—¡Están fascinados con tu silla! –exclamó Kathy acercándose a él mascando chicle. Parecía que lo iba a devorar pero le dio solo un besito de periquito, para no mancharlo con pintura de labios.
La silla era muy ligera, apenas una evocación de silla, hecha con las líneas mínimas para poder decir: esto es una silla.
—No encuentras una silla así en todo Costa Rica –dijo Giannina y se acercó a saludarlo con dos sonoros besos.
Kathy aplaudió, espontánea, roja de orgullo. A Giannina y a Juan les dio vergüenza ajena.
—No te lo esperabas, ¿eh? –le dijo Juan a su novia. Pero lo dijo con gran sonrisa y Kathy no percibió el sarcasmo.
—Qué malo eres –le dijo Giannina a Juan, sonriendo con sus ojazos azules.
Aquella silla era para Kathy la consumación de algo. Todo había empezado ahí mismo, en casa de los Giannis, una lluviosa tarde de domingo bebiendo grapa después del almuerzo. Kathy y Juan llevaban un par de meses saliendo y Juan la había llevado por primera vez adonde sus amigos. Entonces salió a la conversación que Juan era arquitecto. Kathy no lo sabía y no le dio mayor importancia hasta que vio la cara de sorpresa y admiración de Giannina.
“Eres arquitecto…”, repitió Giannina. “Fui arquitecto”, exclamó Juan, pero la broma no fue suficiente para desviar la atención y Giannina se lanzó a hacerle el cuestionario que Kathy no habría osado –ni podido– hacerle. Así se enteraron de que Juan se había graduado con honores en la mejor escuela de Barcelona; su tesis le había llevado cinco años y había sido expuesta en una prestigiosa galería.
Juan, ya bastante bebido, había terminado por contar que hacía unos años se había ganado el premio no sé qué de diseño (Kathy no retuvo el nombre ni le importaba). A ella se le había clavado en el alma la cara de Giannina al enterarse de todo aquello. Lo que la había llenado de orgullo había sido la mueca muda y boquiabierta de veneración que la otra le había dedicado a su Juan.
Giannina (aún decepcionada por aquella “novia” hortera que les había traído Juan a casa) quiso marcar la diferencia entre su admiración y la de la rubia de raíces oscuras. “Ser arquitecto en Europa no es tan fácil como aquí, le dijo, allá los títulos no se compran en las universidades de garaje”.
Esto había sido un largo domingo lluvioso. Y por eso:
—Qué malo eres –repitió Giannina, para que no pasara desapercibida la burla de Juan y para, una vez más, marcar la distancia entre ambas femeninas admiraciones.
Los otros invitados a la cena eran Gianni Tetas (con dos ojeras que testificaban la noche anterior) y Lenin, un costarricense de veintiocho años que trabajaba en la embajada de Italia haciendo lo que fuera, como una forma de sentirse ocho horas al día en territorio italiano. La reiterada broma era que a Lenin le pagaban porque no sabían que para ellos trabajaría gratis. Tenía una filia enfermiza por aquel país, sobre todo por la ciudad de Roma, donde algún día viviría en una buhardilla haciendo un doctorado en el pensamiento de Gramsci. Era cual si ya hubiese vivido ahí, de tantas películas y libros que había tragado, le dijo a Juan cuando se conocieron, en aquel salón. Juan le dijo que a él le había sucedido igual con Nueva York y que “se te pasará, ya lo verás”.
—¡Está lista la pasta! –anunció Gianni y pareció que hubiese gritado ¡soldados, a las barricadas!, tal fue la carrera que pegaron todos hacia la mesa.
Para Kathy era extraño el carácter ceremonial que tenía la comida para aquellos italianos y que Juan secundaba divertido. La pasta tenía que cocerse equis minutos exactos y comerse de inmediato; el vino se abría así, se dejaba respirar asá, se servía así, se olía asá y se bebía acusá… Una vez en la mesa, pasaban toda la cena hablando de la preparación de los platos, entrando en matices que Kathy ni sospechaba que existían. Gianni había cristalizado la cebolla por tres horas; a los tomates les había quitado cáscara y semillas; en lugar de pimienta negra había usado pimienta larga, que tenía que traer en barco desde Italia… A Kathy a veces le parecía que estaban todos montando una escena, para burlarse de ella. Si hubiera tenido un poco de seguridad en sus propios criterios, habría considerado aquella parafernalia una pedantería.
