Para que esas “instituciones imaginarias” funcionaran, se convirtieron en “realidades” por acción de las asociaciones, los sindicatos, los representantes locales electos, los suburbios con alcaldes “rojos” (como sucedía en la periferia parisina), los movimientos de educación popular, los movimientos deportivos, etc. En la Europa industrial, las desigualdades de clase se cristalizaban en mundos sociales dominados y explotados, pero mundos que ofrecían a los individuos dignidad y capacidades de resistencia.
De los explotados a los inútiles
La cuestión no es saber si hay clases sociales. Sigue habiéndolas, sobre todo clases dirigentes que tienen una fuerte conciencia de sí mismas, de sus intereses y de su identificación con las “leyes” de la economía liberal. Lo que se nos plantea es saber si el régimen de clases sigue estructurando las desigualdades sociales y si enmarca las representaciones e identidades de los actores.
La situación actual, paradójica, lo es más por el hecho de que se caracteriza a la vez por la profundización de las desigualdades y el declive del régimen de clases. En no pocos aspectos, esta coyuntura histórica no deja de recordar la de la primera mitad del siglo XIX, época en la que surgían nuevas desigualdades al tiempo que se agotaba la sociedad del Antiguo Régimen. La cuestión social era la del pauperismo y las clases peligrosas, pero no todavía la de la “clase” obrera.
El agotamiento del régimen de clases es una de las consecuencias de las mutaciones del capitalismo mundial. Las sociedades industriales capitalistas se habían formado dentro de sociedades nacionales (más exactamente, dentro de sociedades nacionalizadas, protegidas por fronteras y derechos aduaneros y dirigidas por Estados soberanos que imponían culturas nacionales), pero la globalización cambió las cosas. Las clases obreras europeas y estadounidenses están ahora sometidas a la competencia de los trabajadores de los países emergentes, peor pagos e igualmente calificados, mientras que las antiguas burguesías industriales se han convertido en potencias financieras. En vez de la idea de un proceso de globalización homogénea, puede preferirse la noción de “capitalismo inconexo”, uno caracterizado por la separación y la tensión entre las diferentes esferas de la actividad económica, los mercados financieros, la gobernabilidad de las empresas, los lugares de producción y el consumo.
Si bien la clase obrera nunca tuvo la unidad que se le atribuye, en gran medida el trabajo obrero se transformó con el sistema de producción justo a tiempo, las relaciones directas con los clientes, las tecnologías inteligentes y la multiplicación de los estatus, mientras que en sectores enteros, como la construcción y las obras públicas, aún predomina la movilización de la fuerza física. Poco a poco la producción industrial deja de lado el taylorismo en beneficio del lean management, pero los empleos de servicios, por su parte, están cada vez más taylorizados. En promedio, actualmente los empleados ganan menos que los obreros.
En las grandes empresas, la relación social industrial cambió de índole. Si en épocas pasadas el propietario también era el jefe, presente en su fábrica y su castillo, como los maestros de herrerías, hoy el jefe ya no es necesariamente el propietario. Cuando las empresas cierran, ya no es inusual que se embargue a los ejecutivos para que el propietario, a menudo un grupo financiero, se dé a conocer y se manifieste. Las “formas particulares de empleo” (designación eufemística para los contratos de duración determinada y los contratos de interinato) pasaron del 3,4% en 1983 al 10,5% en 1998 y al 12% en 2012. Con la uberización de las actividades aparecen trabajadores autónomos, dependientes de un solo cliente o de la plataforma que les envía clientes, y clientes conminados a juzgar la calidad del servicio prestado. Los cuentapropistas son más pobres y frágiles que los obreros. ¿Cómo situar a esos “independientes dependientes” en una estructura de clases?
En definitiva, se yuxtaponen varios sistemas productivos. Unos participan directamente en la globalización de los intercambios y el desarrollo de las tecnologías de punta, mientras que otros permanecen en mercados nacionales y nichos locales. Una parte de los trabajadores, importante en Francia, se desempeñan en los servicios públicos, donde, si bien están protegidos, sufren como los demás las nuevas formas de gerenciamiento. El personal de salud de los hospitales públicos está bajo ese control, tal como sucede con los obreros, pero no enriquece a nadie.
