Frisaba la edad de este excelente joven en los treinta y cuatro años. Era de complexión fuerte y un tanto hercúlea, con rara perfección formado, y tan arrogante, que si llevara uniforme militar ofrecería el más guerrero aspecto y talle que puede imaginarse. Rubios el cabello y la barba, no tenía en su rostro la flemática imperturbabilidad de los sajones, sino por el contrario, una viveza tal que sus ojos parecían negros sin serlo. Su persona bien podía pasar por un hermoso y acabado símbolo, y si fuera estatua, el escultor habría grabado en el pedestal estas palabras: inteligencia, fuerza. Si no en caracteres visibles, llevábalas él expresadas vagamente en la luz de su mirar, en el poderoso atractivo que era don propio de su persona, y en las simpatías a que su trato cariñosamente convidaba.
No era de los más habladores: sólo los entendimientos de ideas inseguras y de movedizo criterio propenden a la verbosidad. El profundo sentido moral de aquel insigne joven le hacía muy sobrio de palabras en las disputas que constantemente traban sobre diversos asuntos los hombres del día; pero en la conversación urbana sabía mostrar una elocuencia picante y discreta, emanada siempre del buen sentido y de la apreciación mesurada y justa de las cosas del mundo. No admitía falsedades y mistificaciones, ni esos retruécanos del pensamiento con que se divierten algunas inteligencias impregnadas del gongorismo; y para volver por los fueros de la realidad, Pepe Rey solía emplear a veces, no siempre con comedimiento, las armas de la burla. Esto casi era un defecto a los ojos de gran número de personas que le estimaban, porque aparecía un poco irrespetuoso en presencia de multitud de hechos comunes en el mundo y admitidos por todos. Fuerza es decirlo, aunque se amengüe su prestigio: Rey no conocía la dulce tolerancia del condescendiente siglo que ha inventado singulares velos de lenguaje y de hechos para cubrir lo que a los vulgares ojos pudiera ser desagradable.
Así, y no de otra manera, por más que digan calumniadoras lenguas, era el hombre a quien el tío Licurgo introdujo en Orbajosa en la hora y punto en que la campana de la catedral tocaba a misa mayor. Luego que uno y otro, atisbando por encima de los bardales, vieron a la niña y al Penitenciario y la veloz corrida de aquella hacia la casa, picaron sus caballerías para entrar en la calle Real, donde gran número de vagos se detenían para mirar al viajero, como extraño huésped intruso de la patriarcal ciudad. Torciendo luego a la derecha, en dirección a la catedral, cuya corpulenta fábrica dominaba todo el pueblo, tomaron la calle del Condestable, en la cual, por ser estrecha y empedrada, retumbaban con estridente sonsonete las herraduras, alarmando al vecindario que por ventanas y balcones se mostraba, para satisfacer su curiosidad. Abríanse con singular chasquido las celosías, y caras diversas, casi todas de hembra, asomaban arriba y abajo. Cuando Pepe Rey llegó al arquitectónico umbral de la casa de Polentinos, ya se habían hecho multitud de comentarios diversos sobre su figura.
Capítulo IV
La llegada del primo
El Sr. Penitenciario, cuando Rosarito se separó bruscamente de él, miró a los bardales y viendo las cabezas del tío Licurgo y de su compañero de viaje, dijo para sí:
-Vamos; ya está ahí ese prodigio.
Quedose un rato meditabundo, sosteniendo el manteo con ambas manos cruzadas sobre el abdomen, fija la vista en el suelo, con los anteojos de oro deslizándose suavemente hacia la punta de la nariz, saliente y húmedo el labio inferior, y un poco fruncidas las blanqui-negras cejas. Era un santo varón, piadoso y de no común saber, de intachables costumbres clericales, algo más de sexagenario, de afable trato, fino y comedido, gran repartidor de consejos y advertencias a hombres y mujeres. Desde luengos años era maestro de latinidad y retórica en el Instituto, cuya noble profesión diole gran caudal de citas horacianas y de floridos tropos, que empleaba con gracia y oportunidad. Nada más conviene añadir acerca de este personaje, sino que cuando sintió el trote largo de las cabalgaduras que corrían hacia la calle del Condestable, se arregló el manteo, enderezó el sombrero, que no estaba del todo bien ajustado en la venerable cabeza, y marchando hacia la casa, murmuró:
-Vamos a conocer a ese prodigio.
