Antes de examinar el juicio de dos ponentes, es importante revisar lo que planteaba el obstetra Gazitua, una de las voces médicas más reconocidas por las matronas. A su juicio, estas profesionales debían prepararse para enfrentar situaciones de variada contingencia como la ausencia de especialistas y accidentes propios de la gestación y del parto, sin por cierto, “extralimitarse jamás en sus facultades”. Este planteamiento nos parece central porque lo que se desprende es que el trabajo de las matronas se desarrollaba en una importante incertidumbre ─incertidumbre propia del trabajo obstétrico─ pero a la que se sumaba la cualidad de que las matronas ejercían un trabajo subordinado y supervisado por los médicos. Adicionalmente, Gazitua visibilizaba un debate no menor: la controversia entre quienes pensaban que en países como Chile no se requería que la matrona contara con una formación “profunda y competente”, en virtud de que asistían a “gente menesterosa”, y las propias matronas que no querían asistir en la “choza o en la habitación humilde” pues no estaban dadas las condiciones mínimas para ofrecer una “obstetricia consciente”.
Es posible entonces pensar que la transición del parto domiciliario al hospitalario haya contribuido también a connotar a esta asistencia de un halo científico más respetado y valorado, y que ofreciera mejores garantías para un mejor parto, garantías que las matronas valoraban. Inspirado en la conveniencia de la asistencia del parto hospitalario, Gazitua sostenía “que para resolver el problema del atención del desvalido, no se debe desvalorizar la presión de la matrona, sino organizar la asistencia obstétrica controlada, si es posible al 100% en maternidades y clínicas, donde trabajan exclusivamente profesionales tituladas” (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 22).
Entre las ponentes, dos textos son particularmente importantes respecto a la caracterización del trabajo de las matronas y de la transición al parto hospitalario. En el diagnóstico que hacía la matrona Alicia Osores, respecto de la “posición científica y social de la matrona en Chile”, como tituló su presentación, se sugería dar mayor reconocimiento a la Escuela de Obstetricia y Puericultura de la Universidad de Chile, impulsar que la dirección administrativa de la Escuela se entregara a una “subdirectora de nuestra especialidad para que colabore con el personal técnico y tenga la suficiente autoridad moral sobre el alumnado”; promover el ingreso de postulantes de provincia del país; mejorar las condiciones salariales, ser menos flexible con la existencia de aficionadas y parteras, y categorizarlas como personal técnico, y no como auxiliares, como sucedía en algunas reparticiones públicas como la CSO. Estas recomendaciones daban cuenta de las preocupaciones que afectaban a la profesión y la confianza en la institucionalidad universitaria como motor de cambios favorables para el ejercicio del oficio.
Osores afirmaba que una mejor preparación científica de la matrona contribuía a la disminución del número de niños nacidos muertos, preparación que podía desplegarse mejor en el servicio hospitalario; reparaba en las dificultades que traía consigo la falta de camas en la capital, entre otras, el rechazo de pacientes y en la escasez del número de matronas que entre 1918 y 1950 ascendía a 1,152. Este último fenómeno, que fue particularmente grave para el SNS durante la década de 1950, favorecía que las parturientas solicitaran el auxilio de “personas, vulgarmente llamadas parteras, personas sin preparación, muchas veces analfabetas que no tiene idea de antisepsia, menos aún de asepsia y que van a causar en las enfermas infecciones puerperales u otras complicaciones” (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 63). A juicio de Osores, asegurar la atención hospitalaria del parto contribuía al mejor ejercicio del oficio y a disminuir la influencia de las parteras, premisas absolutamente compartidas y difundidas por la CSO y continuadas por el SNS desde 1952.
La internación de la paciente los últimos días del embarazo en la maternidad era una experiencia que respondía a un “concepto moderno”; con ello se garantizaba el control del médico y de la matrona ante una eventual complicación. Ciertamente ahí estaba la clave quizás más importante ─junto a la disminución del riesgo obstétrico de la parturienta─ del porqué del fomento de la asistencia hospitalaria del parto: el control del profesional de todas las variables clínicas. El trabajo de la matrona en los servicios asistenciales era más amplio que la sola preocupación de la parturienta, pues implicaba ofrecer una asistencia sanitaria “oportuna que toma al núcleo familiar como base del trabajo sanitario integral” (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 64).
