas. No sabía qué pensar, cuando oí decir:

      -¿Es usted, señor profesor?

      -¡Ah! Capitán Nemo, ¿dónde estamos?

      -Bajo tierra, señor profesor.

      -¿Bajo tierra? ¿Y el Nautilus está a flote?

      -Sí, continúa flotando.

      -No comprendo.

      -Espere unos instantes. Se va a encender el fanal, y si le gustan las situaciones claras va a verse satisfecho.

      En pie sobre la plataforma, esperé. La oscuridad era tan completa que no podía ver tan siquiera al capitán Nemo. Sin embargo, al mirar al cenit, exactamente por encima de mi cabeza, distinguí un resplandor indeciso, una especie de claridad difusa que surgía de un agujero circular. Pero en aquel momento, se encendió súbitamente el fanal y su viva luz eclipsó la vaga claridad que acababa de atisbar.

      Tras haber cerrado un instante los ojos, deslumbrados por la luz eléctrica, miré en torno mío. El Nautilus estaba inmovilizado cerca de una orilla dispuesta como el malecón de un muelle. El mar en que flotaba era un lago aprisionado en un circo de murallas que medía dos millas de diámetro, o sea, unas seis millas de contorno. Su nivel -así lo indicaba el manómetro -no podía ser otro que el exterior, pues necesariamente había una comunicación entre ese lago y el mar. Las altas murallas, inclinadas sobre su base, se redondeaban en forma de bóveda figurando un inmenso embudo invertido cuya altura era de unos quinientos o seiscientos metros. En lo alto se abría un orificio circular, por el que había atisbado yo esa vaga claridad, evidentemente debida a la luz diurna.

      Antes de examinar más atentamente la disposición interior de esa enorme caverna, antes de preguntarme si aquello era una obra de la naturaleza o del hombre, me dirigí hacia el capitán Nemo.

      -¿Dónde estamos? -le pregunté.