El grupo avanzó por la alameda adelante. ¿Será preciso describir esta trinidad ilustre, la cual es, si se nos permite decirlo así, una constelación que se ve en España á todas horas á pesar de ser muy turbio el cielo de nuestro país?
Aquí el lector, lo mismo que el autor, dirá forzosamente: Son ellos; dejémosles que pasen. Pero esta constelación no pasa ni declina jamás; no baja nunca hacia el horizonte, ni es obscurecida por el sol, ni se nubla, ni se eclipsa. Siempre está en alto, ¡ay! siempre resplandece con inextinguible claridad pavorosa en el zénit de la vida nacional.
¿Quién no conoce al Marqués de Fúcar, de quien ha dicho la adulación que es uno de los pocos oasis de riqueza situados en medio del árido desierto de la general miseria? Así como ocupa el primer lugar en la constelación citada, también es el alpha de la sociedad española.
¿Quién no conoce á D. Joaquín Onésimo, ese fanal luminoso de la Administración, que encendido en todas las situaciones, ilumina con sus rayos á una pléyade de Onésimos que en diversos puestos del Estado consumen medio presupuesto? Alguien dijo que los Onésimos no eran una familia, sino una epidemia; pero no puede dudarse ¡cielos! que si esa luminaria se apagase quedarían á obscuras los ámbitos de la buena administración, y reducidos á revuelto caos el orden, las instituciones y la sociedad toda.
El tercer ángulo de este triángulo, lo formaba un acicalado y muy bien parecido joven, en cuyo semblante pálido y linfático parecían extinguidas prematuramente la frescura y la energía propias de sus treinta y dos años. Eran sus maneras perezosas y su aspecto de fatiga y agotamiento, como es común en los que han derrochado la riqueza moral en la mala política, la intelectual en el periodismo de pandilla, y la física en el vicio. Este tipo esencialmente español y matritense, nocturno, calenturiento, extenuado, personificación de esa fiebre nacional que se manifiesta devorante y abrasadora en las redacciones trasnochantes, en los casinos que sólo apagan sus luces al salir el sol, en las tertulias crepusculares y en los mentideros que perpetuamente funcionan en pasillos de teatro, rincones de café ó despachos de ministerio, parecía muy fuera de su lugar propio en aquel ambiente puro y luminoso, á la sombra de gigantescos árboles. Podría creerse que le causaba molestia hallarse lejos de sus antros de corrupción y malevolencia, y que para las esplendentes gracias de la Naturaleza no había en su corazón un latido, ni una mirada en sus turbios ojos sin viveza, de párpados turgentes, embolsados y rojos por el hábito del insomnio.
Federico Cimarra, que era el joven; Don Joaquín Onésimo (á quien se creía próximo á llamarse Marqués de Onésimo) y D. Pedro Fúcar, Marqués de Casa-Fúcar, luego que midieron dos ó tres veces la alameda, se sentaron.
III
Donde el lector verá con gusto los panegíricos que los españoles hacen de sus compatriotas y de su país.
«Ya es evidente que León se casa con la hija del Marqués de Tellería—dijo Federico Cimarra.—No es gran partido, porque el Marqués está más tronado que los cómicos en Cuaresma.
—Ya sólo le queda la casa de la calle de Hortaleza,—apuntó Fúcar con indiferencia.
—Es buena finca, construída en tiempo del Marqués de Pontejos... Al fin se quedará también sin ella. Dicen que en esa familia, todos, desde el Marqués hasta Polito, tienen la cabeza á pájaros.
—¿Pero no le queda á Tellería más que la casa?—preguntó el hombre de Administración con curiosidad, que parecía el afán celoso del Fisco buscando la materia imponible.
—Nada más—repitió el de Fúcar demostrando conocer á fondo el asunto.—Las tierras de Piedrabuena han sido vendidas en subasta judicial hace dos meses. Con las casas y la fábrica de Nules se quedó mi cuñado en Febrero último. En fondos públicos no debe de tener nada. Me consta que en Junio tomó dinero al 20 por 100 con no sé qué garantía... En fin, otra torre por los suelos.
