Mi pequeña guerra inútil. Pablo Farrés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Pablo Farrés
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789871959662
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tuve una esposa llamada Mary y un perro que me cagaba la cama y un negro que conducía mi auto oficial. Hace seis meses estuve en ese mismo auto con ese mismo chofer, leyendo esta misma carta que vos estás leyendo ahora. Alguien, quizás yo mismo en un pasado ya distante, me lo había advertido del mismo modo que yo ahora lo hago con vos. Pero me reí de aquello, pensé que me estaban haciendo una trampa y seguí adelante. Después ya fue tarde para todo. Tomé el avión hacia Malvinas y apenas pisé su suelo ya no pude hacer nada para resistir a la fuerza de las imágenes que me arrastraron hacia un agujero negro del que ya no encontré salida.

      No vengas, bajá de ese auto y volvé con Mary. Encerrate en la casa y no salgas nunca más. Si seguís adelante ya no habrá regreso porque en verdad vos nunca habrás llegado. Aunque ciertamente ya ni sé dónde estamos y acaso ése es el verdadero infierno”.

      II

      Veinticuatro horas después ya estaba en suelo malvinense y mi pequeña guerra inútil recién entonces —es decir, ahora, en este mismo punto— comenzaba.

      En el inesperado aeropuerto —nada, un tramo de tierra negra entre yuyales que habían desmalezado sólo para que descendiera nuestro avión— nos estaba esperando una camioneta. Al verme, bajó un sargento que dijo llamarse Reynols. Debía ser el encargado de mi traslado hacia los destacamentos ingleses. Le presenté el rango oficial y le expliqué que había llegado para reemplazar al comandante Anderson.

      Nada dijo, parecía no importarle.

      Subí a la camioneta y dejamos atrás las costas. Prontamente el paisaje mortuorio de lo que yo siempre imaginé que había sido Malvinas se abrió ante nosotros y con ello los fantasmas de una guerra que debía haber terminado hacía ya unos treinta y tres años, y que sin embargo —a primera impresión— todavía se estaba haciendo: cadáveres congelados al costado del camino, a la distancia tropas bajando los montes apuntando a sus prisioneros que caminaban delante, una sirena sonando a lo lejos, los cielos todavía atravesados por aviones Pucará, y cada tanto la sinfonía de las metralletas, las granadas, las bombas.

      Aquello debía tener alguna explicación, quizás éramos los mismos ingleses los que usábamos los aviones Pucará para ejercicios aéreos, quizás lo que me parecía el fantasma de una guerra no debía ser más que una revuelta interna contra pobladores o soldados desertores. Me mantuve todo el viaje en silencio. Mis primeros pasos como nuevo comandante de los destacamentos ingleses debían ser cuidadosos y el silencio debía resultar una buena estrategia.

      Al rato de andar divisamos a lo lejos un campamento enemigo. Reynols ordenó detener la camioneta y hacer silencio. Bajó, se alejó un par de pasos y se puso en cuclillas contemplando la escena. Al regresar se me acercó para consultar qué debíamos hacer. No sabía qué decirle: lo que a mí me importaba era que, efectivamente, en las Islas todavía había soldados enemigos.

      Me sugirió no perder la oportunidad de atacarlos por sorpresa. Asentí a la idea y seguí las indicaciones que Reynols dirigía hacia la tropa dividiéndonos en dos flancos. Yo tomé el lado derecho y por allí ascendimos la cuesta de un monte. Al llegar al campamento, uno de los soldados del otro flanco tiró una granada y la explosión generó un incendio que pronto tomó las carpas. De entre las llamaradas salieron dos soldados con las manos alzadas. Me sorprendió que fueran argentinos. El grupo mayoritario salió corriendo por detrás de estos dos y atravesando la línea del fuego se dispersaron por el campo. Mi tropa corrió tras ellos.

      Pretendiendo un lugar de contemplación de lo que sucedía, hice unos pasos hacia atrás. Casi todos se habían marchado y aprovechando la situación un soldado enemigo salió de cierto amontonamiento de piedras donde había permanecido escondido, esperando la dispersión. No contaba que yo me quedaría allí sin hacer nada.

      Corrió en diagonal a mi posición de tal forma que no podía registrar mi presencia. Entonces corrí tras él unos cien o doscientos metros. Cuando lo tuve cerquita —arma en mano— le grité que se detuviera pero pareció no escuchar. Estaba apuntándole a la cabeza. Desde esa distancia mínima no podía fallar.

