La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4064066058463
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de eso, ya estaba casi siempre alterado. Cuando yo era muy niña... No... entonces salíamos los domingos a paseo, y me llevaba a Chamartín y comíamos en el campo con Pascuala.

      -¿Y ahora no sale usted nunca de aquí?

      -Nunca -dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosa más natural del mundo.

      El militar se interesaba cada vez más por la persona que tan repentinamente había conocido. Cada vez sospechaba más que aquella infeliz era víctima de las brutalidades del fanático. Desde el sitio en que se hallaba, veía al viejo sentado en un sillón y entregado a su mudo frenesí. Mirando después a Clara, cuya gracia sencilla y melancólica franqueza formaban contraste con el terrible realista, se aumentaron su confusión, su curiosidad y sus temores.

      «¿Y usted no sale para distraerse, para ver y reponerse de estar aquí encerrada tanto tiempo?» le dijo, casi conmovido.

      -¿Yo?... ¿para qué salgo? Me pongo triste cuando salgo. No veo la calle sino cuando voy a las Góngoras los domingos muy temprano; pero al verme fuera, me parece que estoy más sola que aquí.

      -¿Y él no tiene empeño en que usted se divierta, en que pase agradablemente la vida? -dijo el militar casi asustado de su curiosidad y mirando de soslayo a Elías para ver si atendía a su conversación.

      -¿Él? Pero yo no quiero divertirme... porque... ¿qué voy a hacer fuera de aquí? Él dice que debo estar siempre en la casa.

      -¿Pero usted no trata a nadie, no ve a nadie?

      -A Pascuala, que me quiere mucho.

      Ya el militar tenía ganas de saber quién era aquella Pascuala.

      «¿Y esa Pascuala es amiga de usted?».

      -Es la criada.

      -Ya... ¿Y no tiene usted más amiga? A la edad de usted es natural y conveniente la amistad de las jóvenes, y sobre todo, no se puede vivir de esa manera. Es preciso...

      -Yo estoy bien así. Él dice que no debo conocer a nadie.

      -¿Y la obliga a usted a llevar esta vida tan triste?

      -No me obliga. Yo, si quisiera, podría salir. Él no está nunca aquí. Pero yo... Dios me libre... ¿A dónde había de ir?

      El militar no sabía qué pensar. ¿Qué relaciones existían entre aquel monomaniaco y aquella joven? ¿Sería su padre, su marido?... -No -decía para sí-. Es repugnante sospechar que puedan existir los vínculos del matrimonio entre los dos.

      «No extrañe usted mis preguntas -dijo, continuando con ansiedad-; pero me interesan mucho ustedes dos. ¿Y a él nadie le visita, nadie viene a verle?».

      -Conoce mucho a unas señoras, que llaman las señoras de Porreño. Son nobles y fueron muy ricas.

      -¿Y vienen aquí?

      -Muy pocas veces. Él las quiere mucho.

      -Y esas, que presumo serán personas de buenos sentimientos, ¿no le tienen a usted cariño, no la quieren?

      -¿A mí? Una vez me dijeron que yo parecía ser una buena muchacha.

      -¿Y nada más? ¿No le han dicho más?

      -¡Ah!, son muy buenas. Él dice que son muy buenas. Una de ellas dicen que es santa.

      Estas declaraciones eran hechas por Clara con una ingenuidad tan espontánea, que conmovía al que pudiera oírlas. Para que el lector, que aún no conoce la infinita bondad de este carácter, no extrañe la franqueza leal y la sublime indiscreción de la pobre Clara, añadiremos que durante años enteros esta desgraciada no veía más personas que don Elías, Pascuala, y a veces, muy de tarde en tarde, las tres melancólicas efigies de las señoras de Porreño. Su vida era un silencio prolongado y un hastío lento. Tan sólo pudieron reanimarla y darle alguna felicidad los cuarenta días que, seis meses antes de estos sucesos, había pasado en Ateca, pueblo de Aragón, a donde Elías la mandó para que disfrutara del campo. Más adelante veremos por qué tomó Elías esta determinación, y lo que resultó del viaje de Clara.

