Götterdämerung. Mariela González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariela González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417649494
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y arrojo suficientes para hablar con una dama solitaria, todo un bellezón austriaco. Supongo que fue aquella maraña de pensamientos libidinosos lo que me impidió notar a tiempo el Glamerye a mis espaldas. No estoy orgulloso de aquel día, la verdad. No tuvo mucho mérito por mi parte entrar en alerta en el momento en que vi golpear aquella garra en la pared, a mi lado.

      Me abroché los pantalones y me volví a toda prisa. Vik también había hecho lo mismo, aunque apenas me percaté por el rabillo del ojo. Recuerdo haberlo oído balbucear y sollozar, y verlo terminar aquello que había ido a hacer en su ropa en lugar de en la pared. No era para menos. No todos los días se pilla una borrachera que te haga ver lobisomes a tu espalda. Solo que aquellos dos eran de verdad.

      Debo aclarar que tengo un serio problema con esta gente. Mi familia los esclavizó en su día, y por azares del destino parece que los atraigo con una frecuencia poco recomendable. Recordaba a aquellos dos de la partida de la tarde anterior en El Puente, aunque entonces no se habían diferenciado demasiado de cualquier burgués germano. Ahora, sin embargo, no se diferenciaban de ningún otro de su especie: pelaje gris, hocico perruno, ojos en los que no quedaba ni un atisbo de la racionalidad que demostraban cuando estaban en su forma humana. Tomó la palabra el más bajo de ellos, ese al que le debía dinero. En mi espeso cerebro se formaron retazos de la historia, brumosos recuerdos de lo acontecido. Sí, las cartas habían estado trucadas. No, no había sido tan hábil como para que no se dieran cuenta, aunque para cuando lo hicieron ya me había marchado. No, no iba a poder pagarles.

      La diplomacia y la retórica no son las características que han llevado a los lobisomes a seguir perpetuándose a lo largo del tiempo, sino el instinto, la intimidación y unas zarpas como guadañas. Al contrario de lo que me había parecido, aquellos dos no eran de la clase de gente que se había asimilado por completo a la civilización. Intenté huir, claro; al darme cuenta de lo que iba a suceder pasé del estupor a un elegante dinamismo, y casi conseguí zafarme de la mano que intentó asirme por el cuello de la camisa. Pero el otro fue más rápido, se interpuso en mi camino de un salto. Lo siguiente que noté fue la espantosa cuchillada en mi pecho.

      No había sido un zarpazo normal y corriente. Para cualquier fae, un ataque cargado de Glamerye es mucho más pernicioso que una espada mortal. Y aquel había sido el tipo de golpe que me habían asestado, sin duda conociendo qué clase de criatura era. El choque contra el suelo húmedo del callejón no fue tan terrible como notar mi espíritu, mi esencia, escapar a través de la herida. Mi corazón, una gema roja y lisa, quedó libre y se escapó de entre mis costillas.

      Supongo que no lo vieron caer y tintinear entre las piedras. Tuve suerte por lo menos en eso. Al verme derrumbado, pensaron que me habían matado en el acto. Me quedé quieto, rogando en silencio para que no salieran de su error y se marchasen sin más. A los pocos segundos parecieron convencerse de ello; los escuché farfullar y dar la vuelta. En el silencio repentino, para mi sorpresa, también noté unos gemidos.

      Volví la cabeza y descubrí a Viktor boca arriba, con el rostro vuelto hacia mí y en la misma situación lamentable que yo. Olí su sangre. Le habían asestado el golpe en un lateral de la cabeza y la cuenca de su ojo derecho era una masa destrozada. Sin duda, los lobisomes habían decidido que no merecía la pena dejar vivo a alguien que pudiera delatarles. Alargué la mano y agarré la piedra de mi corazón, sintiendo el pegajoso hálito del espíritu de aquel hombre mezclándose con el mío. Nuestras vidas escapaban juntas por momentos en ese asqueroso callejón, huyendo hacia el Éter. Supe que debía tomar una determinación antes de que llegase el final.

      No podía devolver el corazón a mi pecho, pero sí evitar que se apagase. La llama de su interior titilaba cada vez más débil, como una luciérnaga asustada. Apreté los dientes, me arrastré hasta el cuerpo de Viktor y lo incrusté allí donde debía estar su ojo derecho. El calor provocó un breve estallido en el interior de la piedra. Sentí el Glamerye siendo llamado de vuelta a mi propio cuerpo y pude volver a respirar, pese a la herida. Ya me ocuparía de eso más tarde: no da buena impresión, ni en Heidelberg ni en ninguna parte, ir por ahí con el pecho abierto.