      Volví a gritarle. No me hizo caso. Cuando ya estaba por apretar el gatillo, se detuvo. Vi que frente a él avanzaba un soldado de mi patrulla. Ya lo teníamos acorralado. El argentino entonces se dio vuelta y se puso frente a mí a unos pocos pasos. Estaba a un metro de distancia, con el brazo extendido apuntándole a su pecho. Él estaba parado mirándome pero era como si en vez de verme a mí y el cañón de mi revólver, observara solamente el paisaje a mis espaldas. Entonces levantó el brazo y yo sin dudar un segundo disparé contra su pecho.

      No podía errarle, pero el disparo atravesó su pecho y el argentino no cayó, no solamente no cayó sino que ni siquiera registró que alguien le había disparado a menos de un metro de distancia. Vi en cambio que mi disparo atravesó el pecho del argentino y encontró su destino en la cabeza de mi soldado que estaba detrás. Mi soldado cayó. Acababa de matarlo.

      Vi al argentino delante de mí y se mostraba inmutable. Volví a disparar contra su pecho y las balas lo atravesaron como si estuviera hecho de aire. Dio un paso hacia mí y ya no pude volver a disparar. Dio ese paso y entendí que su dirección iba directamente a chocarse con mi hombro. Efectivamente me chocó pero no sentí su peso, su espesor ni su materialidad, sólo era una briza que me recorría y nada más.

      Di la vuelta y lo vi correr hacia el monte. Dejé atrás el cadáver del soldado que acababa de matar. Pensé que nadie había visto lo sucedido y lo dejé abandonado sabiendo que el asunto sólo quedaría entre él y yo.

      Empezaba a saber de qué me hablaba Gerónimo Elbosco cuando escribía acerca de los efectos alucinatorios de las bombas psicofarmacológicas.

      Hacia el mediodía llegamos a los destacamentos ingleses. Los soldados bajaron a los dos argentinos capturados y los llevaron hacia el campo de prisioneros.

      Reynols pidió que lo acompañara antes de presentarme al responsable de los destacamentos. Caminamos unos doscientos metros entre los pastizales helados. Me costó identificar dónde se encontraba el campo, pero lo tenía ante mis ojos: se reducía a un par de tablones horizontales sostenidos por unas vigas que daban la impresión de un pobre corralón para animales de granja. Los dos argentinos iban delante de nosotros con las manos esposadas por detrás de la espalda. Para mi sorpresa, apenas nos metimos en el corral, Reynols ordenó quitarles las esposas y liberarlos.

      —¿Por qué los libera? Si son soldados argentinos deben quedar prisioneros —le dije a Reynols, mientras un soldado obedecía su orden y los dos argentinos se echaban a correr por el campo.

      —Porque no son argentinos. O quizás sí son argentinos pero ya no importa. Hay soldados ingleses que alucinan ser argentinos y hay soldados argentinos que alucinan ser ingleses. Ya no se puede distinguir quién es quién —dijo Reynols sin ningún interés de que yo comprendiera nada de lo que me decía.

      Miré hacia el campo, los dos prisioneros liberados corrían desesperados hacia el horizonte. Fue entonces que Reynols mismo tomó la escopeta de un guardia y disparó contra uno de ellos como si estuviera jugando al tiro al blanco.

      El aire se llenó de pólvora.

      El soldado que corría más lejos cayó contra el suelo.

      Reynols bajó el arma, estiró sus brazos hacia arriba como si se estuviera desperezando. Volvió a apuntar la escopeta contra el otro que seguía corriendo y disparó. El soldado cayó entre los pastos.

      No entendía qué estaba haciendo, ¿por qué les disparaba?

      —No se preocupe, teniente, esos dos ya estaban muertos —respondió Reynols.

      —Los acaba de fusilar sin ningún motivo y bajo ninguna orden. Ni siquiera sabe si eran ingleses.

      —¿Y eso a quién le importa? Esos dos necesitaban morir. ¿No lo entiende?

      —No, no entiendo nada.

      —Le estoy diciendo que esos dos ya estaban muertos. Ocurre todo el tiempo y desde hace mucho. Hay muertos por todos lados que alucinan estar vivos y se comportan como tales. Matarlos es hacerles