Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Tejada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587148701
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reacción lógica contra la opresión milenaria de los zares.

      También es verdad que acá sólo sabemos de eso lo que dicen las agencias de información, establecimientos fabricantes de noticias justamente desacreditados. Parece que en Europa Occidental, las entidades y personas a quienes interesa más, no han logrado formarse aún tampoco una cabal idea de lo que es, o puede ser, en el fondo, el movimiento ruso.

      La Conferencia de la Paz, cuando tan grave asunto iba a discutirse, apeló, para informarse, al testimonio del Dr. Scavenius, embajador de Dinamarca en Petrogrado, quien relató algunas escenas de sangre y de muerte, es cierto, pero no expuso las ideas, la parte teórica que necesariamente ha de existir para justificar todos aquellos hechos terribles.

      Juzgando por deducción, y pensando que el acto es siempre tanto más enérgico cuanto más intensa sea la idea que nos domine y que nos impulse a ejecutarlo, podría asegurarse que a esos hombres feroces, salvajes, que incendian y asesinan, que saltan sobre los conceptos sagrados de propiedad, de vida, de tradición, ha de animarlos un ideal supremo, trascendente. Caracteriza a esos desgreñados apóstoles de la estepa un neocristianismo sencillo, un sentimiento puro de amor a los humildes, de justicia, un misticismo fervoroso que hace pensar a veces en el advenimiento de algún nuevo Cristo que llegue desde el fondo de aquella raza misteriosa predicando la religión desconocida del porvenir.

      Los bolsheviques, en sus métodos de propaganda, con el asesinato, con el incendio, con la destrucción, en fin, tienen al parecer un punto de contacto con los anarquistas, que hacen réclame a sus teorías con la bomba y con el puñal; lo que Paul Brousse llamó: “La propaganda por el hecho”. ¿Pero serán, en el fondo, los ideales revolucionarios rusos tan amables, tan bellos y tan humanitarios como los ideales anarquistas? ¿Quién lo sabe? Los maximalistas no han dicho aún qué es lo que piensan construir sobre las ruinas de Europa.

      Todos los que bendicen aún a la Revolución Francesa, porque disfrutan de las libertades que engendró y no piensan ya en la sangre inocente que se derramó, ni en las iniquidades que se cometieron para poder hacer posibles esas libertades, se alían ahora con los poderes constituidos contra la fiera avalancha revolucionaria.

      Sin embargo, podremos creer todavía que aquellas turbas de ilusos que creen sinceramente en una posible y total reconstrucción del mundo serán exterminadas convenientemente. Recordemos la sugestiva frase de Trotsky, en Brest-Litovsk, cuando los delegados alemanes exclamaron: “¿Con qué cañones vais a respaldar vuestras peticiones?”. Y Trotsky dijo: “No, no hay cañones. Pero nosotros somos contagiosos”.

      Y es el contagio bolshevique, como bacilo invisible de libertad, el que aparece súbitamente en Berlín, en Viena, en Budapest, en Nueva York, en Buenos Aires, y el que se irá propagando más aún, haciendo presa en los desheredados, en los descontentos, en los rebeldes, que existen en todas partes y en todas partes están listos a aprovechar la hora de las reivindicaciones.

      Una interrogación: ¿Qué sucederá? ¿Presenciaremos la hecatombe, veremos entonces nuestros templos y nuestros hogares subir en cenizas al cielo, hasta contemplar una nueva aurora, o nos resignaremos a que el mundo siga, como siempre, marchando sobre sus ruedas mohosas?

      Rigoletto, “Editorial”, Barranquilla, 2 de abril de 1919.

      21 Para Tejada y otros escritores hispanoamericanos de aquellos años, la traducción de la palabra bolchevique se basó en la comprensión de que se trataba del grupo mayoritario del partido socialdemócrata ruso. Por esa razón, en vez de bolcheviques, Tejada a veces dijo “maximalistas” o “mayoristas”.

      Hemos leído con admiración creciente la famosa respuesta que el Sr. Suárez dio hace poco a un memorial de los señores Araújo, Mendoza y Cía.

      Hay una economía de palabras; una inteligente distribución de escenas, hechos, puntos y comas; una astuta manera de presentar las cosas de tal suerte que produzcan impresión favorable al intento del autor; sin desvirtuar de un todo la verdad, el Sr. Suárez la descoyunta, la diluye, le quita la rudeza real, desnuda, que podría presentar en conjunto: bien se sabía que las víctimas del 16 fueron numerosas: 7 muertos, 15 heridos; sin embargo, el informante dice: “si hubiera habido una defensa ilícita, los lesionados no hubieran sido un muerto y un herido, sino centenares, en una reunión tan vasta y apretada”. Y luego, adelante, cuando el lector pudo haber olvidado casi esta frase, agrega: “Algunos de los accidentes ocurridos en lugares distantes pudieron provenir de balas perdidas...”. Sin evidenciar la bárbara realidad, el Sr. Suárez la insinúa apenas, desvaneciéndola un poco, cubriéndola casi, y dejando siempre un amplio resquicio por donde escaparse en caso de réplica. Salta sobre los grandes hechos, pasa de largo sobre los puntos escabrosos, y se aferra a las pequeñas verdades que lo favorecen, destacándolas y haciéndolas resaltar a lo largo de la exposición, distribuyéndolas como la artillería ligera en un campo de combate. Así, al través de la malla desesperante de ese documento urdido con habilidad escolástica, con precisión absurda de silogismo, es difícil a la mayoría del público ingenuo adivinar el fondo de iniquidad, de astucia, de inmoralidad que hay en todas y en cada una de sus palabras.

      Hasta ahí llega el dialéctico, el que dirige con tino la argumentación; he aquí el sofista, el que da a la mentira una apariencia de verdad; el que infunde a la sinrazón cierto brillante aspecto razonable; el que tergiversa, junta y cohesiona cosas irreales, injustas o falsas, aplicándoles una forma de teoría superficialmente aceptable: “El Sr. Ministro de Gobierno no dio la orden de disparar, yo tampoco la di; es natural averiguar quién la dio; pero si resulta que tal orden no fue dada, ello no debe hacer inexplicables los hechos, pues un militar armado tiene derecho a usar del arma que se le quiere arrebatar y de impedir con ella que se quebrante su consigna”.

      Veamos: el Sr. Suárez rechaza rotundamente el cargo de haber dado orden de disparar. En estas circunstancias un cargo semejante no se rechaza sino cuando no es honroso. Si el dar orden de disparar contra el pueblo, en aquellas condiciones, estuviera dentro de las leyes, dentro de la moral práctica y dentro de los “elementales principios de derecho natural y positivo”, el Sr. Suárez hubiera aceptado ese cargo. Algo injusto, algo delictuoso, algo terrible habrá en ello, cuando el Presidente de la República, Jefe del Ejército, se lava apresuradamente las manos, y lava las manos probablemente criminales de su Ministro de Gobierno. Hay quienes oyeron y vieron cuándo y cómo el Ministro de Gobierno dijo: ¡Maten! En la conciencia del público está la seguridad de que esa orden vino de altas esferas. Sin embargo, el jefe del Gobierno