Efecto Polybius. Manu J. Rico. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manu J. Rico
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417649548
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todavía respiraba, y no quería pasar un instante más de lo necesario en su habitación apestosa. Era suficiente. Se marchó a clase sin desayunar; tenía que ver a su amigo Martín para decírselo.

      Martín y Gabriel no solían hablar de ordenadores cuando estaban en el colegio. Era su secreto.

      —Gabriel Mercer Simón.

      —Presente —respondió, mientras se sentaba apresuradamente en el pupitre. Arrastró unos centímetros; no pudo evitar el estrépito.

      —Por poco llegas tarde otra vez. Quédate después de clase, me gustaría hablar contigo, por favor.

      Doña Pilar Pérez, su profesora de matemáticas, conocía la situación familiar de Gabriel y procuraba hablar con el niño cada vez que llegaba tarde y con ojeras.

      En aquella ocasión no se sonrojó. Cuando la lista llegó a su amigo, le hizo una discreta señal. Tenía algo bueno entre manos y Martín lo captó de inmediato.

      —Martín Jordán Rey.

      —Presente. —Casi olvidó responder, distraído por Gabriel.

      Solo pudo adelantarle algunas pistas sobre su descubrimiento durante el recreo. Martín hervía de curiosidad, pero su amigo era muy bueno contando historias a medias y ocultando misterios. Se había organizado un partido de fútbol y no podían permitirse faltar. Dos chicos que pasaban horas juntos entretenidos con juegos matemáticos debían compensar continuamente aquella rareza para no caer más en la jerarquía del colegio.

      El padre de Martín era taxista. Él y su familia vivían en un barrio cercano al Guadalquivir que los chicos conocían como «Maca Tres». Pese a las protestas de su padre, el abuelo Isaac le había regalado un ordenador cuando nadie en el barrio sabía siquiera para qué servían aquellos caros aparatos. Su habitación era el lugar donde ambos amigos ponían en común sus progresos.

      Gabriel no sabía con certeza a qué se dedicó su padre, aunque en casa siempre disfrutaron de comodidades fuera del alcance de sus vecinos, a excepción de un breve periodo después de su fallecimiento.

      Martín aprendió a no preguntarle, porque Gabriel tampoco conocía las respuestas. Solo sabía que nadie se acercaba a su amigo por temor a algo relacionado con su familia. No le acosaban, ni jamás recibió una paliza o insultos por ser estudioso. Nunca se rieron de él por jugar mal al fútbol. Los demás compañeros simplemente se apartaban a su paso. Era muy inteligente, con muchas rarezas, pero un amigo genial. Martín, pese a su corta edad, entendía que el chaval no tenía la culpa de lo que quiera que fuesen sus padres, y no era justo dejarle de lado. Gabriel era consciente de todo y solo tenía su cariño para pagarle.

      —Os vais a volver idiotas con ese condenado trasto. Además la pantalla os freirá los huevos, ya veréis. ¡Salid un rato a la calle, como hacíamos los chavales en mis tiempos! —Tal era el saludo habitual en casa de Martín, cuando ambos se encerraban para programar.

      Habían comenzado a dar forma a un juego en BASIC, pero Gabriel cada vez manejaba mejor el código máquina y lo estaban reescribiendo.

      —Deja a los muchachos en paz. Que se diviertan y aprendan. Ya verás cómo dentro de poco pueden hasta trabajar con ese aparato. —El abuelo Isaac les defendía. Era la única razón por la que ambos solían gozar de cierta tranquilidad en la habitación de Martín. La salud del anciano empeoraba en invierno. Entonces su padre se permitía echarles a la calle sin oposición, y sutilmente les proponía que jugasen al fútbol o formasen una pandilla con otros chicos. Le horrorizaba la idea de verles siempre juntos sin otros amigos alrededor.

      Existía un lugar alternativo para celebrar sus reuniones, que reservaban para ocasiones extraordinarias, cuando les echaban de casa o si el ordenador no era necesario. La azotea del bloque tenía una habitación donde la señora de la limpieza guardaba su carro y algunos vecinos dejaban trastos. Los mensajes ocultos de Matt Statham eran un hallazgo que merecía una reunión especial.

