«Quizá solo deseaba tomar un gin-tonic de gorra. Me habrá visto cara de primo y se habrá dicho, “este panoli me va a invitar”. En fin, no hay que darle más vueltas, cuando se lo cuente a los gatos me van a tomar por un fanfarrón».
Estaba a punto de abrir su coche cuando, de repente, surgió de la nada un hombre alto, afeitado al ras y bien vestido, que lo abordó bajo una farola rota.
—¿Qué le has hecho a Mónica, cabrón de mierda? —le preguntó mientras le lanzaba un derechazo a la mandíbula que le hizo saltar las gafas. El viejo profesor se inclinó, aunque en el último instante logró evitar empotrarse contra el suelo.
—Pero..., ¿a qué viene esto? —fue lo único que se le ocurrió decir.
—Calla y dime qué le has hecho a Mónica —insistió el agresor, agarrándole violentamente por la solapa de la parka.
—En qué quedamos, en que me calle o en que le explique lo de Mónica.
Un nuevo sopapo en el rostro le hizo comprender que aquel tipo, aunque se expresara contradictoriamente, no estaba para bromas.
—¿Qué le has hecho a Mónica?
—Nada, de verdad, nada...
Un segundo sujeto apareció de entre la oscuridad y le regaló un par de patadas que, ahora sí, le hicieron perder el escaso equilibrio que mantenía y dieron con él en el gélido pavimento.
—Habla, hijoputa.
—A... Mónica..., la he dejado hace cinco... minutos —intentó explicar Adrián, cada vez más asustado. Un simple robo podía saldarse entregando la cartera, pero ante un novio celoso y despechado, cabía temer lo peor. Y todo hacía suponer que semejante tunda era consecuencia de eso, de un ataque de celos en el que Adrián iba a pagar todos los platos rotos.
—Pues escucha bien lo que voy a decirte, hijoputa. Tú, a Mónica, no la vuelves a ver más. Y de esto, ni de ninguna otra cosa, ni una palabra a nadie, ¿entendido? Porque sé muy bien cómo te llamas, Adrián Moler Romasanta. Y también sé dónde vives. ¿Lo has entendido?
Mientras hablaba, el atacante seguía lanzando golpes con su izquierda mientras sujetaba la parka con la derecha. A Adrián solo se le ocurrió pensar que debía de ser zurdo.
—Sí, sí, no me pegue más por favor.
—Entonces, ¿lo has entendido?
—Sí, lo he entendido.
—Pues repítelo.
—Sí, lo he entendido.
El asaltante, manteniendo a su víctima tumbada en el suelo, repartió cuatro o cinco puñetazos más por todo su cuerpo.
—Que lo repitas, joder.
—No volveré a ver más a Mónica.
—¿Y qué más?
—Y no diré nada a nadie, nada de nada.
—Eso es, muy bien, ¿ves como hablando se entiende la gente? Y ahora, a casita, que los gatos te esperan.
Los dos violentos matones abandonaron rápidamente el lugar, dejando al desdichado pensionista tumbado en el suelo, humillado y a punto de llorar. Durante los escasos cuatro minutos que había durado la paliza, nadie se había aproximado para ver lo que estaba sucediendo. Y concluida la tunda, tampoco nadie se acercó a atenderlo. En cuanto comprobó que el peligro parecía haber pasado, Adrián recogió sus gafas, se incorporó y se metió en el coche, donde dedicó un tiempo a recomponerse. En ningún momento le pasó por la cabeza denunciar la agresión, no fuera a darse el caso de que lo estuvieran vigilando.
Durante el viaje de regreso, mientras escuchaba la voz de Pablo und Destruktion reafirmando sus intenciones de cascar con un martillo las conchas de los cangrejos, intentó buscar una explicación a lo sucedido. Lógicamente, no la encontró. Desde que Mónica le sacara la lengua en el auditorio, todo se había convertido en un sinsentido.
