Un simple comentario sobre el trabajo lo volvió loco: tomó los adornos de la mesa y los estrelló contra la puerta. Desesperado, entró a la recámara y sacó del buró la pistola que en su juventud comprara para protegerse de los agentes del gobierno. Le grité y él no se atrevió a detonar el arma a un costado de su cabeza. Como niño, lloró sin consuelo durante horas. Desde aquel día se irritaba cada vez más hasta que le dije: «ahí te quedas con tu tomadera y tus frustraciones.» Lo último en realidad le dolió. Se levantó enojado, de tal manera que comprendí que nos estábamos jugando la existencia: uno de los dos tenía que seguir. Claro está que eso ya estaba decidido: Abraham había muerto treinta y cuatro años atrás. Así que hice lo que la justicia no pudo hacer en aquel año, y lo que el alcohol tampoco había logrado hacer. Al verlo venir hacia mí con los ojos encendidos y los puños temblorosos tomé la pistola.
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