Mal de muchas. Marcela Alluz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcela Alluz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9789500210638
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posicionan en un lugar culpable. Siempre.

      Margarita, me alcanzás las pastillas de la cómoda. Suspiro.

      Nena, podrías secar mejor el baño cuando te duchás. Chasquido de lengua.

      Es demasiado escotada esa remera. Mohín.

      Yo dije que te ibas a resfriar. Ja.

      Andate a fumar lejos que desde la ventana me llega el humo. Tos.

      Oh, pobre mi madre, también debe ser bravo que te caiga una hija en la mitad de la vida a modificarte la existencia. Eso por no prever, asegura, moviendo la cabeza de lado a lado. Sigue, Yo me sacrifiqué toda la vida para tener esta casa, una a tu edad debería tener un lugar propio, qué hubieses hecho si no me tuvieras a mí. Una vida de trabajo al lado de tu padre para criarlas y dejarles algo. Bueno, no es que les dejamos mucho, pero siquiera un título con el que pensamos que les harían frente a las necesidades. Tu hermana al menos se casó bien. Vos ni eso. No te estoy retando, no, solo digo. Barre mis pies y chas chas con las pantuflas. Trago el café y mastico mi fracaso a modo de tostadas.

      Hoy podríamos ir al súper, dice, me encanta ir al súper y llenar el carro. No, pienso. Al súper, no. Además ella cree que aún va a llenar el carro. Qué vieja pava. Compremos en la despensa, le digo. Si al final sale lo mismo. Ni loca, quiero ir al súper. Dejá, no importa, voy a ir sola en taxi, total, si me asaltan, problema mío. Está tan mal todo, sigue, que estos negritos ven una vieja como yo y le arrebatan todo. Sí, furiosa ahora, negritos. No te pongas a defenderlos porque eso es lo que son.

      Me callo. Una de las cosas que he aprendido es que cuando mi madre toma ese camino, no hay retorno.

      A las seis vamos, le digo, esperame lista.

      No podrás salir antes, no. No, mamá, el horario de la escuela es hasta las 17, no puedo. Ay, querida, refunfuña, qué esclavitud la tuya. Sí, respondo, con mal tono, una verdadera esclavitud.

      Sabe que no lo digo por el trabajo, sabe.

      Me cuelgo la cartera y es un espanto la cara de diablo que debo tener. Hace mucho frío, estornudo las dos cuadras que me separan de la parada.

      Sigo de malhumor cuando vuelvo. Son pasadas las seis. Tarde, me dice cuando llego. Está parada en la puerta y casi me mata de un susto. En la penumbra me espera, lista, con el bolso al hombro y la boca pintada de rojo furioso. Ella no sale sin pintarse la boca. Me dejás llegar, le pido. Ya llegaste, mirá la hora que es, además quiere un café, la señora, ironiza.

      No, mamá, vamos. Ella está segura de que yo vengo de un picnic. Que mi laburo es un vivero donde los chicos son plantas y yo me paseo entre ellas. Puedo hacer pis, pregunto. Y sí, qué voy a hacer, te sigo esperando.

      Pone llave y vamos a la cochera. Me da las llaves del auto, porque están siempre en su monedero. El auto de papá que ya tiene veinte años, pero ella cuida como si fuera un chiche. Solo puedo usarlo para llevarla a ella. Jamás se le ocurriría dejarme manejarlo sola. Como estoy enojada, apenas hacemos unas cuadras le digo algo que sé que la va a molestar. Por qué hago eso. Qué raro que vos siendo tan independiente no aprendiste a manejar. Listo. Tiré la piedra. Me desquité. Pero ahora viene lo peor. Soy tan boluda. Tu padre no quiso enseñarme, yo le rogué, le supliqué, pero él no me tenía paciencia, las veces que intentamos, me gritaba, me decía que era una burra, así que ahí nomás me bajé y le dije, Tomá tu auto, ahora, eso sí, vas a ser mi chofer hasta que te mueras. Y así fue nomás. No, si a mí no me iba a ganar así nomás. Pero te ganó, le digo. Para qué le digo. No quiero hablar más con vos, Margarita, pareciera que disfrutás amargándome, yo entiendo que tengas una vida de mierda y que no te den ganas de llevar a una pobre vieja como yo a hacer las compras, pero te recuerdo que vos consumís lo que yo pago, y que nadie te ha llamado, vos solita has vuelto, así que dejá, nomás, estacioná y dejame que yo voy a entrar sola, no te necesito.

