Fuerza igual masa por aceleración. Constituye una herramienta poderosa para contestar con precisión preguntas como las siguientes: ¿qué órbitas son posibles para planetas y cometas ante la atracción del Sol? ¿Qué curva describe en el aire el ombligo de un bañista que se tira a la piscina desde un tablón? ¿Con qué ángulo respecto de la horizontal tiene que lanzar un futbolista la pelota para que llegue lo más lejos posible? O, si el Sol y su séquito de planetas giran a novecientos mil kilómetros por hora en torno al centro de la galaxia, distante doscientos cuarenta mil billones de kilómetros, ¿cuál es la masa total de la galaxia? Respuestas: las órbitas posibles son las que se forman por la intersección de un plano con un cono: el círculo, la elipse y la hipérbole; la curva del ombligo del bañista es una parábola; el ángulo es de 45 grados si dejamos fuera el freno del aire; la masa de la galaxia equivale a unas cien mil millones de masas solares. Estas respuestas se pueden precisar más y más según el contexto, aunque como veremos más adelante la teoría de Newton tiene un ámbito de aplicación fuera del cual no entrega ni explicaciones ni predicciones adecuadas.
O, ¿con qué velocidad debo lanzar un cohete hacia arriba para que se escape de la Tierra y no vuelva? Curiosamente, la respuesta a esta última pregunta no depende de la masa del cohete. Una pulga, una manzana, un elefante o una nave espacial deben alcanzar la misma velocidad para escapar de las garras del planeta madre: cuarenta mil trescientos kilómetros por hora. Si es menos, el objeto vuelve a la Tierra. Si es más, se escapa para siempre. Por supuesto que, escapándose de la Tierra, el elefante en fuga puede ser atrapado por la atracción de otro planeta o del mismo Sol. De hecho, controlando cuidadosamente la velocidad en cada momento, fue posible enviar, gracias a lo que nos enseña esa famosa segunda ley, una nave espacial no tripulada a Marte, la que aterrizó con metros de precisión en un lugar predeterminado el 28 de mayo de 1971. O recorrer Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, como lo hicieron las naves Voyager en 1977.
Y la luz, ¿puede escaparse? La pregunta la hacemos porque la luz es distinta, se dice que no tiene masa, y por tanto la segunda ley parece no afectarla. Que escapa está claro, pues si no fuese así no veríamos ni la Luna, ni el Sol, ni cuerpo alguno en el espacio, ¿verdad? Pero, ¿podemos atraparla entonces?
En sus estudios sobre el electrón, el físico holandés Hendrik Anton Lorentz descubrió a principios del siglo veinte que la masa de esa partícula no es la misma si está quieta o en movimiento. Fue una sorpresa, ya que en el acontecer de la vida diaria no hay indicios de que la masa de un cuerpo varíe. Un pájaro volando ¿tiene más masa que uno quieto en su nido? Una manzana de 200 gramos ¿tiene mayor masa cuando se mueve?
Aunque resulte extraño, así es. A 10 kilómetros por hora, la masa de una manzana resulta cerca de un centésimo de millonésimo de millonésimo de gramo mayor que cuando está inmóvil, algo insignificante, imposible de detectar. Sin embargo, si se moviese a nueve décimos de la velocidad de la luz, la masa nos parecería más del doble. Y si la velocidad es el noventa y nueve coma nueve por ciento de la velocidad de la luz (1.078.173.594 kilómetros por hora), sería para nosotros veintidós veces más masiva. Quiero subrayar que sólo lo sería para nosotros, para los que la vemos pasar (suponiendo que la vemos pasar, a esa enorme velocidad), pues para el gusano adentro, la manzana está quieta, y para su estómago sigue siendo una mezquina manzana de doscientos gramos. El asunto tiene que ver con el movimiento relativo. Para uno la manzana pasa, ¡zum!, pero para el gusano pasa uno ¡muz! (en la dirección opuesta) y es el humano en cambio el más gordito. Si la velocidad relativa es el noventa y nueve coma nueve por ciento de la velocidad de la luz, el gusano no me vería de setenta kilos, sino ¡de tonelada y media!