DARKO MRĐA, EL GATO
El 21 de agosto de 1992, Darko Mrđa, en su afán por salvaguardar a la Madre Patria Serbia de musulmanes bosnios y croatas vaticanistas, dirigió una de las típicas operaciones que por aquellos días tenían lugar en Bosnia y Herzegovina. Desde que conociera el caso de Đorđe Martinović, se había prometido a sí mismo hacer algo por los suyos, sus compatriotas serbios, aunque esa oportunidad no llegaría hasta abril de 1992, momento en que se inició su guerra de independencia frente al gobierno turco-separatista de Sarajevo, empeñado en desvincularse de Yugoslavia para oprimir a sus compatriotas.
De inmediato, Darko se integró en las fuerzas de seguridad de Prijedor, la nueva policía serbia encargada de controlar dicha localidad y sus alrededores. A sus veinticinco años, se sentía fuerte, vigoroso y, sobre todo, ansioso por luchar. Sin embargo, no fue en el campo de batalla donde llevó a cabo su tarea en favor de la patria, sino en la propia localidad de Prijedor, asesinando, robando y violando a gentes de religión musulmana o etnia croata. Su consagración como gran héroe serbio tuvo lugar ese 21 de agosto, cuando formaba parte de las unidades policiales encargadas de trasladar a unos 1.200 prisioneros hasta territorio controlado por el gobierno de Sarajevo. El plan era canjearlos por población serbia retenida en manos de los musulmanes.
Los detenidos habían estado encerrados durante varios meses en el vecino campo de Trnopolje, una antigua escuela primaria donde padecieron todo tipo de sevicias y humillaciones. Amontonados en varios autobuses y camiones, partieron en dirección a Travnik, una localidad del centro de Bosnia defendida por musulmanes y croatas. Sin embargo, no todos llegarían a su destino.
Darko, a pesar de haber contraído matrimonio pocos días antes, fue instado por sus superiores a participar en la operación, orden que aceptó sin excesivos reparos. Cuando avanzaban por las serpenteantes carreteras que rodean el monte Vlasić, los vehículos se detuvieron, y los policías serbios, vestidos con uniformes verde oliva y de camuflaje, fueron recorriendo cada uno de ellos para separar a unos doscientos varones y reinstalarlos en dos de los autobuses, argumentando que su canje iba a producirse en un paraje vecino. Al frente de un grupo de agentes tocados con boinas rojas, Darko se subió en el primero de los transportes y ordenó dirigirse hasta los acantilados llamados de Korićani. Durante el trayecto, que duró unos quince minutos, los prisioneros fueron despojados de sus escasas pertenencias. Llegados al lugar, buena parte de los policías descendió de los vehículos y formó dos hileras que terminaban al borde del precipicio, entre las que fueron pasando, al principio uno a uno, los prisioneros del primer autobús. Una vez situados junto al borde del barranco, eran obligados a arrodillarse y recibían un disparo en el cráneo. Algunas caían directamente al abismo; otros, en cambio, tenían que ser empujados a patadas.
La mayoría de los desdichados cautivos comenzaron a lamentarse y suplicar por sus vidas. Algunos, en cambio, comprendiendo que su final había llegado, se dedicaron a rezar. Los verdugos, en lugar de apiadarse, se reían y los increpaban, «¡Esto es lo que merecéis, turcos!», también gritaban, creyendo vengar así la histórica derrota de su rey Lazar frente al Imperio otomano. O la más próxima en el tiempo humillación de Đorđe Martinović a manos de musulmanes albaneses. Uno de los policías, Damir Ivanković, impresionado ante tanta sangre y sesos desparramados, le preguntó a Darko si aquella matanza era realmente necesaria.
—Mira, Damir —le respondió el jefe de la operación—. Si no estás de acuerdo, deja tu fusil y arrodíllate tú también.
A partir de entonces, Ivanković permaneció callado y continuó disparando, aunque sin apuntar a ninguna de las víctimas. Para acelerar la masacre, los prisioneros del segundo autobús fueron bajados en grupos de ocho o diez y ametrallados de forma imprecisa antes de colocarse ante el barranco. Varios quedaron solamente heridos, aunque igualmente fueron lanzados al vacío y acabaron despeñándose contra las rocas. Concluida la operación, Darko se asomó al barranco, y al escuchar todavía diversos gemidos, ordenó lanzar unas cuantas granadas contra los