Recordar las cacerías de brujas, las histerias que conducen a la muerte de miles de personas, las formas totalitarias de lenguaje, el pensamiento que suele acompañarlas y el rol de los tabúes en la convivencia humana son fundamentales para tener presente que los diques del comportamiento civilizado entre personas se encuentran siempre cerca de romperse. Diversos episodios muy posteriores a lo ocurrido en Europa y en Norteamérica con las persecuciones de brujas y herejes nos han vuelto a enfrentar a esa capacidad fanática de destrucción inmisericorde que tenemos los seres humanos cuando abrazamos la defensa de un principio moral absoluto que divide a la sociedad en buenos y malos. El Régimen del Terror en la revolución francesa, liderado por Maximilien Robespierre, llegó a desatar el mismo tipo de paranoia persecutoria que siglos antes hizo a los habitantes de la ciudad de Tréveris (en alemán Trier) asesinar a casi cuatrocientas personas y la misma mentalidad totalitaria que inspiró a los socialistas siglos después. Como explicó Hannah Arendt, fue la idea, propuesta por Robespierre, de buscar la pureza moral absoluta de los hombres la que terminó convirtiendo el episodio en un baño de sangre más macabro de lo que se pensó jamás. Debido a esa pretensión de pureza, que exhibía públicamente en todo momento, a Robespierre se le apodó «el incorruptible» y su proyecto, que en menos de un año ejecutó a más de dieciséis mil «enemigos de la revolución», fue conocido como «la República de la Virtud»25. En jerga actual podríamos decir que Robespierre fue el máximo exponente de lo que se conoce como «virtue signaling», y que consiste en hacer alarde permanente de la compasión propia para elevar el estatus frente a los demás. Interesantemente, al igual que hoy, en el caso de Robespierre la virtud consistía en un exceso de empatía, una forma de extrema lástima por los que sufren. Y como hoy, a diferencia de la solidaridad, esta compasión desmedida resultó incapaz de servir como guía de acción para ayudar a las víctimas: «Por el hecho de ser un sentimiento, la lástima se puede disfrutar como un fin en sí misma y esto llevará casi automáticamente a una glorificación de su causa que es el sufrimiento de otros»26, escribió Arendt. La demanda de un compromiso total con la causa de los pobres —no con los pobres en sí— convirtió en sospechosos a todos, al punto de que una persona podía ser ejecutada por el mero hecho de no mostrarse lo suficientemente entusiasta con la revolución. Y es que, en su implacable persecución del mal, Robespierre quiso asegurarse de que no quedara un solo hipócrita en Francia, es decir, nadie que pudiera, en el terreno público actuar de una manera no coherente con lo que realmente ocurría en su espíritu. Así, el «incorruptible» politizó la virtud de un modo similar a como los puritanos de Salem politizaron su compromiso íntimo con la fe cristiana. Como consecuencia, explicó Arendt, inspirado en ideas de Rousseau, Robespierre «llevó los conflictos del alma al terreno político, donde se transformaron en asesinos porque son insolubles»27.
En el mundo de la corrección política actual, en que la ideologización infecta todas las esferas de la vida en común, es tan necesario como antes tomar conciencia de los resultados a que pueden conducir los procesos de híper moralización, colapso de la racionalidad en el espacio público y politización de la virtud. Si hay algo que enseña la historia es que estos pueden, en los casos más extremos, llevar a conflictos civiles sangrientos y, en los menos extremos, a una tóxica convivencia social. Hoy en occidente parece lejano un desenlace violento, más aún en América Latina donde no se verifica el fenómeno de persecución y creciente tribalismo de la manera intensa que exhibe el mundo anglosajón y parte de Europa. Sin embargo, la convivencia y libertad de expresarnos y de crear se ha visto, también en la órbita hispanoamericana, afectada por la corrección política, y para nadie es ajeno que, por ejemplo, movimientos con una inspiración legítima del tipo del #MeToo degeneraron en cacerías de brujas donde ni la presunción de inocencia en tanto principio básico de convivencia social ni la palabra de los afectados fueron consideradas frente al dedo acusador de quienes se erigieron en inquisidores. Esto refleja que, queramos o no, lo que ocurra en Estados Unidos y el mundo desarrollado terminará transformando sustancialmente el devenir de nuestros países. Es tomando esa constatación como punto de partida que este ensayo ha analizado el fenómeno de la corrección política enfocándose en los principales centros de poder cultural y económico de hoy. Entender de qué forma Estados Unidos y parte de Europa occidental han perdido el camino en manos de una ideología que no solamente crea un clima de miedo, censura y persecución, sino que rechaza los fundamentos mismos de los avances económicos, políticos y sociales de la cultura occidental, resulta ineludible para sacar conclusiones adecuadas sobre las peligrosas transformaciones que podrían tener lugar en el mundo que conocemos. En suma, este trabajo busca tomar en serio la reflexión del filósofo inglés Roger Scruton, quien en una columna en julio de 2019 describiera el estado de cosas actual en los siguientes términos: «Al reflexionar sobre las recientes cazas de brujas, incluida la mía, me han sorprendido especialmente las cartas de denuncia masiva que ahora son comunes en nuestras universidades […]. Me parece que estamos entrando en el reino de la oscuridad cultural, donde el argumento racional y el respeto por el oponente están desapareciendo del discurso público y donde, crecientemente, en cada asunto que importa se permite solo una visión y una licencia para perseguir a todos los herejes que no adhieran a ella»28.