¿En qué quedamos entonces? ¿Cuál es la masa de un electrón? Bueno, esto ya es materia de definición. Si uno quiere usar lenguaje técnico, distingue entre “masa en reposo” y “masa en movimiento” de un objeto. La primera es una especie de masa intrínseca, que no cambia mientras el electrón sea electrón: es toda su masa cuando el electrón está quieto y define su energía interna, su emececuadrado. La segunda, siempre mayor que la masa en reposo, tiene un agregado que parte de cero y aumenta progresivamente con la velocidad.
La masa en movimiento se agranda y agranda sin límite a medida que la velocidad se acerca a la de la luz. A la velocidad de la luz misma, si el objeto pudiera alcanzar este grado de rapidez, se haría infinita, mayor que lo más grande que uno pueda concebir. En los inmensos aceleradores de partículas que hay en EE.UU. (Fermilab) o Suiza (cern), los protones se aceleran hasta que su velocidad roza la de la luz, impedidos de alcanzarla por este crecer ilimitado de la masa.
De acuerdo con ello, pensamos que las partículas con masa nunca pueden llegar a viajar a la velocidad de la luz. Hasta ahora sólo conocemos objetos que lo hacen a velocidades menores, aunque en 1967 Gerald Feinberg propuso que quizás existan partículas con velocidades superiores a la de la luz, los llamados “taquiones”. Para ellas la de la luz seguiría siendo una velocidad límite, pero no un máximo sino un mínimo. Sin embargo, no sabemos si en realidad existen, pues hasta ahora nunca se logró detectar un taquión.
Si nada puede viajar a la velocidad de la luz, ¿cómo lo hace la luz misma? El secreto está en que su masa en reposo es nula. Según la teoría de la relatividad especial de Einstein la masa en movimiento llega a ser infinita a la velocidad de la luz sólo si la masa en reposo no es cero. Si ésta es cero, en cambio, no hay problema para que una partícula tenga esa velocidad y de hecho tal partícula tendrá siempre esa rapidez.
La teoría de Hendrik Lorentz sobre la masa era incompleta. Einstein nos enseñó a interpretar correctamente el concepto de masa variable. En 1905 propuso que (en sus palabras) “la masa de un objeto es una medida de la energía que contiene”. Unas décadas antes, James Joule había establecido la equivalencia entre el calor y la energía del movimiento. Aunque hasta entonces no se conocía la relación entre ambos, estas propiedades empezaron a pensarse como dos formas de una misma cualidad. Según esta visión el calor de una estufa eléctrica, por ejemplo, proviene del movimiento de los electrones que recorren el calefactor chocando con los átomos que lo forman y haciéndolos vibrar con mayor violencia. El color rojizo que adquiere es una manifestación de este vibrar frenético, es energía en forma de radiación que entregan las vibraciones al medio ambiente. Los átomos de la superficie del calefactor, a su vez, chocan con las moléculas del aire circundante aumentando su rapidez. Si ponemos las manos cerca, estas veloces moléculas golpean los átomos de la piel haciéndolos vibrar más fuertemente, movimiento que afecta las terminaciones nerviosas, que finalmente percibimos como la sensación de “calor”.
Asimismo, calentar agua al fuego no es más que transferir energía de movimiento y radiación desde los veloces iones atómicos que conforman la llama a los átomos de la olla, y de éstos, a las moléculas de agua. En el termómetro con que nos tomamos la temperatura, el mercurio se dilata porque el calor del cuerpo aumenta la amplitud de vibración de los átomos del metal líquido necesitando así más espacio.
El calor es “energía de movimiento”, y la temperatura no es otra cosa que una medida de su “cantidad”. Después de Joule, vemos al calor como una forma más de energía. Después de Einstein, vemos también la masa como una forma de energía, transformable en calor o en movimiento. De esta noción surgieron los reactores nucleares para generar energía eléctrica, y las temibles bombas que tanta angustia han causado a la humanidad.
Ya que nos hemos referido a la variación de la masa con la velocidad no resisto la tentación de mencionar otros dos efectos sorprendentes que aparecen en la teoría de la relatividad. Así como la masa crece, las distancias se acortan y los intervalos de tiempo se agrandan con la velocidad.
Por ejemplo, si mi lector pasa frente a la librería a doscientos sesenta mil kilómetros por segundo, este libro le parecería la mitad del ancho que alega el librero que tiene. Si por otro lado la manzana con su gusano pasan dos veces ante mí al 99,9 por ciento de la velocidad de