      Claro que aquella solución desesperada garantizaría mi vida mientras aquel hombre siguiera existiendo. Desesperado, me esforcé por atrapar las hebras de su espíritu y detener su huida. No podía volver a introducirlas en su cuerpo, que ya albergaba mi esencia; tampoco en el mío, que no las toleraría. Mi mente, aún obtusa, solo encontró una salida.

      Rebusqué en mis bolsillos, en el interior de mi chaqueta… y por suerte encontré el recipiente perfecto.

      Soy un tipo de campo. Siempre he sido muy aficionado a las judías.

      ****

      —Me estaban desplumando. Tenía que recuperar al menos una parte del dinero. Entre otras cosas porque tenía que devolverte lo que me prestaste hace unos días para comprar papel, ¿recuerdas?

      —Claro.

      Si las palabras pudieran congelar, creo que Viktor me habría convertido en un digno habitante de Jötunheim en aquel momento. Estaba sentado sobre el camastro de abajo de nuestra litera, con las piernas y los brazos cruzados, y me miraba con aparente tranquilidad. Pero yo sabía que las palabras bullían en su cerebro: las réplicas se entrelazaban, los argumentos airados chocaban como piedras haciendo saltar chispas, pugnando por saltar a la lengua. Mi amigo llevaba algún tiempo practicando ejercicios de autocontrol y una especie de meditaciones raras venidas del Este. Pero lo debía de estar pasando mal conteniendo la diatriba.

      —Así que me miré de arriba abajo —proseguí, con la misma naturalidad—y pensé: ¿qué es lo único que tengo de valor ahora mismo, lo único con lo que puedo jugármelo todo a una última tirada? ¡La chaqueta!

      —Mi chaqueta. Por si fuera poco, la chaqueta que te llevaste anoche era mía.

      —Ajá... vaya. Eso añade todavía más casualidad a la historia. Pero, en fin, estaba seguro de que iba a ganar esa última mano. Tenía un presentimiento. Lástima que no siempre acierte.

      —Y te llevaste mi alma dentro de mi chaqueta.

      —En el bolsillo interior, ese que tiene doble fondo. Pero, oye, sabes por qué siempre me llevo el tarro a todos lados, por qué me hice responsable y me esforcé en sellarlo con Glamerye y todo eso. Es para... —Me detuve y me mordí la lengua, pero ya no me quedaba más remedio que concluir la frase—. Es para que esté a salvo.

      —A salvo. Viktor repitió las sílabas mordisqueándolas una a una. Durante unos segundos se quedó quieto, y ya iba a acercarme a darle unos golpecitos, temiendo que hubiera entrado en una especie de catatonia, cuando se movió de repente, descruzando las extremidades. No pude evitar sobresaltarme.

      —Bueno, Gus, voy a intentar tomármelo con calma. Con filosofía. Estoy inmerso en una racha creativa y no voy a dejar que vuelvas a estropeármela.

      El veneno en aquellas palabras, debo reconocerlo, me provocó una punzada de arrepentimiento.

      —Confío en que sepas cómo encontrar al tipo que tiene la chaqueta, que sea sencillo y que todo esté arreglado antes del mediodía.

      —Por supuesto que sé cómo encontrarlo. Sé dónde está ahora mismo.

      Aquella iba a ser, quizás, la parte más difícil de todo mi discurso. Tragué saliva, me balanceé sobre los talones. Al final opté por esbozar la más luminosa de mis sonrisas.

      —Es... Diemisser, el bibliotecario de la universidad.

      ****

      Bajamos en silencio las escaleras. En silencio también descendimos por la calle, con el sonido de la ciudad que se despertaba: el agua de los cubos derramándose por los balcones, los lecheros proclamando su mercancía fresca, los estudiantes que se afanaban por llegar temprano a clase. Tan solo nuestros zapatos hablaban, resonando sobre el empedrado en una extraña música sin coordinación.

      Aquel silencio se me clavaba más que cualquier palabra afilada, más que cualquier reproche que hubiera podido proferir mi compañero. Era casi una jugarreta del destino, una metáfora amarga y malintencionada: que tuviera que ir a recuperar su alma al lugar que