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A Jorge Ameal
y a todos esos otros maestros y maestras
que me he cruzado en este sinuoso camino.
LA RADICAL
OTREDAD
«Ser nasa, ser indio, no tiene relación con el color de piel. Nasa son los que viven aquí, del modo como vivimos nosotros.» La frase, lapidaria y lacerante, fue escupida por el mayor de los integrantes de la ronda formada por cinco nasas, un afrodescendiente y el joven sacerdote mestizo de la parroquia que cobija Radio Eucha, una de las escasas emisoras en lengua originaria que ya emitía en 1990, cuando sucedieron los hechos que relato. Era la respuesta a una impertinente pregunta del único foráneo del grupo.
En el oriente del Cauca, el municipio de Páez emerge enclavado en las estribaciones de la cordillera central que descienden hacia la Amazonia, en una tradicional y aislada región llamada Tierradentro, en la que asoman las primeras manifestaciones de la selva de montaña. Belalcázar, la capital de Páez, descansa en un estrecho valle a ciento treinta kilómetros de la colonial Popayán. Se llega luego de varias horas tropezando con piedras y baches por una trocha (el vocablo carretera suena inapropiado) que atraviesa Totoró e Inzá, el pueblo mayor de la región, que apenas se sacude la modorra cuando los domingos los parroquianos se afanan por asistir a las peleas de gallos que electrizan a los vecinos.
El municipio posee los más diversos pisos térmicos o ecológicos, que permiten la explotación de una variedad de productos agrícolas entre los que predominan el café y el frijol. El río Páez desciende desde el nevado del Huila, a más de cuatro mil quinientos metros de altura. La riqueza de la región y su aislamiento hicieron posible que la abrumadora población indígena quedara por fuera de las ambiciones de los conquistadores durante varios siglos, un privilegio que las regiones más accesibles no tuvieron.
Sebastián de Belalcázar nació en 1480 en un pueblo de Extremadura. La pobreza lo llevó a tentar suerte en las Américas (vaya si la tuvo), donde fue nombrado adelantado y gobernador vitalicio de Popayán, en 1540. La capital de Páez lleva su nombre, como tantas ciudades, plazas y parajes de este continente que parece empeñado en seguir ninguneando a quienes no se dedicaron a aprovecharse de bienes y seres para enhebrar dudosas fortunas.
Cuando comenzó la ronda de presentaciones, cada intervención parecía calcada de la anterior. «Mi nombre es…, soy nasa y vivo en esta comunidad.» El joven sacerdote observaba en silencio, como buen anfitrión que sabe quiénes son los actores centrales de la escena que presenta. Cuando llegó el turno del afro, pronunció idénticas palabras que los anteriores. «Perdón, pero usted no es nasa», susurré cuando sospechaba que me habían confundido con un ingenuo antropólogo gringo. Apenas finalicé la frase, se abrió la caja de los truenos. La indignación de la ronda era palpable. «Cómo se atreve a decirle eso a nuestro hermano», dijo uno, mientras los cinco nasa se removían entre inquietos e indignados en sus asientos. Creo recordar que uno de ellos se puso de pie, posiblemente el mayor, para sentenciar la frase: «No tiene ninguna relación con el color de piel». Una lección ética y política que aún recuerdo con total nitidez, casi tres décadas después. Debo agregar que, con el tiempo, comprendí que mi actitud de vincular colores de piel con pertenencias étnicas y sociales es un típico comportamiento colonial.
La mañana del 15 de abril de 2011, un grupo de unas diez mujeres p’urhépechas de la comunidad Cherán K’eri detuvieron una de las decenas de camionetas que todos los días atravesaban el pueblo llevando madera robada de los bosques, donde se encuentra un ojo de agua que abastece a la comunidad. Por la tarde, la mayor parte de los dieciocho mil habitantes de Cherán se reunieron alrededor de fogatas que instalaron en las calles y comenzaron a gobernarse por sí mismos, según sus usos y costumbres. La primera decisión consistió en expulsar a los talamontes —una mafia organizada que les robaba la madera de los montes comunitarios—, a la policía que los protegía, al presidente municipal y a los partidos políticos.