—Y esa casa fué poderosa—dijo Onésimo.—Yo le oí contar á mi padre que en el siglo pasado estos Tellerías ponían la ley á toda Extremadura. Era la segunda casa en ganados. Tuvieron medio siglo las alcabalas de Badajoz.»
Federico Cimarra se puso en pie frente á los otros dos, y abriendo las piernas en forma de compás, empezó á hacer el molinete con su bastón.
«Es increíble—dijo sonriendo,—la calaverada de ese pobre León... Cuidado que yo le quiero... es mi amigo... ¿Pero quién se atreve á contradecirle? Váyase usted á argumentar con estas cabezas de piedra que se llaman matemáticos. ¿Han conocido ustedes un solo sabio con sentido común?
—Ninguno, ninguno—exclamó el Marqués de Fúcar riendo á borbotones, que era su especial manera de reir.—¿Y es cierto lo que me han dicho?... ¿que la chica es algo mojigata? Sería cosa muy bufa ver á un librepensador de mares altos pescado con anzuelito de Padrenuestros y Avemarías.
—No sé si es mojigata; pero sí sé que es muy bonita—afirmó Cimarra paladeando.—Pase lo de santurrona por lo que tiene de barbiana... Pero su carácter no está formado... es una chiquilla, y después que anda enamorada no piensa en santidades... La que me parece en camino de ser verdadera beata es la Marquesa, que no podrá eludir la ley por la cual una juventud divertida viene á parar en vejez devota. ¡Qué desmejorada está la Marquesa! La ví la semana pasada en Ugoibea y me pareció una ruína, una completa ruína. En cambio, María está hecha una diosa... ¡Qué cabeza!... ¡qué aire y qué trapío!»
En el lenguaje de Cimarra se mezclaban siempre á la fraseología usual de la gente discreta los términos más comunes de la germanía moderna.
«Eso sí—dijo el Marqués de Fúcar con expresión y sonrisa de sátira.—María Sudre vale cualquier cosa... Yo creo que el matemático ha perdido la chaveta y se ha dejado enloquecer por aquellos ojos de fuego. Esa chiquilla no me gustaría para esposa... Hermosura superior, fantasía, tendencia al romanticismo, un carácter escondido, algo que no se ve... en fin, no me gusta, no me gusta.
—¡Caramba!—exclamó el hombre de Administración dándose una palmada en la propia rodilla.—Todo menos hablar mal de María Sudre. La conozco... es un portento de bondad... es lo mejor de la familia.
—Hombre—dijo el Marqués de Fúcar descuadernando su cara en una risa homérica.—La familia es la familia de tontos más completa que conozco, sin exceptuar al mismo Gustavo, que pasa por un prodigio.
—¡Ah! no: la chica vale, vale—afirmó Onésimo.—No diré lo mismo de León. Es un sabio de nuevo cuño, uno de estos productos de la Universidad, del Ateneo y de la Escuela de Minas, que maldito si me inspiran confianza. Mucha ciencia alemana, que el demonio que la entienda; mucha teoría obscura y palabrejas ridículas; mucho aire de despreciarnos á todos los españoles como á un atajo de ignorantes; mucho orgullo, y luego el tufillo de descreimiento, que es lo que más me carga. Yo no soy de esos que se llaman católicos y admiten teorías contrarias al catolicismo: yo soy católico, católico.»
Se dió dos palmadas en el pecho.
«Hombre, sea usted todo lo católico que quiera—dijo Fúcar riendo con menos estrépito, ó si se quiere con cierta tendencia á la seriedad.—Todos somos católicos... Pero no exageremos... ¡Oh! la exageración es lo que mata todo en este país. Dejemos á un lado las creencias, que son muy respetables, pero muy respetables. Yo veo en León un hombre de mucho, de muchísimo mérito. Es lo mejor que ha salido de la Escuela de Minas desde que ésta existe. Su colosal talento no conoce dificultades en ningún estudio, y lo mismo es geólogo que botánico. Según dicen, todos los adelantos de la Historia natural le son familiares y es un astrónomo de primera fuerza.
—¡Oh! León Roch—exclamó Cimarra con el tono de hinchazón protectora que toma la ignorancia cuando no tiene más remedio que hacer justicia á la sabiduría,—vale mucho. Es de lo poco bueno que tenemos en España.