Esta vez quiso aprovechar la velada para llevarse la silla de Juan a su molino, buscando el apoyo de todos para motivar a su hombre a ganarse la vida vendiéndoles muebles a los extranjeros ricos. No es que estuviera convencida de que tal cosa fuera posible, ella de eso entendía poco o nada, pero Gianni el Fino, guiñándole un ojo a Juan, empezó a darle cuerda a la exasperada novia, alimentándole sus ansias por meter en la vereda de la eficiencia y la productividad a… aquel español insondable.
Sucedió que en pocos minutos se dio la vuelta a la situación. Entre broma y broma, los tres Giannis fueron considerando a Juan con la óptica de Kathy, y El Fino tuvo ganas de hacerle la pregunta que tenía para él desde que fracasara el negocio del café: de qué pensaba vivir. Por supuesto, se contuvo; aquella pregunta frisaba el tabú entre los europeos radicados en aquel mundo mal llamado tercero.
Casi todos estaban ahí para llevar una vida de señores rentistas, aprovechando el favorable cambio de moneda y la recepción servil de los (y sobre todo de las) aborígenes. Los italianos, considerados en masa, a ellas las encontraban busconas; sería por ser ellos los mejor cotizados y a la vez los más moralistas. Un colega de Gianni Tetas había escrito un film porno que llevaba por título Las piernas abiertas de América Latina y que si lo hubiera llegado a realizar probablemente los hubiesen quemado chingos en el Parque Morazán.
En cuanto a Gianni El Fino, si bien tenía una casona y dos sirvientas con las que no hubiera podido ni soñar en Italia, sería injusto acusarlo de bon vivant. Él era un laborioso padre de familia. Brindaba servicios a la embajada, daba clases de administración de empresas y agenciaba pequeñas importaciones… Una mañana Gianni Tetas (de vuelta de una de sus juergas) se lo encontró en las cercanías de la embajada, con unas carpetas bajo el brazo, ajetreado y trajeado como un vendedor de biblias bajo el sol de los trópicos. Tetas se sintió cansado con solo mirarlo y le hizo una broma que seguía siendo un éxito entre la colonia italiana: “Gianni –le dijo a su tocayo–, tú eres el único italiano que ha venido a Costa Rica a trabajar”.
Kathy, animada y secundada por el señor de la casa, quiso sacarse su más clavada espina y someter al tribunal de la mesa el extraño berrinche que agarraba su novio cada vez que se le hablaba de ganarse la vida.
—Ganarse la vida… –masculló Juan, jovial, saboreando el oxímoron que solo él veía en la vieja expresión.
—Juan… usted está raro, hoy –dijo Giannina.
—¿Verdad que sí? –saltó Kathy.
Era verdad. Normalmente permanecía callado hasta el hermetismo, con exabruptos de risas inquietantes; pero esa noche ostentaba un raro desparpajo.
—Está como… –Giannina terminó la idea haciendo revolotear sus manos cual mariposas alrededor de su pelo.
—Tengo pájaros en la cabeza –dijo Juan y la miró como si ambos supieran de qué hablaba, aunque no era así.
Había una complicidad enorme entre ellos. Solían estar de acuerdo en todo lo que a gustos y valoraciones estéticas o artísticas se refería. Giannina era diseñadora de joyas y solo esperaba alcanzar cierta estabilidad económica y emocional en Costa Rica para reemprender su labor. A veces ella y Juan sostenían diálogos herméticos para Kathy (“Un postmoderno es lo que tú eres, Juan.” “No, soy un neo romántico, pero lo entenderéis demasiado tarde.”) Kathy no se sentía celosa de la italiana porque no se daba cuenta de lo atractiva que era. Giannina parecía una tortillera, siempre desarrapada, sin maquillaje y lo más chocante para Kathy: aquellos zapatazos de amarrar y de suela gruesa que no se apeaba nunca.
Muy excepcionalmente expansivo debía de estar