Por último, una parte creciente de la población se enfrenta al desempleo, la precariedad del trabajo ocasional y el trabajo en negro, cuando no está por completo excluida.[11] Hoy en día, los más pobres son “sin clase” o underclass. No son tanto explotados como relegados, “inútiles”.
La salida del régimen de clases
Incluso si se piensa que las clases siguen existiendo, el sistema de clases estalla. La misma clase social se difracta en una serie de mercados económicos y mercados laborales. La vieja división entre los obreros no calificados y los obreros profesionales es sustituida por un estallido de las calificaciones y los estatus: lo que constituía la unidad de la clase obrera parece cada vez más incierto.
No mucho tiempo atrás, los sociólogos buscaban las desigualdades “detrás” de las clases sociales; en cambio, ahora algunos de ellos buscan las clases sociales, principios de unidad, “detrás” de las desigualdades. Así como antes hablábamos de clases sociales, estructura, explotación y estratificación funcional, hoy en día hablamos de desigualdades, en plural. Los trabajos sobre las desigualdades han tenido un crecimiento explosivo en Francia y todos los demás países.[12] Se han multiplicado porque las antiguas clases sociales ya no pueden definirse por la sumatoria más o menos estable de desigualdades. Se puede ser obrero y haber estudiado hasta pasados los 20 años, ser el compañero de una empleada, vivir y consumir como las clases medias, o bien provenir de un país pobre, tener un empleo agotador y precario, residir en un barrio de “viviendas sociales” de los suburbios o vivir en un barrio considerado como un “gueto”.
Esta dispersión de las condiciones de vida se acentúa debido a lo que Olivier Galland designa “desestandarización de las trayectorias”. La trayectoria típica –estudios, trabajo, matrimonio, trabajo, jubilación– sufre en gran medida un cambio radical a causa del largo período de espera hasta conseguir un empleo estable, las idas y vueltas entre el empleo, el desempleo y los estudios, la formación tardía de la pareja, las separaciones, los nuevos matrimonios y las familias ensambladas, las largas jubilaciones y la prolongada vejez. Ahora bien, todas esas trayectorias biográficas son factores considerables de desigualdad; para convencerse, basta con ver la proporción de familias monoparentales entre los pobres.
El estallido del régimen de clases abre el espacio de las desigualdades a la multiplicación de los grupos; de estos, ninguno puede definirse verdaderamente como una clase social. A la dualidad de proletarios y capitalistas y la tripartición de las clases altas, medias y bajas, se han sumado nuevos grupos: los ejecutivos y los creativos,[13] los cosmopolitas móviles y los locales inmóviles, los incluidos y los excluidos, los estables y los precarizados, los urbanos y los rurales, las clases populares y la underclass, etc. A esas dicotomías, definidas más a menudo por la relación con el cambio que por una posición jerárquica, conviene sumar la distinción cada vez más predominante entre los nacionales y los migrantes, los mayoritarios y los minoritarios, las edades y las generaciones, los hombres y las mujeres.
Ahora bien, todas estas distinciones afectan directamente el régimen de clases sociales. Por ejemplo, los trabajadores inmigrantes con vocación de ser trabajadores “como los demás” son gradualmente percibidos como minorías. Cuantas más minorías hay en las sociedades (o, en todo caso, cuanto más se ven), más restrictivas y reservadas a los semejantes son las solidaridades y más fuertes parecerían ser las desigualdades sociales.[14]
Clases populares, en plural
El tema de la sociedad de consumo parece haber pasado de moda. Sin embargo, pese a que el consumo masivo, como tal, no ha reducido las desigualdades, sí ha afectado profundamente las barreras entre las clases. Para valerme de las palabras de Edmond Goblot, los “niveles” han sucedido a las “barreras”. Antes unos estaban privados de los bienes de los cuales otros disponían –automóviles,