Ciertamente Osores aludía a una cuestión crucial: el papel educativo que las matronas cumplían y que fue un gran desafío para estas profesionales en la CSO. La comprensión de qué condiciones ambientales, como una deficiente nutrición, la miseria material y el abandono social podían afectar la gestación y el alumbramiento, ampliaba los horizontes del papel de este oficio. ¿La matrona que actuaba amparada en el servicio asistencial tenía mayor autoridad y respaldo para hacer su trabajo que aquella que trabajaba en centros de salud rurales y en postas de socorro? Es una posible hipótesis que se deduce en la presentación de Osores; la institucionalidad simbólica y material que representaba la CSO, y ciertamente el SNS más tarde, actuaba a favor del trabajo de las matronas.
Las importantes diferencias que caracterizaban al trabajo hospitalario de las matronas en la capital, con el que hacían en hospitales y centros de salud provinciales fueron abordadas por Haydeé Ojeda Pacheco, a partir de su experiencia de 15 años como profesional. Reconociendo el trabajo que hacía la Asociación Nacional de Matronas en el marco de “una época transcendental para las mujeres y sus derechos ante la sociedad moderna”, esta matrona auspiciaba mejores tiempos para las aspiraciones de su gremio.
Según el Reglamento de Beneficencia, si un buen hospital provinciano contaba con médicos cirujanos y médicos tocólogos, ellos debían permanecer dos horas y media en la Maternidad; los casos que atendían las matronas en ese periodo tenían la valiosa asistencia de los médicos, pero según Ojeda “si ellos se producen fuera de esas horas y con el carácter de urgencia, debemos recurrir a los médicos residentes, casi siempre no especializados en obstetricia, y nos encontramos por esta circunstancia con que debemos actuar en nuestro papel” (Ojeda, 1951, p. 83). En situaciones como estas, las matronas debían asumir tareas y maniobras que, según Ojeda, habían aprendido en la Escuela pero que, en rigor, no debían ejercer pues el Reglamento les reservaba sólo la atención de “partos normales”.
Las matronas sabían cómo administrar anestesia general, recibían entrenamiento teórico respecto de algunas intervenciones obstétricas y de manera práctica conocían la “aplicación de fórceps, versión externa e interna, extracción en nalgas con sus modalidades, extracción manual de placenta, raspados digitales, suturas del periné o del aparato genital externo” (Ojeda, 1951, p. 84). En ocasiones, algunas de estas intervenciones eran realizadas por las matronas, pero en los boletines de atención debían consignarse como ejecutadas por médicos. Ojeda afirmaba que había realizado hasta basiotripsias (aplastamiento quirúrgico de la cabeza del feto) en virtud de la solicitud del médico residente o porque aquellos debían atender otro caso de similar urgencia.
A juicio de Ojeda esta situación debía ser normada, de tal manera que la matrona hospitalaria no pusiera en riesgo su trayectoria profesional y no apareciera contraviniendo el reglamento. Exhortaba a la Asociación Nacional de Matronas para que liderara acciones de mayor protección y respaldo institucional al trabajo de las matronas, tal como sucedía con las enfermeras universitarias y las visitadoras sociales, y hasta con los practicantes, todos los cuales eran respaldados por organizaciones gremiales y/o académicas que defendían sus intereses corporativos. Un componente de dicha protección institucional fue, precisamente, convertir la carrera de matrona en una profesión universitaria como sucedió a partir de la década de 1950.
El testimonio de Ojeda respecto de los límites y decisiones a las que podían verse enfrentadas las matronas en su trabajo hospitalario es claramente ilustrado cuando narraba lo sucedido en un hospital de Santiago en 1941 frente a una embarazada que presentaba síntomas de un brusco ataque de eclampsismo. Ojeda relataba que la tardanza del médico para presentarse en la sala,
me produjo un susto tan intenso que