Mueren así al aire libre, y al cabo de diez días se hallan en un estado satisfactorio de putrefacción. Se meten entonces en grandes depósitos llenos de agua de mar, y luego se abren y se lavan. Se procede después a un doble trabajo. Primero, se separan las placas de nácar conocidas en el comercio con los nombres de franca plateada, bastarda blanca y bastarda negra, que se entregan en cajas de ciento veinticinco a ciento cincuenta kilos. Luego quitan el parénquima de la ostra, lo ponen a hervir y lo tamizan para extraer hasta las más pequeñas perlas.
-¿Depende el precio del tamaño? -preguntó Conseil.
-No sólo de su tamaño, sino también de su forma, de su agua, es decir, de su color, y de su oriente, es decir, de ese brillo suave de visos cambiantes que las hace tan agradables a la vista. Las más bellas perlas son llamadas perlas vírgenes o parangones. Son las que se forman aisladamente en el tejido del molusco; son blancas, generalmente opacas, aunque a veces tienen una transparencia opalina, y suelen ser esféricas o piriformes. Las esféricas son comúnmente utilizadas para collares y brazaletes; las piriformes, para pendientes, y por ser las más preciosas se venden por unidades. Las otras, las que se adhieren a la concha de la ostra, son más irregulares y se venden al peso. Por último, en un orden inferior se clasifican las pequeñas perlas conocidas con el nombre de aljófar, que se venden por medidas y que sirven especialmente para realizar bordados sobre los ornamentos eclesiásticos.
-Debe ser muy laboriosa la separación de las perlas por su tamaño -dijo el canadiense.
-No. Ese trabajo se hace por medio de once tamices o cribas con un número variable de agujeros. Las perlas que quedan en los tamices que tienen de veinte a ochenta agujeros son las de primer orden. Las que no escapan a las cribas perforadas por cien a ochocientos agujeros son las de segundo orden. Por último, aquellas con las que se emplean tamices de novecientos a mil agujeros son las que forman el aljófar.
-Es muy ingeniosa esa clasificación mecánica de las perlas -dijo Conseil-. ¿Podría decirnos el señor lo que produce la explotación de los bancos de madreperlas?
-Si nos atenemos al libro de Sirr -respondí-, las pesquerías de Ceilán están arrendadas por una suma anual de tres millones de escualos.
-De francos -dijo Conseil.
-Sí, de francos. Tres millones de francos. Pero yo creo que estas pesquerías no producen ya tanto como en otro tiempo Lo mismo ocurre con las pesquerías americanas, que, bajo e reinado de Carlos V, producían cuatro millones de francos en tanto que ahora no pasan de los dos tercios. En suma puede evaluarse en nueve millones de francos el rendimiento general de la explotación de las perlas.
-Se ha hablado de algunas perlas célebres cotizadas a muy altos precios -dijo Conseil.
-En efecto. Se ha dicho que César ofreció a Servilia una perla estimada en ciento veinte mil francos de nuestra moneda.
-Yo he oído contar -dijo el canadiense -que hubo una dama de la Antigüedad que bebía perlas con vinagre.
-Cleopatra -dijo Conseil.
-Eso debía tener muy mal gusto -añadió Ned Land.
-Detestable, Ned -respondió Conseil-, pero un vasito de vinagre al precio de mil quinientos francos hay que apreciarlo.
-Siento no haberme casado con esa señora -dijo el canadiense a la vez que hacía un gesto de amenaza.
-¡Ned Land esposo de Cleopatra! -exclamó Conseil.
-Pues aquí donde me ve, Conseil, estuve a punto de casarme -dijo el canadiense muy en serio-, y no fue culpa mía que la cosa no saliera bien. Y ahora recuerdo que a mi novia, Kat Tender, que luego se casó con otro, le regalé un collar de perlas. Pues bien, aquel collar no me costó más de un dólar, y, sin embargo, puede creerme el señor profesor, las perlas que lo formaban no hubieran pasado por el tamiz de veinte agujeros.
-Mi buen Ned -le dije, riendo-, eran perlas artificiales, simples glóbulos huecos de vidrio delgado interiormente revestido de la llamada esencia de perlas o esencia de Oriente.
-Pero esa esencia de perlas -dijo el canadiense -debe costar cara.
-Prácticamente nada. No es otra cosa que el albeto, la sustancia plateada de las escamas del alburno, conservado en amoníaco. No tiene valor alguno.
-Quizá fuera por eso por lo que Kat Tender se casó con otro -dijo filosóficamente Ned Land.
-Pero, volviendo a las perlas de muy alto valor -dije-, no creo que jamás soberano alguno haya poseído una superior a la del capitán Nemo.
-Ésta -dijo Consed, mostrando una magnífica perla en la vitrina.
-Estoy seguro de no equivocarme al asignarle como mínimo un valor de dos millones de…
-De francos -dijo vivamente Conseil.
-Sí -dije-, dos millones de francos, sin que le haya costado seguramente más trabajo que recogerla.
-¿Quién nos dice que no podamos mañana encontrar otra de tanto valor? -dijo Ned Land.
-¡Bah! -exclamó Conseil.
-¿Y por qué no?
-¿Para qué nos servirían esos millones, a bordo del Nautilus?
-A bordo, para nada -dijo Ned Land ; pero… fuera…
-¡Oh! ¡Fuera de aquí! -exclamó Conseil, moviendo la cabeza.
-Ned Land tiene razón -dije-, y si volvemos alguna vez a Europa o a América con una perla millonaria, tendremos algo que dará una gran autenticidad y al mismo tiempo un alto precio al relato de nuestras aventuras.
-Ya lo creo -dijo el canadiense.
Pero Conseil, atraído siempre por el lado instructivo de las cosas, preguntó:
-¿Es peligrosa la pesca de perlas?
-No -respondí vivamente-, sobre todo, si se toman ciertas precauciones.
-¿Qué puede arriesgarse en ese oficio? ¿Tragar unas cuantas bocanadas de agua salada? -dijo Ned Land.
-Tiene usted razón, Ned. A propósito -dije, tratando de remedar la naturalidad del capitán Nemo-, ¿no tiene usted miedo de los tiburones?
-¿Yo? ¿Miedo yo, un arponero profesional? Mi oficio es burlarme de ellos.
-Es que no se trata de arponearlos, de izarlos al puente de un barco, de despedazarlos, de abrirles el vientre y arrancarles el corazón para luego echarlos al mar.
-Entonces, de lo que se trata es de…
-Sí.
-¿En el agua?
-En el agua.
-Bien, ¡con un buen arpón! ¿Sabe usted, señor profesor? Los tiburones tienen un defecto, y es que necesitan ponerse tripa arriba para clavarle los dientes, y mientras tanto…
Daba escalofríos la forma con que Ned Land dijo eso de «clavarle los dientes».
-Y tú, Conseil, ¿qué piensas de esto?
-Yo seré franco con el señor.
«¡Vaya! ¡Menos mal!», pensé.
-Si el señor afronta a los tiburones, no veo por qué su fiel sirviente no lo haría con él.
Capítulo 3
Una perla de diez millones
No pude apenas dormir aquella noche. Los escualos atravesaban mis sueños. Me parecía tan justa como injusta a la vez esa etimología que hace proceder la palabra francesa con que se designa al tiburón, requin, de la palabra requiem.