      «Pero es posible -continuó el militar, olvidado de que Elías estaba cerca-, ¿es posible que pase usted la vida de esta manera, sin más compañía que la de ese hombre? ¿Y no ha salido usted nunca de aquí, no ha ido al campo?

      -Sí: estuve unos días fuera, hace seis meses.

      -¿En dónde?

      -En Ateca. Él me mandó. Me puse mala, y fui allá a restablecerme. Estuve en su pueblo.

      -Ya... -dijo el militar, contento de haber encontrado un motivo, aunque pequeño, para suponer que aquel hombre no era enteramente feroz.

      -¿Y lo pasó usted bien?

      -¡Ah!, sí: me alegré mucho de estar allí.

      -¿Y no quiere usted volver?

      -¡Oh!, sí -exclamó Clara, sin poder contener una exclamación expansiva.

      -Usted no debe estar aquí; usted tiene el corazón más bondadoso que puede existir. ¿Para qué, sino para la sociedad, puede haber creado Dios un conjunto de gracias y méritos semejantes? ¡A cuántos podría usted hacer felices! ¿No ha pensado en esto? Piense usted en esto.

      Clara no pareció hacer caso de la galantería. Quedó en silencio y con los ojos bajos, tal vez ocupada en pensar en aquello, como el joven le aconsejó. ¿Quién sabe cuáles serían sus reflexiones en aquellos momentos?

      El curioso esperaba una contestación, cuando Elías, mirando hacia la habitación en que hablaban, exclamó:

      «¡Clara, Clara!».

      El militar se dirigió rápidamente hacia él, y disimulando su turbación, le dijo:

      «Caballero, no he querido marcharme hasta estar seguro de su mejoría. Aquí le contaba a esta niña el caso, y le hacía una relación de la imprudencia de aquellos hombres. Ya le veo a usted tranquilo y fuerte, y me retiro, diciéndole que puede disponer de mí para cuanto yo pueda serle útil».

      -Gracias -contestó secamente Elías-. Clara, acompaña a este caballero.

      Era preciso retirarse; ya no había pretexto alguno para permanecer allí. Su mano estaba perfectamente vendada, y su protegido le había indicado la puerta. El impresionable joven no sabía qué hacer para no salir. Miró a Clara para ver si leía en sus ojos el deseo de que no se marchara; pero ella manifestaba la mayor indiferencia, y hasta se había adelantado a abrir la puerta.

      No había más remedio. El militar tendió su mano al realista, que alargó dos dedos fríos y huesosos, y salió de la sala: al llegar a la puerta, quiso entablar de nuevo la conversación; pero la reverencia que le hizo la joven acabó de desesperarle. Salió, y se paró fuera otra vez.

      «No olvide usted lo que le he dicho. Usted no puede vivir de esta manera -dijo, bajando el primer escalón-. Es preciso que usted...».

      -¡Clara, Clara! -exclamó el fanático desde dentro con voz fuerte.

      Clara cerró la puerta, y el militar se quedó cortado y aturdido en la escalera. Su primer intento fue llamar otra vez, llamar hasta que ella saliera; pero reflexionó en lo imprudente de semejante conducta. Bajó con lentitud. -¿Qué misterio hay en esta casa? -decía para sí. Al hallarse en la calle sintió más viva su curiosidad, y la compasión hacia la joven era más intensa. -¿Es su hija, es su mujer, es su sobrina, es su protegida? -exclamó-. ¡Oh! No es posible renunciar a saber los secretos de esta casa. ¿Cómo renunciar a oírlos de la boca de Clara, que los confiaba con tanta ingenuidad?

      Anduvo un buen trecho por la calle, y se paró, miró a la casa. -Ella misma no me recibirá -dijo-; esto ha sido una casualidad. Y si vuelvo, ¿con qué pretexto?... ¡Cuánto debe padecer esa infeliz! Tiene cara de sufrir mucho... en compañía de esa fiera, sin ver a nadie ni hablar con nadie...

      Maquinalmente se dirigió otra vez a la casa, y continuando su soliloquio, decía: -Tal vez la riña por