      Cierro con llave y agarro el carro. Allá vamos.

      Es de noche. Fumo con la puerta cerrada en mi cuarto cerca de la ventana. Ya es viernes, a pesar de que mis semanas se arrastran, siempre tengo la esperanza de que el fin de semana me vaya a pasar algo. Algo. Cualquier cosa. Es verdad que últimamente evito las reuniones y las citas. Desde que me mudé aquí me estoy volviendo monja. No he vuelto a tener pareja estable y los únicos tipos que me interesan son casados o no me dan bola. Podría ir a dar una vuelta, pero mamá no me presta el auto a menos que salga con ella. Y no. Prefiero enmohecerme aquí. Prendo la computadora, entro al Face. El único con el que me interesaría hablar me ha prohibido que le escriba después de las seis de la tarde. Mi mujer me tiene muy vigilado, argumenta. Creerá que con eso lo voy a ver apetecible. Como decir que hay alguien que lo quiere, que lo cela. Infeliz. Vergüenza debería darle poner esa excusa. O no se animará a decirme, No me jodas, no me gustás. Eso debe ser. Miro la bola verde que indica que está conectado y me quedo hipnotizada viéndola. Por qué será que me atrae ese hombre. Demasiado prudente, pacato, conservador, capitalista, hombre de familia, planillita y camisa de marca. Un pelotudo.

      Los domingos suele venir mi hermana con su familia. Tres niños tiene. Mis sobrinos. Los dulces nietecitos de mi madre. Todo es un alboroto, desde las compras del día anterior hasta la hora en que se van. Pero sirve de evasión esa visita para soportar el agobio de los almuerzos las dos solas. Nuestros almuerzos de domingo que suelen terminar con la frase, Al menos un hijo hubieras tenido. Un hijo, o hija, mejor, sí, una mujer, así tendrías alguien que te cuide cuando seas vieja. Como vos, le digo, pretendiendo ofenderla. Sí, responde, yo al menos tengo dos hijas que calculo que me darán una mano cuando no pueda conmigo. O planeen asesinarte, pienso yo, pero no lo digo. Aquí la única que tiene libertad de expresión es mi madre. Y vaya que la usa.

      Mi madre adora a sus nietos. Los adora porque le encanta esgrimirlos ante sus amigas, saca fotos de ellos y dice, Es lo mejor que me pasó en la vida. Mentira, creo yo. Perras mentiras. Frase trillada que ella escuchó y que la repite con la intención de demostrar que ella cumplió con la vida.

      Deja de adorarlos cuando critica amargamente a mi hermana enrostrándole el libertinaje en el que los cría, según ella. Chicos alimentados a salchichas y comida rápida, sin hábitos, engrampados a pantallas y consolas.

      Deberías sacarlos a una plaza, que corran, que respiren aire puro.

      Mi hermana le oculta las materias que se llevan, las amonestaciones, los fracasos cotidianos. No quiere oírla. La entiendo tanto.

      Ellos, dos niñas y un varón, miran a su abuela y la quieren, a pesar de todo. Perciben su presencia magnánima, el respaldo que es en sus vidas, los brazos que aun retándolos los recibirán si alguna vez no tienen adónde ir.

      Hace dos horas que se está arreglando. Se puso los ruleros, la faja, un trajecito, los zapatos de taco ancho y medio bajo. Son zapatos de vieja, me dice. Pero son cómodos, me salieron carísimos así que deben ser buenos. Te gustan. Asiento. Hermosos, vieja.

      Se pinta las uñas. Color magenta, me informa. Se usa mucho. Cómo sabés, mamá. Porque veo la televisión, vos deberías ver más tele así aprendés a vestirte y no salís hecha un mamarracho. Ya no está de moda ser hippie, me dice. Qué vieja hija de puta, pienso riéndome y acordándome de mis jeans y mis camisolas. Sí, tenés razón. Lo digo en serio. Sigue pintándose con un imperceptible temblor que me conmueve. Termina y mueve las manos delante de su rostro mientras se sopla las uñas. Se coloca los lentes, sacude su cartera y se la cuelga. Cómo estoy. Hermosa, le digo. Nadie me da la edad que tengo, me explica, yo igual me saco tres años, así que ni se te ocurra decir cuántos cumplo. Jamás, mamá. Bueno, me voy, ahí llegó el taxi, lavá