En tanto Pepe bajaba de la jaca y en el mismo portal le recibía en sus amantes brazos doña Perfecta, anegado en lágrimas el rostro y sin poder pronunciar sino palabras breves y balbucientes, expresión sincera de su cariño.
-¡Pepe... pero qué grande estás!... ¡y con barbas! Me parece que fue ayer cuando te ponía sobre mis rodillas... ya estás hecho un hombre, todo un hombre... ¡Cómo pasan los años!... ¡Jesús! Aquí tienes a mi hija Rosario.
Diciendo esto, habían llegado a la sala baja, ordinariamente destinada a recibir, y doña Perfecta presentole a su hija.
Era Rosarito una muchacha de apariencia delicada y débil, que anunciaba inclinaciones a lo que los portugueses llaman saudades. En su rostro fino y puro se observaba la pastosidad nacarada que la mayor parte de los poetas atribuyen a sus heroínas, y sin cuyo barniz sentimental parece que ninguna Enriqueta y ninguna Julia pueden ser interesantes. Pero lo principal en Rosario era que tenía tal expresión de dulzura y modestia, que al verla no se echaban de menos las perfecciones de que carecía. No es esto decir que era fea; mas también es cierto que habría pasado por hiperbólico el que la llamara hermosa, dando a esta palabra su riguroso sentido. La hermosura real de la niña de doña Perfecta consistía en una especie de transparencia, prescindiendo del nácar, del alabastro, del marfil y demás materias usadas en la composición descriptiva de los rostros humanos, una especie de transparencia, digo, por la cual todas las honduras de su alma se veían claramente; honduras no cavernosas y horribles como las del mar, sino como las de un manso y claro río. Pero allí faltaba materia para que la persona fuese completa: faltaba cauce, faltaban orillas. El vasto caudal de su espíritu se desbordaba, amenazando devorar las estrechas riberas.
Al ser saludada por su primo, se puso como la grana y sólo pronunció algunas palabras torpes.
-Estarás desmayado -dijo doña Perfecta a su sobrino-. Ahora mismo te daremos de almorzar.
-Con permiso de Vd. -repuso el viajero-, voy a quitarme el polvo del camino.
-Muy bien pensado -dijo la señora- Rosario, lleva a tu primo al cuarto que le hemos preparado. Despáchate pronto, sobrino. Voy a dar mis órdenes.
Rosario llevó a su primo a una hermosa habitación situada en el piso bajo. Desde que puso el pie dentro de ella, Pepe reconoció en todos los detalles de la vivienda la mano diligente y cariñosa de una mujer. Todo estaba puesto con arte singular, y el aseo y frescura de cuanto allí había convidaban a reposar en tan hermoso nido. El huésped reparó minuciosidades que le hicieron reír.
-Aquí tienes la campanilla -dijo Rosarito, tomando el cordón de ella, cuya borla caía sobre la cabecera del lecho-. No tienes más que alargar la mano. La mesa de escribir está puesta de modo que recibas la luz por la izquierda... Mira, en esta cesta echarás los papeles rotos... ¿Tú fumas?
-Tengo esa desgracia -repuso Pepe, sonriendo.
-Pues aquí puedes echar las puntas de cigarro -dijo ella, tocando con la punta del pie un mueble de latón dorado lleno de arena-. No hay cosa más fea que ver el suelo lleno de colillas de cigarro... Mira el lavabo... Para la ropa tienes un ropero y una cómoda... Creo que la relojera está mal aquí y se te debe poner junto a la cama... Si te molesta la luz no tienes más que correr el transparente tirando de la cuerda... ¿ves?... risch...
Pepe estaba encantado.
Rosarito abrió una ventana.
-Mira -dijo-, esta ventana da a la huerta. Por aquí entra el sol de tarde. Aquí tenemos colgada la jaula de un canario, que canta como un loco. Si te molesta la quitaremos.
Luego