Es a combatir ese reino de oscuridad del que habla Scruton, uno donde gobierna la intolerancia, el irracionalismo y el pensamiento único, que están dedicadas las próximas páginas.
Palo Alto, enero, 2020.
«Es mi firme convicción que esta insistencia irracional en la emoción y la pasión conduce, en última instancia, a lo que solo merece el nombre de crimen […] dicha actitud, que […] en el peor de los casos conlleva un desprecio por la razón humana, debe conducir al empleo de la violencia y la fuerza bruta como árbitro último en toda disputa».
Karl Popper
El fin de la verdad
Nazi, xenófobo, racista, homofóbico, transfóbico, islamofóbico. Entre muchos otros, estos apelativos pertenecen a la batería de insultos con los que el discurso de la corrección política dominante actualmente pretende acallar voces que le resulten incómodas o intolerables. Los alemanes se refieren a este tipo de adjetivos como «Totschlagargumente», lo que se podría traducir como «recursos retóricos que buscan de un solo golpe liquidar moralmente al oponente de modo de no hacerse cargo de sus argumentos». Su propósito es evadir a toda costa el enfrentamiento honesto y racional de ideas para, en lugar de ello, cosechar una espontánea aclamación pública basada en emociones impermeables a la evidencia y la lógica. Se trata, en otras palabras, de una forma de no-pensar que acepta como legítimas solo aquellas posturas que encuentran respaldo en el exhibicionismo moral de grupos dispuestos a indignarse fácilmente. El concepto central en este contexto es el de emociones, ya que todo lo que se diga debe procurar no ofender las sensibilidades de colectivos supuestamente victimizados por la sociedad, quienes pueden sentirse atacados incluso por las expresiones o errores más inofensivos. Un ejemplo que sintetiza a la perfección el espíritu que anima la neoinquisición sentimentalista de los tiempos que corren se daría en la presentación de los Golden Globes en 2017. Tras ser acusado de racista y discriminador por haber cometido el «crimen» de confundir los nombres de dos películas con repartos de actores de color —Fences y Hidden Figures— el actor Michael Keaton se disculpó declarando: «Me hace sentir tan mal que la gente se sienta mal. Si alguien se siente mal, eso es todo lo que importa»29. Las palabras de Keaton no constituyen una aislada reacción esperable del mundo hipersensible del espectáculo, sino la nueva normalidad. En 2019, un escándalo monumental asoló Virginia cuando las tres autoridades máximas del estado, todos demócratas, se vieron involucradas en actos de supuesto «racismo» y abuso sexual. Uno de los casos más escandalosos fue el del fiscal general Mark Herring, de quien se descubrió que, en 1980, cuando tenía diecinueve años, fue a una fiesta de disfraces con la cara pintada negra emulando a un rapero cuya música solía disfrutar. La respuesta de Herring a los ataques que sufrió por haber cometido ese pecado, lejos de invocar un mínimo de sentido común y sensatez, confirmó la motivación histérica de sus inquisidores: «Lamento profundamente el dolor que he causado con esta revelación […] conversaciones y discusiones honestas