      —He descubierto algo alucinante, tío. ¿Por dónde empiezo?

      —Prueba por el principio. —Martín siempre hacía la misma broma a su amigo, repitiendo una frase a la que su padre era muy aficionado.

      —El código es raro, ¿ves? —Gabriel olvidaba a veces que Martín no leía tan rápido como él, ni podía entender ciertas sutilezas que para él eran obvias. Descifrar por completo el código crudo era una habilidad al alcance de pocos, y Martín solo lo conseguía a medias cuando Gabriel le anotaba suficientes pistas.

      —Pero Matt Statham es un genio, si es raro será porque él quiere, supongo.

      —Es raro porque ha escondido un mensaje y ¿sabes cómo?

      Extendió parte del listado impreso en el suelo. Hacía frío. Pulsó el interruptor de la resistencia doble en una pequeña estufa que trajeron de casa. Las columnas anotadas a lápiz, con flechas y llamadas por todas partes, parecían un tupido garabato dibujado por decenas de hormigas empapadas en tinta. Martín estaba habituándose a los trucos que había inventado su amigo para explicarle qué era qué en los listados del código máquina.

      —Al principio no lo entendía, pero los fallos siguen una especie de ritmo, ¿ves?

      Comenzó a dar golpecitos en el suelo con un bolígrafo. Arrastró el cojín donde estaba sentado, al lado de su amigo. Demasiado cerca. Tan excitado que no percibió el gesto de incomodidad de éste.

      —Tú sí que eres raro... espera. —Martín se acercó al listado—. Sí, es cierto, aquí hay unas cuantas instrucciones que no vienen a cuento. Aquí también, y aquí...

      —Eso es. No tiene sentido, y Matt no puede fallar con algo tan tonto. Aquí se repite otra vez. Y después de un trozo perfecto, de nuevo ves errores.

      Martín examinó otras partes del programa. Oscurecía pronto y la humedad calaba los huesos en aquella época, pero la azotea resultaba acogedora cuando conseguían una estufa. La luz de una linterna era suficiente cuando el tubo fluorescente del techo estaba agotado y parpadeaba, como aquel día. Sacó un mazo de folios de la carpeta azul donde anotaba sus apuntes sobre programación. Gabriel esperó pacientemente mientras su amigo consultaba las páginas de teoría, subrayadas con todo tipo de aclaraciones, y recorría con la mirada los segmentos de papel.

      —Esta parte la puede hacer la ROM. Gasta demasiada memoria para nada. Y esta otra... no sé cómo demonios se puede ejecutar. Yo creo que queda aislada.

      —¿Y el ritmo?

      —Eso es demasiado, tío. Sí, se repiten algunos fallos pero...

      —Fíjate —abrió su revista MicroZX por una página marcada: la portada de Stygia, con las dentaduras de los monstruos señaladas con rotulador.

      «Gabriel ha encontrado algo cojonudo. Muy gordo, seguro», pensó Martín. Su amigo jamás habría ensuciado una de aquellas preciadas revistas de no andar tras algo importante.

      —El código repite letras y números siguiendo un patrón. Por eso pensé que significaban algo, entonces me fijé en los dientes del monstruo. Si haces marcas donde corresponden los colmillos aquí, aquí, un poco más adelante y aquí... —señaló con un lápiz los puntos según la cadencia de la dentadura del monstruo—. ¿Ves?, tiene dientes afilados por todas partes, no solo donde deberían estar sus colmillos. Luego traduces con este alfabeto, muy fácil de deducir, y fíjate lo que se lee —tomó un folio en blanco y buscó un bolígrafo—. En realidad es una forma muy sencilla de esconder mensajes. Si eres listo se puede ocultar un texto de muchas maneras dentro de un programa. La que ha elegido Matt no me parece muy buena, porque le ha obligado a cambiar demasiado el código. La dentadura es pequeña y ha tenido que repetir un patrón. Un ritmo. Por eso le he cazado.

      —¿Cómo que el alfabeto es muy fácil de deducir?

      Escribió la correspondencia entre números y letras que había soñado. Para Gabriel era obvia, pero Martín empezaba a pensar que a su amigo le faltaba un tornillo. Pacientemente le explicó el truco que le sirvió para deducirla y, pese a que Martín