Cherán es una ciudad-comunidad en el estado de Michoacán, cuya población son mayoritariamente indígenas p’urhépechas. Fue un levantamiento comunitario por la defensa de sus bosques de uso común, de la vida y la seguridad comunitaria, frente al crimen organizado protegido por el poder político. A partir de ese momento, la población se autogobierna a través de las ciento ochenta y nueve fogatas instaladas en los cuatro barrios que forman la ciudad, que son el núcleo del poder indígena.
La población elige, por el sistema de usos y costumbres, un Concejo Mayor, que es la principal autoridad reconocida en el municipio, incluso por las instituciones estatales. No se realizan más elecciones con partidos sino que las asambleas eligen a los gobernantes. Las fogatas se convirtieron en un espacio de convivencia entre vecinos, de intercambio y de discusión, en donde se incluyen activamente niños y niñas, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos, y donde se toman todas las decisiones.
La imagen del poder comunal en Cherán es un conjunto de círculos concéntricos. En la parte exterior figuran los cuatro barrios y en el centro la Asamblea Comunal, respaldada por el Concejo Mayor del Gobierno Comunal, integrado por doce representantes, tres de cada barrio. Luego aparecen el Consejo Operativo y la Tesorería Comunal, conformando el primer círculo alrededor del centro-asamblea. Alrededor hay seis consejos más: de Administración, de Bienes Comunales, de Programas Sociales, Económicos y Culturales, de Justicia, de los Asuntos Civiles y el Consejo Coordinador de Barrios. Como dicen en Cherán, se trata de una estructura de gobierno circular, horizontal y articulada.
Estamos ante un conjunto de formas de organización comunitaria que van desde la organización barrial y la jarhojperakua ‘ayuda mutua’ hasta la parhankua ‘fogata’ o cocina comunitaria, que se escabulle del espacio privado para convertirse en modo colectivo de organización. Mantienen la armonía basándose en rondas comunitarias que son, a su vez, una extensión de las fogatas. El maestro Pedro Chávez, del Concejo Mayor de Gobierno Comunal, señala que «optamos por la autonomía ante la crisis civilizatoria que nos estremece», que no es más que la recuperación de las raíces para seguir siendo lo que son, o «re-vivir un modo de vida, existir y re-existir como pueblo originario frente a la aculturación y el epistemicidio».
La educación gira en torno a las fogatas, convertidas en espacios de juegos para los niños, de refugio emocional ante los peligros que implican las mafias y de identidad p’urhépecha. Una educación comunitaria que combina el aprendizaje en la familia extensa y en los espacios colectivos con las fiestas y rituales que se sintetizan en valores como el sesi irekani ‘vivir bien’, que consiste en servir a la comunidad ejerciendo cargos sin remuneración, como sinónimo de buena crianza, buena educación.
«En la Comunidad Nativa de Chinganaza, anexa de la comunidad titulada de Villa Gonzalo, siendo las horas diez y veinte de la mañana del día cinco de setiembre de dos mil quince, se desarrolló la reunión con participación de los comuneros, comuneras, profesores y personas intelectuales; a fin de tratar el siguiente tema: socialización del territorio integral y la constitución del gobierno autónomo.» Así comienza la primera acta de las varias rubricadas en setiembre de 2015 por decenas de autoridades wampis, en el norte de la selva amazónica peruana.
El documento continúa señalando las razones que llevan a los wampis, y luego a otros pueblos amazónicos, a declarar el gobierno autónomo: «Proyectos que amenazan a nuestros territorios ancestrales, entre estos resaltando: la carretera y eje vial que su posible construcción destruye los bosques del cerro Kampankis. La presencia de la minería ilegal y la represa del Pongo de Manseriche…», y así una larga lista de proyectos de desarrollo que afectan «la integridad territorial y la vida humana de los wampis».
La creación del gobierno